jueves, 23 de abril de 2020

Visto en Netflix: ENTRE DOS HELECHOS, LA PELÍCULA

Una de las críticas más frecuentes que se hace a Netflix es la discreta calidad de muchas de sus propuestas. Eso no es del todo justo, aunque sí es cierto que tienen un fondo de armario tan inmenso que hay sitio para todo y normalmente uno solo se percata de las novedades anunciadas a bombo y platillo. Es necesario estar muy atento para descubrir todos los secretos que oculta o tener tiempo libre, como es el caso, para atreverse con propuestas tan disparatadas que quizá, a simple vista, no atraigan demasiado.
Es el caso de Entre dos helechos: la película, un título poco sugerente para una película que, a bote pronto, no se sabe si es un documental, un programa de entrevistas o un reality. Pues os lo voy a resumir: es una maravilla.
Entre dos helechos es una película (sí, puede parecer muy evidente, pero yo no lo tenía tan claro hasta que la vi) con una trama muy sencilla. El presentador de un programa de entrevistas de medio pelo debe recorrer medio país con su equipo grabando nuevos episodios para conseguir aspirar a presentar un late night. Una premisa muy tontorrona si no fuese por la realidad en la que se basa.
Interpretada por Zach Galifianakis, los programas a los que hace referencia existieron realmente, en la época en la que el actor aún no había participado en la saga de Resacón en las Vegas y hacía el gamberro de la mano de Will Ferrer en una serie de entrevistas desafortunadas e incomodas que ríete tú de Pablo Motos.
Inspirados por esa época, Galifianakis y Scott Aukerman (otra de las “mentes pensantes” de aquel disparate y que se encarga de la dirección de esta película) han ideado este divertimento cuyo principal mérito es conseguir condensar esos diez años de programas en una película sin perder nada de chispa. Para ello, es vital la participación de grandes nombres de la industria, que han sabido mostrar su cara más absurda prestándose a que, directamente, se burlen de ellos. Así, en una serie de set pieces de diálogos hirientes y sacando punta a todos los defectos (ya sean reales o estigmas de sus personajes) de gente como Matthew McConaughey, Paul Rudd, Keanu Reeves Tessa Thompson, Benedict Cumberbatch, Brie Larson, o Peter Dinklage entre otros muchos.
Así, aunque el argumento es o de menos (aunque deja para el recuerdo momentos bastante memorables de un Galifianakis que, aun interpretándose a sí mismo, no puede ser más idiota), los momentos hilarantes del film son tantos y con tanta gente dispuesta a reírse de uno mismo que el resultado final no puede ser más que grandioso.
Una película desternillante y con una mala baba increíble.


Valoración: Ocho sobre diez.

martes, 21 de abril de 2020

Visto en Amazon: HUNTERS

Aunque su creador y director es el desconocido David Weil, es el nombre de Jordan Peele el que más se asocia a Hunters. No sé hasta qué punto habrá metido mano como productor el realizados de películas como Déjame salir o Nosotros, pero se intuye que todo el tono de blacksplotation viene de su lado.
Weil, por su parte, tuvo una abuela que sobrevivió a dos campos de exterminio nazis, y es a ella a quien ha consagrado esta serie, poniendo quizá un punto demasiado personal en la misma que puede pasarle factura.
Y es que Hunters, que se vende como la historia de un grupo de cazadores de nazis en los Estados Unidos de los 70’ oscila sin demasiado sentido entre el humor más gamberro (especialmente divertidos son los cortes con metalingüísticos en forma de tráileres o concursos televisivos) y la solemnidad. Es como si Weil quisiera hacer algo ágil y fresco, con toques Pulp, pero con miedo a ofender a la memoria de todos los judíos exterminados.
Por ello, esto no es una modernización de Malditos Bastardos, lo cual habría molado bastante más, y aunque tiene giros interesantes en su trama y hay acción y emoción, la serie debe soportar la losa de un ritmo muy lento y mal medido, como se demuestran en sus dos capítulos más importantes: el primero y el último. El primero, de casi noventa minutos, invita a abandonar la serie antes de tiempo, llegando a la conclusión del mismo sin saber exactamente hacia dónde quiere ir la trama. El último, con el clímax final adelantado, es una larga despedida que solo logra remontar (maldita trampa) con su cliffhanger final.
Puede que el problema esté en los flashbacks que rompen la acción. De entrada, no parece que sea necesario conocer todo el pasado del grupo para que nos afiliemos a su causa, ni precisamos tampoco volver a ver lo malvados que fueron los nazis durante la guerra. Ya lo sabemos de sobras y la serie no nos ofrece nada que no hayamos visto con anterioridad. Cierto es que, llegados a cierto punto de la temporada, el giro argumental obliga a cierta implicación con ese pasado de los protagonistas, pero podría ser ya demasiado tarde para muchos espectadores. Además, que durante muchos momentos de la trama uno tenga más interés en ver lo que están haciendo los malos en lugar de preocuparse por los buenos quiere decir algo.
En fin, que si uno se arma de paciencia y sabe aceptar la mezcla de géneros algo alocada, Hunters puede tener suficientes alicientes para darle una oportunidad, aunque solo sea por ver a Al Pacino en un papel más protagonista de lo que uno podría imaginar y pasárselo pipa con Josh Radnor, quien sabe sacudirse de su rol de Cómo conocí a vuestra madre con mérito.

SANT JORDI EN SOLEDAD

Estamos a un tiro de piedra de la fiesta más importante para los escritores. Y también, desde mi humilde punto de vista, la celebración más hermosa de Cataluña. Es un día para pasear por el centro de la ciudad, reunirse con amigos en la plaza del pueblo o atreverse a zambullirse en la marea de gente que inundan las librerías de los centros comerciales. Para comer pan con sabor a queso y sobrasada, formando con su color la bandera catalana. Para regalar una rosa a tu pareja, a tu madre o, simplemente, a alguien a quien aprecias. Y, sobre todo, para comprar un libro.

No es el acto de comprar. Es mucho más. Es descubrir las novedades en las paradas de Paseo de Gracia, es conseguir la firma de aquel importante escritor al que admiras o tener la oportunidad de charlar un rato con algún autor novel. Es un día de banderas, de flores y de cultura. Es un día para disfrutar del sol primaveral, de llevar a los niños a que les reciten cuentos y de coleccionar puntos de libro.
Pero este año será diferente. Y no porque el cielo amenace a lluvia y las paradas sufran por la resistencia de sus toldos. No. Este año será diferente porque seguimos confinados. Solitarios. Encerrados en nuestras casas sin más permiso para salir que para hacer una efímera compra semanal o, los desafortunados héroes, acudir al trabajo. No es tiempo para la diversión, las multitudes ni las flores. Este año las ramblas de las ciudades estarán vacías, nadie paseará por las plazas de los pueblos y los colegios no tratarán de sufragar parte de sus viajes de fin de curso con cubos de rosas. Este año, todo será un poquito más triste.
Y aun así, nos resistimos a rendirnos. El día 23 de abril, como cada año, nos levantaremos con buen ánimo y enviaremos rosas virtuales desde el WhatsApp, nos felicitaremos el día mediante videollamadas y quizá también compremos alguna novedad literaria on-line.
¿Y los autores? ¿Qué pasa con los autores? Nosotros tampoco nos rendiremos. Célebre Editorial ha organizado un gran evento que se podrá seguir a través de Facebook. De once de la mañana hasta las dos del medio día y de tres de la tarde hasta las nueve de la noche (más el previsible tiempo de próloga), Ricard Pérez y Jesús Vera (que son las caras visibles de Célebre Editorial, pero no los únicos que estos días se lo están currando de lo lindo) harán una retransmisión en vivo en un maratón maravilloso por donde pasarán la gran mayoría de sus autores.
Yo, personalmente, seré madrugador, y podréis escucharme en la franja horaria que va de las once a las doce de la mañana. Y por la tarde, desde mi página de Facebook (David Medina B.: Mundo Muerto) en directo, y posteriormente en mi canal de youtube, haré una charla presentación para todos aquellos a los que no les haya dado suficiente la matraca con mi novela Mundo Muerto y aprovecharé para adelantar proyectos futuros y, si se tercia, responder vuestras consultas.

Sí, este año será un Sant Jordi diferente. Pero entre todos haremos que sea único. Lo que no será, desde luego, es un Sant Jordi en soledad.

Visto en Netflix: THE LAUNDROMAT: DINERO SUCIO

Steve Soderbergh siempre ha sido un realizador al que le gusta navegar entre el cine comprometido y con mensaje (Erin BrockovichEfectos secundarios) y el puro divertimento (la saga de Ocean’s Eleven), pero en The Laundromat: Dinero sucio parece querer aunar ambos conceptos de una forma un poco extraña.
Se podría pensar que ya lo intentó con Contagio, aquella parábola sobre un virus que se propagaba por todo el planeta que ha resultado ser terriblemente profética, pero aquella tenía un claro tono dramático. Sin embargo, su nueva propuesta auspiciada por Netflix es más bien una bufonada, una comedia que no parece tomarse muy en serio a sí misma y que, pese a su excelente reparto, uno no sabe muy bien como enfrentarse a la misma.
Partiendo de la historia de una mujer mayor que tras perder a su marido en una excursión turística se enfrenta al sistema al ver que una serie de recovecos legales (pero no del todo) le van a escatimar el dinero de la indemnización (empresas pantallas, los llaman), la película trata de explicarnos lo que fueron los «Papeles de Panamá» y el escándalo que provocó el descubrimiento por parte de una persona anónima autodenominada John Doe.
Para ello, y con la intención de entretener más que instruir (según palabras del propio director), la película recurre a los trucos que ya empleara Adam McKay en La gran apuesta (y que Jay Roach se trajo a su terreno en El escándalo), usando a unos narradores que rompen en todo momento la cuarta pared para explicar al público complicados términos empresariales entre historietas más o menos independientes que sirven, sobre todo, para disfrutar de ese reparto tan variado.
No es una película carente de interés, y consigue explicar los entresijos de la complicada trama de una manera accesible e instructiva, pero esa sensación de que en el fondo todo es una broma privada (ese doble papel de Meryl Streep, el acento ruso de Gary Oldman) impide una mayor conexión con ella. Al final, ni es tan crítica como pretende (pese al alegato metalingüístico de la última escena de Meryl Streep) ni tan divertida como nos quieren hacer creer.
Y resulta curioso, además, que una película que pretende criticar las empresas fantasmas que son una excusa para evadir impuestos, señalando con el dedo directamente al mayor paraíso fiscal que existe que no es otro que Estados Unidos, haya sido producida y distribuida por Netflix, cuyo debate sobre los impuestos que debería pagar o no fuera de los USA no tiene fin.
En fin, película entretenida, algo absurda, con Antonio Banderas completando el trío protagonista y un montón de interesantes cameos que, al menos, se esfuerza por hacer comprensible algo que, desde el punto de vista ético y judicial, parece bastante incomprensible.

Valoración: Seis sobre diez.

domingo, 19 de abril de 2020

Visto en HBO: WATCHMEN

Hace ya treinta y tres años, Alan Moore creo la que se considera la obra cumbre del noveno arte, llamada incluso “la biblia del comic”, Me estoy refiriendo, por supuesto a Wachmen, que no solo es prodigiosa sino, aparentemente inadaptable.
Al final, resultó no ser tanto. Zack Snyder lo intentó en 2009 y, pese a que algunos palos le cayeron, a mi parecer se trató de una adaptación impecable. Con algunos planos literalmente calcados del comic, como ya hiciera con 300, Snyder supo hacer una reinvención para que no se tratase, a nivel narrativo de un calco, sino de una reinterpretación muy interesante.
Ahora llega una nueva versión, en este caso en forma de secuela, de Watchmen, en forma de mini serie para la HBO surgida de la mente de Damon Lindelof, odiado por el final de la serie de Perdidos y por su aportación al Universo Alien con Prometheus, pero que se ha reconciliado con las masas gracias a The leftlovers.
Esta nueva Watchmen es una continuación directa de lo que sucede en la obra magna de Moore (ojo, no es secuela de la película, sino del comic), y nos muestra como ha quedado el mundo tras los acontecimientos vividos. Con un cambio en el panorama político, algo más adaptado a los tiempos actuales, Lindelof se aleja ligeramente del concepto de los superhéroes para centrarse más en el trasfondo social. No en vano la serie arranca con un hecho real: la masacre de Tulsa en la que en 1921 asesinaron a la gran mayoría de la población negra. Así, el tema racial será uno de los telones de fondo de la serie que arranca con el asesinato del Jefe de Policía de Tulsa y la posterior investigación.
No voy a obviar el gran problema que tiene la serie, que no es otro que el gran desconcierto que pueda causar la serie en aquellos que no hayan leído el comic original. Aunque las cosas terminan por resultar bien explicadas, lo cierto es que podría llegar a costar conectar con los personajes y con ciertas cosas que suceden en la ficción (relacionadas con el final del comic, lo que más varió con referencia a la película de Snyder). Además, el primer episodio puede pecar de una excesiva lentitud que sin duda asustará a aquellos que se limitan a valorar una serie en función de s piloto.
Watchmen, efectivamente, exige un poco de paciencia, pero si uno se arma de ella y continúa hasta el final no quedará decepcionado. Y es que la serie plantea muchas películas a lo largo de su metraje, pero termina por contestarlas todas de forma satisfactoria, con un cierre perfecto y sin intenciones, al menos en palabras del propio Lindelof, de hacer una segunda temporada.
Se está hablando mucho sobre si Watchmen ha sido la mejor serie del pasado 2019. Puede que eso sea un poco extremo, y no llegue a la calidad de obra maestra, pero el resultado, más teniendo en cuenta los temores que suscitaba el proyecto, es realmente impecable. Una gran serie desconcertante pero digna heredera del espíritu Moore, aunque sin duda a él no le habrá gustado (como le sucede con todas sus adaptaciones).

Visto en Netflix: EL FINAL DE TODO

Continúo rebuscando en mi lista infinita de Favoritos y sigo rescatando películas originales de plataformas, Netflix principalmente (que por algo es la que no estrena en cines). En este caso se trata de El final de todo, una película de supervivencia casi apocalíptica bastante simpática que, analizada a fondo, tiene más chicha de lo que puede parecer.
Will Younger está muy enamorado de su novia Kat, con la que espera su primer hijo. Tanto, que atraviesa todo el país para acudir a una cena con los padres de ella y, de paso, pedirles la mano. La cena es un desastre, principalmente por el poco filing que tiene con su futuro suegro, Tom, un estricto ex marine. Pero cuando una serie de catástrofes los dejan incomunicados y con Kat en una situación incierta ambos hombres deciden cruzar en coche todo el país en busca de la embarazada.
Fragmentada en tres bloques muy claros, la situación en Chicago desde la que nos presentan el desolador panorama, la travesía de Chicago hasta Seattle, convirtiéndose en una road movie clásica en la que los peligros servirán también para que Will y Tom aprendan a conocerse y respetarse, y el desenlace final. Así, la película va transformándose y eso permite que, pese a su escasez de recursos, no llegue a resultar monótona.
Es cierto que no arriesga en exceso y que un visionado general la definiría como de normalita, pero cuenta lo la baza de intrigar contantemente acerca de lo que está pasando, algo que nunca se llega a explicar (incluso se plantean teorías que no quedan confirmadas) pero que analizando las pequeñas pistas que nos dan nos puede llegar a dar una explicación más o menos convincente.
Por otro lado, una de las criticas negativas que más se han repetido es acerca de su abrupto final, que a mi personalmente me recordó al de La Niebla (la novela más que la adaptación fílmica) y cuya explicación no es otra que el hecho de que el director David M. Rosenthal está más interesado en las personas que en los hechos, y que lo que nos quiere contar es un relato de supervivencia, el periplo de un joven por reencontrarse con su amada. Lo que el destino les depare después, ya queda a la imaginación del espectador.
En fin, película simple pero que no aburre, efectiva en su planteamiento y con algo de lucimiento visual en su tramo final, en la que se agradece tener como aliciente añadido a dos rostros conocidos como Theo James y Forest Whitaker. No es la panacea, pero se deja ver.

Valoración: Seis sobre diez.

sábado, 18 de abril de 2020

Visto en Netflix: LOCKE & KEY

Visto el gran potencial que tenía el comic de Locke & Key resultaba inevitable que algún gran estudio de Hollywood pusiese su vista en ella para hacer una adaptación. Sin embargo, la gran imaginería de la obra y la mezcla de géneros, posiblemente no demasiado apta para el público más común, la hacían difícil de versionar. Después de varios intentos de convertirla en serie primero, película después, trilogía más adelante y de nuevo serie, ha sido Netflix quien ha dado el visto bueno a la adaptación definitiva que debería haber dirigido Andy Muschietti pero que debido a tanto cambio de agenda ha quedado simplemente como productor.
Puede que los más defensores del comic se sientan decepcionados con esta versión en imagen real de las aventuras de la familia Locke, pero antes de rasgarse las vestiduras deberían entender la dificultad que tiene la obra para convertirse en accesible para una gran mayoría. No es casualidad que los propios autores, Joe Hill y Gabriel Rodríguez, hayan dado el visto bueno a los cambios más llamativos, y sirva como ejemplo diferenciador el hecho de que la población ficticia donde trascurren los acontecimientos se llame Lovecraft en el comic y Matherson en la serie, dos homenajes a autores literarios muy diferentes y cuyo cambio parece ser que fue propuesto por el propio Hill.
Quizá a rebufo de éxitos como Stranger ThingsLocke & Key tiene un tono más adolescente que el comic y aunque no es necesariamente amable (en ella mueren niños de forma gratuita, por ejemplo), sí se ha edulcorado bastante la violencia gráfica que ideara originariamente el hijo de Stephen King, siendo esta una serie más de intriga y aventuras que de terror. Son muchos los cambios argumentales a los que los guionistas se han visto obligados, aunque creo que la esencia original se ha mantenido intacta. Es lógico que se deban incorporar más personajes para ampliar el universo de una historia para la que ya se está trabajando en una segunda temporada (el comic tiene un final claro y contundente) y que inevitablemente estará ya muy desvinculada de su origen en papel.
Con unos efectos especiales de primer nivel, unas buenas interpretaciones y una exquisita ambientación, la serie no alcanza la excelencia que puede que sí tenga el comic, pero mantiene un nivel bastante alto y es uno de los títulos imprescindibles del catálogo de Netflix, otro acierto que reventará las cabezas de los que no conozcan la historia original y que debería, al menos, contentar a los que sí.
Muy buen entretenimiento, intriga adictiva y muchas ganas de una segunda temporada.

Lecturas: LOCKE & KEY

Hace un tiempo, Joe Hill era casi un desconocido, hasta que Alexander Aja se fijó en una de sus novelas para adaptarla en la película Horns. A partir de ahí su nombre empezaría a sonar con más fuerza, aunque al descubrirse que se trataba de uno de los hijos de Stephen King podría eclipsar su propio talento.
Ha sido como guionista de comics como Hill más ha destacado, principalmente con su obra Locke & Key, junto al dibujante chileno Gabriel Rodríguez, con la que ha despuntado realmente, y ahora que Netflix ha conseguido al fin adaptarla en formato serie sin duda su carrera va a ser ya imparable.
Locke & Key es una de esas obras por la que me sentí atraído debido a los elegantes tomos en los que fue recopilada aquí en España. Sin embargo, como me sucede con muchas otras cosas, la falta de tiempo suele devorarme, y tras disfrutar mucho con el primero de los dos tomos recopilatorios (más tarde aparecería un tomo más reducidos con historias adicionales fuera de la saga propiamente dicha), cuando pude hacerme con el segundo este quedó olvidado en la pila de “lecturas pendientes” hasta que el confinamiento (y la motivación adicional de la serie televisiva) me dieron la ocasión perfecta para devorarlo.
Locke & Key cuenta la historia de una familia que, tras la muerte del padre, regresan a un lujoso caserón familiar donde el fallecido pasó su infancia. Allí, los tres hermanos irán encontrando progresivamente una serie de llaves con unas cualidades mágicas que abrirán puertas a mundos desconocidos, cualidades asombrosas o demostraciones inmensas de poder. Pero toda buena historia necesita a un villano, y cuando el eco del más pequeño se encarna en una seductora figura femenina que emerge del pozo que hay en la finca, las cosas se empiezan a poner muy feas.
La obra cuenta con un imaginario asombroso, algo excesivo e algún momento. Es cierto que roza los límites de la verosimilitud en varias ocasiones (pero no importa, esa es la magia del comic) y que la violencia y el sexo (no mostrado, pero sí narrado) la distancian de ser una obra infantil. Hill se escuda en esas llaves mágicas para componer un buen retrato de personajes, profundizando en sus traumas y remordimientos, mientras que Rodríguez elabora un dibujo meticuloso, siendo capaz de impactantes cambios de estilo en episodios concretos en los que se permiten hacer referencias directas u homenajes a otros autores.
La serie, con un final cerrado, consigue ser dinámica y adictiva, saltando del humor más tierno (gracias sobre todo al hermano más pequeño y al vecino retrasado) al horror más cruel y despiadado.
Seis arcos argumentales con treinta y siete episodios en total que Panini ha distribuido en nuestro país en dos gruesos volúmenes con jugosos extras a los que más tarde se añadirían tres pequeñas historias en las que ampliaría la mitología del mundo de los Locke y sus llaves mágicas.
Una lectura, en fin, muy recomendable y a la que conviene regresar de vez en cuando.

jueves, 16 de abril de 2020

Visto en Netflix: EL DECLIVE

En los tiempos en que vivimos parece que lo que mejor nos debería funcionar para llevar mejor eso del confinamiento son propuestas alegres que nos permitan evadirnos de nuestra realidad. Pero mira por donde Netflix se sacó de la manga una nueva película sobre preppers, que es como se conoce a los supuestos paranoicos que se preparan para un inminente apocalipsis mediante equipos de supervivencia, estancias en bosques en situaciones extremas, etc. Y yo caí.
El declive trata sobre un grupo de desconocidos, estos preppers a los que hacía referencia, que coinciden en una estancia de un fin de semana en una cabaña alejada del mundo civilizado, en el corazón de un bosque canadiense, para realizar una especie de seminario de supervivencia en manos de un gurú youtuber de la materia.
Lógicamente, tras un tercio de metraje en el que nos presentan a los personajes y nos permiten intimar un poco (tampoco demasiado) con ellos, las cosas se torcerán y sobrevivir supondrá una especie de cacería humana entre ellos mismos.
No quiero hablar mucho del argumento porno revelar nada, pero lo cierto es que apenas sucede nada. Estamos ante una película de plantilla donde un hecho revierte la situación y los protagonistas actúan según un patrón hasta llegar al esperado final. No hay ni siquiera un giro argumental que agite un poco las cosas.
Una de las cualidades de El declive es que su duración no alcanza la hora y media, con lo cual apenas tenemos tiempo de encariñarnos con los personajes, pero nos ahorramos subtramas de relleno que nos puedan llegar a aburrir. La otra cualidad es la intención del director, Patrice Laliberté, por presentar una película carente de artificios, de manera que las escenas de acción, si bien carecen de una gran espectacularidad, al menos son lo suficientemente realistas como para transmitir el dolor de sus protagonistas. Son duras, crudas y distantes.
Por lo demás, se trata de una película pequeña, sin mucho que ofrecer más alá de unos paisajes muy bien aprovechados y una trama simple y superficial que no logra aportar nada más que el leve entretenimiento que uno espera conseguir con semejante film. Poca cosa, pero es que tal y como está todo ahí fuera, ya nos conformamos con poquito, ¿no?

Valoración: Cinco sobre diez.

Visto en HBO: THE YOUNG POPE / THE NEW POPE

Toca hablar ahora de una serie doble, dos series que en realidad deberían ser dos temporadas de una misma si no fuera por la intención de jugar con el título. Se trata de The Young Pope y The New Pope (El joven Papa y El nuevo Papa), creadas y dirigidas por Paolo Sorrentino. Y ya os anticipo que mi opinión puede traer polémica.

Había escuchado críticas muy dispares sobre la serie y gente de confianza me había hablado muy bien de ella, así que lo cierto es que le tenía ganas. Sorrentino es un gran director y sus trabajos tienen una fuerza visual muy poderosa, y lo mejor que se puede decir de la serie de HBO es que esa visión no se ha perdido en su salto a la pequeña pantalla.
Sin embargo, como suele suceder con la mayoría de los grandes creadores, Sorrentino termina siendo lo mejor y lo peor de la serie, ya que ese deseo constante de plasmar imágenes impactantes y hermosas en ocasiones se traducen en dejar de lado el lenguaje narrativo, y si bien hay algunos momentos de diálogos muy inspirados hay otros en que las tramas se olvidan o se avanza a saltos en la historia. Da la sensación de que Sorrentino está tan pagado de sí mismo que se centra más en su lucimiento propio que en conseguir una obra coherente y bien construida.
Tema aparte es el argumento. Es evidente que Sorrentino pretende hacer un análisis de la Iglesia Católica desde dentro, y no era difícil adivinar que ello comportaría una crítica feroz y puede que desproporcionada. Es importante por ello, si queremos hablar de las cualidades artísticas de la serie, dejar los temas de Fe apartados, ya que desde el principio aviso que no será una serie apta para católicos practicantes. El problema está en que la primera temporada arranca francamente bien, con la presentación de un Papa muy joven (hablamos de cincuenta años, que nadie piense tampoco ninguna locura) brillantemente interpretado por Jude Law, que trata de revolucionar la Iglesia durante su papado con ideas curiosamente ultra conservadoras, tratando de regresar a los tiempos de oscuridad en los que la iglesia era respetada precisamente por el hecho de ser temida. Desconcierta no saber nunca el camino exacto que pretende tomar el papa Pio XIII y sus disputas con su secretario de estado, el cardenal Voiello, y esa extraña mezcla entre la iglesia más conservadora y la música electrónica, las luces de neón y la representación del Papa como un sex simbol, junto a la lujosa recreación de escenarios, consigue atrapar al espectador. Al menos durante los seis o siete primeros episodios de la primera temporada. A medida que se va acercando al final, la trama se va desinflando, el camino del Papa va por otros derroteros y Voiello, verdadero protagonista en las sombras, va perdiendo relevancia. Y la serie empieza a hacer aguas y a aburrir, culminando en un final abierto que hace pensar que el rótulo de THE END con que se despide la serie es una tomadura más del Sorrentino este, que en el fondo debe ser un cachondo.
Pero una de las observaciones que más se hicieron de la serie es que pese al aura de irreverencia que pretende otorgar a la temporada, lo cierto es que lo hace a medias tintas, demostrando a la vez una reverencia posiblemente involuntaria hacia esa misma iglesia que pretende parodiar. Quizá molesto por esas conclusiones, Sorrentino empieza fuerte en la segunda temporada, en la que el protagonismo cae en las manos de un nuevo Papa, esta vez con el rostro de John Malkovich, demostrando que quiere dejar claras sus intenciones: crear polémica. Es por eso que, más allá de mis creencias personales, encuentro esta segunda temporada retorcida en un intento de incomodar y provocar que me recordó a los peores momentos de Juego de Tronos. En un intento erróneo de evitar cometer las mismas equivocaciones, Voiello no solo recupera su protagonismo, sino que se ve duplicado en una doble interpretación de Silvio Orlando. El humor y el sexo está mucho más acentuado, hasta el punto de rozar el ridículo y Malkovich, pese a lo gran actor que es, poco puede hacer para insuflar vida a un personaje anodino que contagia con sus dudas y temores a toda la serie. Todo son errores y pasos atrás en esta segunda temporada (el caso del cardenal encarnado por Javier Cámara es un claro ejemplo), no se llevan bien algunas ausencias (Diane Keaton, sin ir más lejos) y el retorno de personajes carismáticos está muy mal llevado. Sofia Dubois, a quien da vida Cécile de France, era la directora de imagen del Papa y su presencia se hacía demasiado breve en la primera temporada; en esta segunda es casi omnipresente, pero está tan desdibujada que no hay por donde agarrarla. Algo similar ocurre con Esther, la chica que vive en sus propias carnes un milagro de la mano del Papa Pio XIII y que bajo el mandato de Juan Pablo III pretende hacer un descenso a los infiernos grotesco y, de nuevo, mal explicado.
Muchas meta referencias, mucha caricatura y muy poco respeto, no ya a la Iglesia sino a la imagen que se da de la misma en la primera temporada que, para colmo, propicia una trama aburrida, carente de interés, que solo remonta (qué casualidad) con el retorno a  la primera plana de Pio XIII (o Lenny Belardo, que es su verdadero nombre), que hasta ahora había protagonizado una trama digna de un culebrón barato. Ahí, a falta de tres episodios para concluir la serie (de manera algo aleatoria y artificial, todo sea dicho), la cosa empieza a remontar, pero ya es tarde y el daño está hecho.
Sorrentino en estado puro, para bien o para mal. Y el resultado final, para mí, ha sido para mal. La fotografía nunca puede ser más importante que la narrativa, porque si no nos encontramos con los mismos defectos que esas superproducciones en las que los efectos especiales fulminan la historia. Sí, es más bonito ver los delirios coloristas y oníricos de Sorrentino que las destrucciones masivas de los Transformers de Michael Bay, pero al final todo se reduce a lo mismo. O quizá no, porque dentro de su vacío espiritual, al menos Michael Bay da lo que promete. The New Pope, no.
Y ahora, ya pueden empezar a lloverme los palos. Podré aguantarlos. Quizá en la tercera temporada pueda hacer el papel de mártir. Siempre y cuando me dejen romper la cuarta pared y mirar a cámara como si fuese un invento del propio Sorrentino, claro está.

Visto en Netflix: INCREÍBLE PERO FALSO

Hoy os traigo una película de hace ya unos años, pero que he descubierto a través del catálogo de Netflix y tengo la sensación de que puede ser desconocida para muchos.
Se trata de Increíble pero falso, film escrito y dirigido por Ricky Gervais (que también la protagoniza) y Matthew Robinson y de la que no tenía ninguna referencia. De hecho, estaba convencido de que era una producción llegada directamente a Netflix, pero la aparición de Philip Seymour Hoffman me ha indicado su antigüedad y, tras buscar un poco, he comprobado que se estrenó en España en abril de 2010 (¡anda que no ha llovido desde entonces!).
El argumento recuerda un poco a una de las películas más divertidas de Jim Carrie, Mentiroso compulsivo, pero puesta del revés. Si en aquella, el protagonista se veía obligado a decir siempre la verdad, en Increíble pero falso nos encontramos con un mundo utópico donde la humanidad entera habla siempre con verdades, careciendo de cualquier tipo de filtro, hasta que un guionista en horas bajas descubre el poder de la mentira y pasa de ser un fracasado insignificante y anónimo a una estrella mediática.
La carrera de Ricky Gervais me recuerda un poco a la de Seth MacFarlane, cada uno a un lado del charco. Ambos empezaron empleando un humor corrosivo y gamberro, pero parece que, a medida que han disfrutado de las mieles de Hollywood se han ido amansando. Así, Increíble pero falso es una comedia divertida con algún momento más o menos hiriente (la conversión del protagonista en un falso profeta), sacando punta a ciertas reflexiones sobre el mundo audiovisual, a la iglesia o a la sociedad del bienestar, pero al final todo se reduce en una comedia romántica bastante blanca que funciona bien pero a la que no hay que exigirle demasiado.
Tiene gracia, por eso, descubrir la gran cantidad de actores reconocibles que pasan por ahí, más allá del protagonismo de Jennifer Garner y Rod Lowe. Junto al ahora maldito Louis C.K. y a Jonah Hill podemos jugar a descubrir los cameos (fugaces algunos) de gente como Tina Fey, Edward Norton, Jason Bateman o el mencionado Philip Seymour Hoffman.
En resumen, comedia simpática que funciona como tal pero que no ahonda lo suficiente en la sátira social que podría haber llegado a ser. Correcta como entretenimiento y muy adecuada para sacar una sonrisa en estos días tediosos en los que quizá no busquemos mucho más.


Valoración: Seis sobre diez.

Visto en Netflix: ESTA MIERDA ME SUPERA

Seguimos viendo los años ochenta con una nostalgia que ya empieza a ser enfermiza, prueba de lo olvidables que fueron las décadas posteriores y de la desidia que sentimos ante nuestra sociedad actual. Series como Stranger Things (de los mismos productores que esta de la que toca hablar hoy) o el díptico de películas de It son buena prueba de ello.
Esta mierda me supera sigue la línea de aquellas, compartiendo también muchos paralelismos con otra serie de Netflix del año pasado, The End of the F***ing World, con quien comparte director y autor del comic en que ambas se basaban. Sin embargo, la diferencia entre ambas está en la labor de sus guionistas, que saben la historia que nos quieren contar, pero no atinan en el camino a seguir.
Esta mierda me supera nos presenta a Syd, la clásica adolescente que se siente atrapada en un pueblo pequeño donde apenas puede haber aspiraciones y con el trauma de haber presenciado el suicidio de su padre. Todo parece el clásico relato sobre la pubertad, con sus amoríos, sus cambios hormonales, sus conflictos familiares y su baile de fin de curso cuando Syd empieza a manifestar una serie de poderes que irá descubriendo al mismo ritmo que el espectador, lo cual apoya el cariño y desconcierto que se siente hacia ella.
Además, el personaje principal está interpretado por Sophie Lillis, que ya era de lejos lo mejor de las películas de It y que aquí, en un papel relativamente paralelo, nos vuelve a enamorar a todos. Ella es, una vez más, la gran baza de la serie, sin desmerecer al resto del reparto que también brilla en el breve espacio del que dispone, pero no es suficiente como para que la serie pueda ser todo lo apasionante que debería.
El camino por lugares demasiado comunes (hay muchas referencias a Carrie, pero también nos recuerda a clásicos como El club de los cinco o a historias mucho más actuales como Por trece razones) y un desarrollo demasiado lento de la trama puede lastrar algo el resultado final que, sin embargo, se dispara en la impactante resolución del último capítulo y deja las puertas para una segunda temporada (ya confirmada) que obligatoriamente debería ser bastante diferente.
Al final, el hecho de que se vea en un suspiro (son siete episodios de apenas veinticinco minutos cada uno), su toque nostálgico y lo entrañable que resulta tanto Syd como su entorno, la hacen una serie bastante recomendable, siempre que aceptemos pagar el peaje de regresar a terreno (demasiado) conocido.

lunes, 13 de abril de 2020

Visto en Netflix: RESCATE EN EL MAR ROJO

Otra película de esas que tenía pendientes en el cajón es Rescate en el mar Rojo, propuesta con tintes bélicos a mayor gloria de Chris Evans en la que, por una vez, los héroes no son los americanos (que también) sino los israelíes, quizá debido a que tras el film está el director nacido en Jerusalén Gideon Raff, responsable de la serie original que dio pie a Homeland.
Con todo, la película está inspirada en hechos reales (ya sabemos todos lo que significa eso) y cuenta la historia de un grupo de agentes del mossad capaces de todo, incluso desoyendo sus propias órdenes, para poner a salvo a un grupo de refugiados etíopes.
Atrapados por señores de la guerra en Sudán, el plan para lograr sacarlos de allí y llevarlos sanos y salvos a Israel es tan absurdo e insólito que recuerda por momentos al argumento de la película, también basada en hechos históricos, Argo. Si en el film de Ben Affleck los rescatadores se hacían pasar por un equipo de producción de Hollywood, en esta ocasión el plan consiste en alquilar un hotel para turistas a orillas del mar Rojo y usarlo como tapadera para despistar a los militares sudaneses.
A priori, la película lo tiene todo para triunfar: un argumento interesante, una dirección experimentada, interesantes localizaciones y un buen reparto en el que se encuentran Michael Kenneth Williams, Greg Kinnear, Ben Kingsley, Haley Bennett o Michiel Huisman entre otras caras conocidas.
Sin embargo, y sin que se pueda argumentar demasiado como para clasificarla como una mala película, algo no termina de funcionar en ella. Quizá es que Raff, demasiado acostumbrado al lenguaje televisivo, plantea esta película casi como si se tratase del piloto de una serie y, pese a tener un arranque francamente interesante y una muy correcta presentación de personajes (clásica secuencia del protagonista formando un equipo), al final le falta tiempo para poderlos desarrollar mejor, haciendo que Evans termine resultando una versión sin poderes de su Capitán América (un alma pura, sin claroscuros, que incluso se trae aquí alguna frase propia de su alter ego en Marvel) y sin que el resto del equipo tenga tiempo de lucir demasiado. Y, buscando un poco por Internet sobre la historia real del resort conocido como Arous, la cosa habría dado para unos cuantos capítulos. Quizá, visto el enfoque dado por Raff, la opción más acertada habría sido una mini serie al estilo de la BBC.
No obstante, la película no aburre en ningún momento, resultando emocionante y emotiva y siendo un entretenimiento bastante aceptable. Es solo que quizá se podría haber hecho mucho más con la historia y los actores…

Valoración: Seis sobre diez.

Visto en Netflix: KINGDOM

Decía yo hace unos meses, durante la presentación de la nueva edición de Mundo Muerto, que el temor a una plaga vírica era muy real, y como ejemplo estaba los primeros estertores, en China, del Covid-19. Un par de meses después, el Coronavirus forma ya parte de nuestras vidas y se ha convertido en un azote mucho mayor de lo que los más pesimistas pudiesen imaginar. Y aunque la cosa no es exactamente igual a una epidemia zombie, bastantes parecidos razonables se pueden encontrar.
Dentro del género zombi, George Romero es siempre el referente principal, o solo por el buen uso del terror asociado a la casquería sino por su nada sutil metáfora social, demostrando que incluso en el fin del mundo las clases sociales siguen existiendo. Ese podría ser, en cierto sentido, el espejo en que se mira Kingdom, una brillante serie de zombis de la que, en pleno confinamiento por el Coronavirus, Netflix ha estrenado su segunda temporada.
Para los insensatos que se perdieran la primera tanda de episodios, y evitando cualquier atisbo de spoiler, solo diré que estamos ante una magnífica mezcla entre el terror provocado por los muertos vivientes y las intrigas palaciegas por suceder al moribundo emperador de la Dinastía Joseón. Porque sí, estamos ante una serie de zombis, pero ambientada (con exquisito detalle) en la Corea feudal, consiguiendo ser también un retrato histórico, así como mostrar un paisaje impecable sobre la cultura de la época y recreando con brillantes los templos y palacios, las aldeas y las vestimentas. Todo suma para ampliar el disfrute del espectador.
Así, mientras la muerte acecha, sobre todo a las aldeas de más baja clase social, en palacio hay intrigas y conspiraciones en una enfermiza lucha de poder que hace que la serie, al final, tenga más parecido a Juego de Tronos que a The Walking Dead, para poner dos ejemplos que vienen fácilmente a la mente. Por eso, la serie está plagada de muy buenos personajes con los que resulta sumamente fácil encariñarse y que la hacen apta para todo tipo de público, lo cual no quita para que se recreen todo lo necesario en escenas de cruda violencia y mucha sangre.
Kingdom, cuya segunda temporada es una muy buena ampliación de la primera, sabe ajustar sus tiempos para que ninguno de sus argumentos pese más que otro, pudiendo disfrutarse del tono más “culebronesco” sin olvidar nunca la amenaza de los muertos vivientes. Además, siendo temporadas de solo seis episodios, no hay tiempo para meter paja en forma de tramas de relleno que alarguen la serie más e lo necesario.
Finalmente, otro punto a favor es su final que, si bien deja las puertas abiertas para una tercera temporada, cierra las cosas de manera que nos aseguremos que lo que nos espera no sea una simple repetición de esquemas.
Así que sí, todo son aciertos en una serie brillante y de un poderío visual impecable.

Visto en Netflix: ¿A QUIÉN TE LLEVARÍAS A UNA ISLA DESIERTA?

Aunque tiene ya algún tiempo (de hecho, es la tercera película española de Netflix tras 7 años Fe de Etarras), ¿A quién te llevarías a una isla desierta? es de esas propuestas que uno añade a su lista de favoritos cuando se estrena y luego va quedando en el olvido, sepultada entre otros estrenos igualmente interesantes en el inmenso fondo de armario de la plataforma, aunque esta es una buena ocasión para recuperarla.
Basada en una obra de teatro homónima, la película cuenta la historia de cuatro amigos que, tras ocho años compartiendo un piso, se preparan para la despedida. Cada uno debe iniciar nuevos caminos y esa última noche es la adecuada para sacar a relucir todos los sentimientos reprimidos, los rencores y los trapos sucios que convierten en la que tendría que ser una velada digna de recordar en un desastre.
Hay algo de Los amigos de Peter en el ambiente, por lo que no pude evitar pensar en muchos momentos en la superior Litus, de Dani de la Orden. El director, Jota Linares, logra rehuir del formato encorsetado de la clásica adaptación teatral, pero tampoco consigue darle el empaque cinematográfico suficiente para que la película tenga una identidad propia, llegando a amenazar con aburrir en algún momento.
Quizá mi problema es no llegar a empatizar con los personajes, no habiendo ninguno de ellos que me caiga especialmente bien, por más que el relato generacional que pretende reflejar Limares sea bastante acertado. Tampoco comulgo demasiado con el alargado epílogo que da un salto en el tiempo para presentarnos el destino de los protagonistas, aunque esto es una elección narrativa que debo respetar.
En fin, que sin ser una mala película no logró seducirme lo suficiente, ni siquiera con la presencia de caras conocidas como Jaime Lorente, tan de moda gracias a La casa de papel.

Valoración: Cinco sobre diez.

Visto en Amazon: MODERN LOVE

Hoy os quiero hablar de una de esas series que se ven en un suspiro y que son muy apropiadas para estos días de confinamiento y, posiblemente, desánimo general.
Se trata de Modern Love, de la plataforma de Amazon Prime Video, una serie del tipo de antología con ocho episodios de unos veinticinco minutos aproximadamente basada en una serie de artículos que publicó con ese mismo nombre el New York Times a partir de cartas enviadas por los lectores sobre sus propias experiencias. Es decir, que hasta cierto punto podríamos decir que estamos ante una serie “basada en hechos reales”.
La premisa de Modern Love es la de contar diversas historias de amor saltándose los convencionalismos propios del género. Hay muchos tipos de amor, y así lo refleja la serie: amor paternal, amor homosexual, amor en la tercera edad, amor platónico… Historias reales como la vida misma que van mucho más allá del chico conoce chica.
No esperéis tampoco nada revolucionario. Esto no aspira en convertirse en un altavoz de minorías ni quiere levantar ampollas de ningún tipo. Son, en su mayoría, historias simpáticas, bienintencionadas, algunas más locas que otras, algunas tristes y otras encantadoras. Un conjunto de relatos que, además, pueden verse en cualquier orden a excepción del último, el octavo, que tras su historia principal intenta unificar todos los episodios anteriores en una especie de epílogo que consigue emocionar al ayudar a recordar los sentimientos vividos a lo largo de la serie (sobre todo si se esparcían los visionados en lugar de hacer una maratón intensa de cuatro horas).
Cuenta, además, con un reparto de lujo lleno de caras conocidas, como Anne Hathaway, Dev Patel, Sofia Boutella, Tina Fey, etc.
Tiene, además, un aroma que me recuerda a la calidez de las comedias de Woody Allen, no sé si por estar ambientadas en Nueva York o porque los diálogos y la magia del amor están especialmente cuidados. El caso es que el resultado final, pese a las inevitables irregularidades que puede notarse al valorar los episodios en su totalidad (en todo producto de antología hay historias mejores y peores, y quizá cada espectador tenga sus propias preferencias) es muy agradable de ver y, aun con un tono en ocasiones demasiado empalagoso, es inevitable que despierte ternura y más de una sonrisa.
Todo un descubrimiento que merece una oportunidad y de la que, por cierto, ya se ha anunciado su segunda temporada.

domingo, 12 de abril de 2020

Visto en Netflix: SU ÚLTIMO DESEO

Después de presentarse en el festival de Sundance, Netflix se quedó con los derechos de distribución de está película pensando quizá en lo bien que les fue con la anterior obra de la directora Dee Rees, pues Mudbound fue un gran éxito de crítica y reportó las cuatro primeras nominaciones a los Oscar de la plataforma.
A priori, viendo el tráiler y el interesante reparto (Anne Hathaway, Ben Affleck, Rosie Perez, Willem Dafoe, Toby Jones…), la cosa apuntaba bien. Después de que films como Spotlight Los archivos del Pentágono nos recordara la época en que el oficio del periodismo era digno y comprometido con la causa, Su último deseo parecía seguir esa senda, pero apostando más por la intriga y la acción. Algo así se podía encontrar en la novela de Joan Didion que adapta. Sin embargo, algo falla estrepitosamente. Quizá sea culpa del guion, que titubea demasiado y no sabe reconducir la trama cada vez que esta se desvía del sendero. Quizá sea culpa de la dirección de actores, que hace que estén perdidos en pantalla y poco creíbles. O quizá la historia, cinematográficamente hablando (no he leído la novela, así que no la voy a acusar a ella), simplemente no funcione.
El caso es que pese a un comienzo algo interesante, con la periodista a la que da vida la Hathaway investigando en Centroamérica para ser relegada a seguir de cerca la posible reelección de Reagan. Fustrada, la chica se reencuentra con su padre viéndose ayudada a colaborar en un caso de tráfico de armas que la llevará de nuevo al centro del nuevo continente. Algo rocambolesco y que, en pantalla, resulta tan poco creíble como irrisorio y donde Anne Hathaway no logra dar la talla. O más bien no logran sacarla el valor que sabemos de sobra que tiene, pues ni resulta creíble como periodista de acción ni como damisela en apuros. Y desde luego, la combinación de ambos roles resulta totalmente artificial.
No voy a hacer hincapié en los recovecos del guion para evitar los spoilers, tan solo diré que a medida que el metraje avanzaba la historia me parecía cada vez más aburrida hasta lograr terminarla más por pura inercia que otra cosa. Ni siguiera el supuestamente sorprendente giro final me logró inspirar lo más mínimo.
En fin, una decepción. No es que esperara gran cosa del film, pero sí algo de entretenimiento ligero. Pero no llega ni siquiera a eso.

Valoración: Cuatro sobre diez.

Visto en HBO: YEARS & YEARS

No es ninguna noticia que me gusta el género del terror. Me encanta. Pero, generalmente, más en la literatura que en el cine o la televisión, porque una cosa es jugar con la propia imaginación y otra muy diferente asustarse por lo que imaginan otros.
Por eso, mi gran problema con la ficción audiovisual de terror es que, por lo general, no me asusta. Me sobresalta esporádicamente, sí, pero poco más.
Sin embargo, hoy quiero hablaros de una serie que apareció en HBO en la primera mitad del 2019 y que no había tenido tiempo de ponerme a fondo con ella hasta la llegada del dichoso confinamiento: Years & Years, una serie a medio camino entre la ficción costumbrista y la distopía que, siendo lo más alejado posible a una producción de terror, me ha dado un miedo increíble.
Y es que la serie nos presenta a una familia convencional de clase media de Manchester, los Lyon, y nos va a llevar de su mano a conocer los próximos quince años de aquí en adelante. Así, mientras disfrutamos de los conflictos internos de cuatro hermanos y sus ramificaciones familiares, vemos como en una sociedad terriblemente real y reconocible se van produciendo una serie de cambios que, si bien tomados a la ligera pueden parecer algo tramposos, resultan completamente verosímiles.
Las nuevas tecnologías, crisis bancarías, virus sanitarios, revoluciones, conflictos políticos con lanzamiento de misiles incluidos… Todo visto desde la distancia, en formato de noticias en un informativo televisivo cualquiera, tal y como apreciamos el día a día desde la seguridad de nuestras propias casas, hasta que esa distancia se rompe y pasamos a formar parte de la noticia.
Con una Emma Thompson magnífica en el papel de una líder política extremista que gracias a su manejo de los medios pasa de ser una simple desconocida a aspirar a presidir el gobierno, toda la serie sabe tocar la fibra de los miedos a los que nos enfrentaremos en un futuro que no se presentará en los próximos años, como en muchas distopías futuristas del montón, sino que va a dar comienzo apenas en cinco minutos, quizá justo cuando vosotros terminéis de leeros esto. Y puede que ni nos demos cuenta hasta que sea demasiado tarde. O que sí nos demos cuenta y no hagamos nada por evitarlo. Por eso me ha dado tanto miedo.
Debo decir, en honor a la verdad, que el último tercio del capítulo final me dejó algo desinflado, tomando un camino peligroso por sus dosis futuristas con el que ya no conecté tanto (por eso quizá la idea de una segunda temporada no me seduzca demasiado), quizá deseando hermanarse en exceso a series como Black Mirror, pero dejando de lado ese pequeño detalle, la nueva apuesta de Russell T. Davies, responsable de la “resurrección” de Doctor Who, es una joya de la televisión actual, a todas luces imprescindible.
No se trata de una serie sobre el fin de la humanidad, pero, muy probablemente, sí nos avise de como empezó todo para llegar al fin de la humanidad. Fantástica, ciberpunk, distante, y a la vez totalmente intimista y cotidiana. Una serie de contradicciones que no pueden más que disfrutarse.
Y asustarse con ellas, insisto.

miércoles, 8 de abril de 2020

Relato: CONFINAMIENTO

El foco de la infección estaba situado cerca de Barcelona, pero las vías de comunicación provocaron que se propagara de manera casi inmediata a Madrid y otras capitales importantes. En menos de veinticuatro horas, Londres y París rozaban el caos y apenas un día más tarde el impacto alcanzó al otro lado del charco.
De todo esto se enteró Andrés Mercader a través de los medios de comunicación. En las primeras horas de la epidemia la información era confusa y contradictoria, y había que estudiar diversos canales para contrastar las noticias y saber diferenciar la verdad y la mentira. Como siempre, los ataques al gobierno por parte de la oposición llegaban más rápido que las soluciones y el país entero se vio sumido en un caos informativo del que parecía imposible salir.
Andrés tenía buenos amigos tanto en Cataluña como en Madrid, y pese a que las líneas telefónicas parecían seguir funcionales, los problemas de cobertura dificultaban poder saber de ellos. La maldición de vivir en el fin del mundo, se había quejado en ciertas ocasiones, no sin cierto deje de amargura. No es como si viviese en Finisterre, por supuesto, pero A Coruña estaba suficientemente aislada de todo como para sentirse un extranjero en su propio país. Sin embargo, en ese maldito caso en concreto, la distancia parecía una bendición. Las quejas habituales por los pocos servicios de AVE o la falta de mejoras en el aeropuerto de A Coruña se habían transformado ahora en un escudo para ralentizar la llegada de esa extraña epidemia que amenazaba con devorar todo el país y de la que nadie parecía saber nada a ciencia cierta. Ello provocó que, por una vez, las autoridades se mostrasen más raudas de lo habitual, y ante la falta de unas medidas de prevención más efectivas se había decretado el estado de alarma, lo que implicaba un confinamiento casi total en toda la comunidad autónoma. Las primeras directrices hablaban de salir a la calle tan solo para comprar alimentos y artículos de primera necesidad y la mayoría de gallegos habían recibido notificaciones informando de que no debían presentarse a su puesto de trabajo hasta nuevo aviso.
Andrés era un hombre de calle, de matar las horas del domingo en bares con aroma a cerveza y pasear frente al mar, marisco en mano, pero también tenía una cierta propensión a la paranoia, y apenas escuchar los primeros rumores sobre el virus había tomado la decisión de encerrarse en su casa y no tener contacto con el mundo exterior más que por el escueto balcón que daba a la calle Nicaragua.
Con la televisión permanentemente encendida y pendiente de su teléfono móvil, donde de vez en cuando le llegaban noticias familiares, perdidas entre la avalancha de chistes y vídeos musicales que él tanto odiaba, Andrés realizó un plan mental en previsión de que, como todo parecía indicar, la cosa fuera para largo. Lo primero era asegurarse estar bien abastecido, y mientras la gente se dejaba llevar por el pánico y acudía en masa a los supermercados él apostó por la seguridad y realizó un pedido por Internet mucho más generoso de lo que solía ser habitual en él. Se aseguró de cargar la despensa de perecederos, hizo un cálculo de cómo podía reubicar los productos en el congelador para conseguir la máxima capacidad y destinó uno de los armarios donde solía amontonar piezas de batería de cocina que nunca utilizaba como alacena improvisada. También hizo acopio de agua embotellada, pese a que la del grifo tenía buen sabor, no sea que en algún momento se les ocurriese cortar el suministro, pero de lo que sí se aseguró era de no hacer corto con las cervezas y otras bebidas alcohólicas. Con esa compra calculó que podía pasar varias semanas sin salir de casa, a no ser que se decidiera a arriesgarse en busca de algún capricho ocasional. Dado que vivía solo no sentía ninguna necesidad especial, pero quizá influenciado por esa tendencia general que rozaba el ridículo, compró también papel higiénico suficiente como para asegurarse un culo limpio para lo que quedaba de año.
Una vez hecha la compra, mientras esperaba a que llegara el reparto, echó un vistazo para comprobar que el comercio por Internet seguía funcionando. Entró en la Web de Amazon y dudó sobre si dejarse llevar por el pánico que empezaba a extenderse por las calles o actuar con cautela. Por ahora no había incidencias en los repartos, pero no sabía hasta cuando duraría la tranquilidad, pero tampoco deseaba tener un gasto descomunal con objetos inútiles que no querría para nada si luego la cosa resultaba no ser para tanto. Terminó por decidirse por comprar un hornillo eléctrico por si había problemas con el gas, unas baterías para el móvil y el portátil por si fallaba la luz y un par de libros a los que había echado el ojo tiempo atrás y cuya compra llevaba demasiado tiempo postergando.
Le quedaba el tema del tabaco, pero un primo suyo iba muy a menudo a Andorra por temas de trabajo y siempre le traía un par o tres de cartones, por lo que de momento tenía reservas suficientes.
Complacido por su buena previsión, salió a la diminuta terraza roja que asomaba de un edificio feo y envejecido, y se encendió un pitillo al fresco de la mañana mientas contemplaba las bandadas de vecinos que corrían arriba y abajo como hormigas desorientadas en un día de lluvia.
La jornada terminó con la despensa llena y relativa tranquilidad en las calles, aunque al día siguiente se despertó algo inquieto por el sonido de las sirenas que resonaban en la distancia. Protegido por una bata bastante gruesa se armó de un café bien cargado y su paquete de tabaco y regresó al balcón a contemplar el panorama mientras esperaba que el televisor ofreciera las primeras noticias del día.
Cuando comprobó que una de esas noticias versaba sobre el debate acerca de si convenía suspender la liga de fútbol o no, se sintió algo ridículo. Quizá se había dejado llevar por la paranoia y había exagerado en sus medidas de previsión, pero no había vivido nunca una situación de confinamiento y el simple hecho de levantarse un lunes por la mañana y no tener que ir a trabajar ya le parecía una anomalía importante. Al principio, no notó una diferencia abismal con otro lunes cualquiera, quizá algo menos de tráfico, pero las calles estaban más o menos igual de pobladas que cualquier otro laborable. Ancianos paseando tranquilamente, chavales que aprovechaban la cancelación de las clases para dar un garbeo por el barrio, vecinos paseando a sus perros… Sin embargo, a eso de las doce del mediodía, varios coches patrulla de la policía empezaron a recorrer toda la zona, haciendo sonar sus sirenas y forzando a la gente a regresar a sus hogares. Incluso empezó a recibir algún que otro video por wasap con alguna detención por desafiar a la autoridad. Siguió pensando que podía haber hecho un poco el ridículo, pero si las autoridades habían decretado el confinamiento, tampoco era como para tomárselo a la ligera, ¿no?
Por la tarde, los noticieros ya presentaban un estado de alarma más preocupante. Llegaban noticias de que Cataluña y Madrid habían sido aisladas del resto del país y todas las vías de comunicación estaban cortadas. Y poco antes de caer la noche hubo algún canal que, directamente, dejó de retransmitir.
A la hora en que llegó el repartidor de Amazon las calles ya estaban prácticamente desiertas. Un joven de origen africano dejó las cajas en su rellano con cierto aire de nerviosismo y se marchó a toda prisa, olvidando pedirle algún tipo de identificación. Apenas hubo cerrado la puerta, Andrés regresó a su puesto de vigilancia en el balcón a tiempo para ver al joven regresar a su furgoneta y ponerse en marcha dirección al parque de Santa Margarita, pero antes de abandonar la calle Nicaragua se estampó contra un turismo que venía en dirección contraria y ambos vehículos quedaron bloqueando la vía. El africano bajó de la furgoneta con aspecto indignado, pero el conductor del turismo lo ignoró, echando a correr como alma que lleva el diablo. El repartidor se quedó mirándolo desde mitad de la calzada, con los brazos en jarras, indignado, y cuando aparecieron dos tipos por detrás del vehículo siniestrado el moro se les acercó, posiblemente para pedir su colaboración como testigos del accidente. Desde su posición, Andrés tuvo una perspectiva perfecta del salvaje ataque de los dos desconocidos, que se lanzaron sobre el repartidor como si fuese su peor enemigo y lo agredieron salvajemente a base de mordiscos y manotazos. Andrés pudo oír desde allí los gritos de dolor del pobre desdichado, pero estos apenas duraron unos segundos. Tras ese momento de terror, el atacado se puso en pie con sorprendente calma y, empapadas las ropas de su propia sangre, comenzó a deambular por la calle junto a los dos agresores, con un paso lento y cansino y la mirada perdida.
Los canales de televisión que seguían retransmitiendo continuaban hablando, simplemente, de un virus, pero parecía claro que se estaban callando algo mucho más gordo. Fue Internet quien corrió el rumor de una epidemia zombi, y aunque a Andrés, que ni siquiera le gustaban las películas de terror, la idea le parecía bastante estúpida, cuando uno de sus contactos le hizo llegar la dirección de un blog en el que un tipo aseguraba haber vivido en primera persona el comienzo de la epidemia y trataba de dar algunos consejos para enfrentarse a la pesadilla no pudo dejar de leerlo. Algo tenia de hipnótico el relato, que no iba firmado, que mantuvo a Andrés despierto varias horas, repasándolo una y otra vez.
La siguiente mañana amaneció ya con la oficialidad de que estaban ante una epidemia de muertos vivientes. El blog se había vuelto viral (el Profeta, llamaban a su autor) y el wasap estaba inundado de videos de supuestos zombis al que habían añadido como fondo la música de Thriller para crear más ambiente. Había también muchos que mostraban a muertos ensangrentados caminando torpemente por calles desoladas con música de bachata o reguetón y una burda edición simulaba que el resucitado bailara al ritmo de la música al caminar. Hasta se llegó poner de moda en Instagram en las escasas horas hasta que la situación se fue completamente de madre, hacerse un selfi con uno de esos monstruos detrás.
Andrés no había decidido todavía si creer en el concepto del muerto viviente o no, por más que había visto varios ataques ya desde su propio balcón. Decidió, por el momento, concentrarse en sobrellevar lo mejor posible el confinamiento. Aunque llevaba años viviendo solo, era una persona especialmente social, y la idea de pasar varios días (semanas, decían las últimas informaciones) encerrado no le hacía demasiada gracia. Sin embargo, parecía evidente que las cosas fuera estaban muy jodidas, así que tendría que hacer de tripas corazón y olvidarse de sus paseos dominicales, sus quedadas con los colegas del dominó y su compra diaria del Marca. Al fin de cuentas, ya habían confirmado que se suspendía la liga, así que tampoco es que hubiese demasiadas noticias.
Y entonces fue cuando un nuevo golpe de realidad lo sacudió. En estos casos, el golpe de realidad suele venir acompañado de víctimas mortales, y si son víctimas mortales a las que poner cara y nombre, mucho mejor. Si la noticia con la que se hubiese abierto el informativo especial que TVE ofrecía a media tarde hubiese sido que la cifra de muertos por el virus en algún recóndito país en medio de África ascendía a dos millones de negritos no hubiese impactado demasiado. Pero ver una imagen fija de Cristiano Ronaldo con un lazo negro en la esquina superior derecha de la pantalla ya era otra cosa. Al parecer, la epidemia había llegado ya hasta Italia y le había sorprendido en la costa Amalfitana, recién llegado en su yate privado. Pronto a Andrés empezaron a saltarle alarmas en el móvil con videos retuiteados por la gente en la que aparecía una silueta borrosa que se suponía era el futbolista devorando a alguien, aunque ninguno tenía una imagen lo suficientemente clara como para poderlo asegurar.
Sea como fuere, era la primera víctima famosa asociada al virus, y eso hacía encender ya todas las alarmas. Así puede ser la estupidez humana, pensó Andrés. El gobierno te obliga a quedarte en casa y te dejan sin trabajo y no pasa nada por sacar a pasear al perro o darse un paseo por el barrio, pero cuando una estrella del fútbol cae, uno toma consciencia de su propia vulnerabilidad y te entran todos los miedos.
Una nueva cadena de wasaps le avisó de que a las ocho de la noche se había organizado una concentración improvisada en todas las ventanas, balcones y terrazas de la ciudad para dar ánimos a los familiares de las primeras víctimas y soporte a los que se tenían que enfrentar a la enfermedad pese al confinamiento, tales como enfermeros, comerciantes o fuerzas del orden. De hecho, por alguna caprichosa casualidad del destino, la policía había pasado de ser los malos de la peli y blancos habituales de burlas y desprecios, a héroes anónimos a los que se aplaudía y vitoreaba cada vez que un coche patrulla pasaba por su calle.
La idea del homenaje se propagó durante los siguientes días, convirtiéndose casi en un motivo de fiesta. Cuando estás encerrado en tu propia casa en la soledad más absoluta, cualquier excusa es buena para armar un poco de jaleo. La siguiente noche hubo un estruendo de aplausos y alguien sacó un equipo de música para aumentar el ambiente. Tras un momento verdaderamente emotivo la jarana embargó a los vecinos confinados y se pudieron escuchar el sonido de vasos de cubalibres y brindis entre vecinos que apenas se saludaban cuando el ascensor los juntaba.
Pronto, esos minutos de comunión vecinal se convirtieron en el momento favorito del día para Andrés, que había descubierto que cuando tienes todo el tiempo del mundo esa novela que te morías por leer cuando no sabías de donde sacar tiempo ya no era tan interesante. Netflix seguía funcionando, así como otras plataformas de streaming, pero de repente ese centenar de series que se acumulaba en la lista de favoritos parecían haber perdido el interés. Solo cuando salía al balcón, cerveza en mano, Andrés podía recordar lo que era formar parte de una sociedad y sus gritos eran de los más entusiastas de la calle.
Sin embargo, ese instante de desconexión tampoco duró demasiado. Al tercer día los gritos de ánimo habían descendido hasta un tercio con respecto a la primera noche y la música había desaparecido del ambiente. Alguien le dijo, desde una ventana cercana, a voz de grito, que el tipo del equipo musical había fallecido a media noche. Quizá fuese solo un bulo, como sin duda lo podrían ser los zombis que habían invadido ya abiertamente Internet, pero el caso es que el pesimismo se empezó a extender a su alrededor.
El quinto día de confinamiento, Andrés habló por última vez con su madre. Le dijo, preocupada, que su padre había salido a comprar al colmado de la esquina hacía ya dos horas y que aún no había regresado. Andrés trató de calmarla, aduciendo que sin duda había encontrado mucha cola. Estaban a un paso de que volviesen los racionamientos, como en época de guerra, y lo que antes era un simple paseo al súper parecía haberse convertido en una odisea. Se llegó a plantear el ir hasta casa de sus viejos, que a fin de cuentas estaba a pocas manzanas de allí, pero las cosas se habían complicado mucho en las calles. Ahora, el ejercito había ocupado el lugar de la policía (o lo que quedaba de él) y se rumoreaba que cuando encontraban a alguien caminando por la calle ya no lo detenían, sino que le disparaban directamente. Todo eso a Andrés le parecía más propio de una película americana que de su A Coruña natal, pero, por si las moscas, decidió respetar el confinamiento. Tranquilizó como pudo a su madre y le pidió que no se moviese de casa hasta tener noticias del marido. Con la promesa de que le llamaría en cuanto supiera algo se despidieron, pero esa llamada nunca se realizó y Andrés jamás llegó a conocer el destino de sus progenitores.
Esa noche salió al balcón a aplaudir, como las noches anteriores, pero apenas cuatro gatos le devolvieron el saludo. Era una noche fría y aunque no llovía la humedad calaba los huesos, pero él no se resignó a perder sus cinco minutos de libertad diarios, así que abrió su cerveza, encendió un cigarrillo y se abrochó el abrigo mientras contemplaba la desolada calle.
— ¿Te sobra uno, vecino?
Andrés se inclinó sobre su barandilla y miró a la izquierda en busca del origen de la voz. En el bloque de al lado, una planta más abajo, una joven asomaba más de medio cuerpo por una estrecha ventanuela de marco de aluminio intentando captar su atención. Por un momento, Andrés temió que perdiese el equilibrio y se precipitase al vacío. Se apoyó sobre la puntilla de los pies para asomarse más y le ofreció una sonrisa, ignorando si la escasa luz de las farolas de la calle le permitirían verla. Alzó la mano para mostrarle el paquete.
— Cuando decretaron el confinamiento pensé que sería cosa de un par de días y he hecho corto de reservas — le explicó con voz dulce.
Andrés le indicó con el dedo que esperase un momento y entró en la casa, donde comprobó el interior de uno de los armarios del comedor. Contó cuatro cartones sin empezar y abrió uno de ellos, del que sacó dos cajetillas.
— Si esto dura mucho — dijo a la desconocida cuando regresó al exterior— podría ser un buen momento para dejar de fumar. ¿Podrás cogerlos?
Hizo un movimiento con la mano para que ella viese bien el paquete y se lo lanzó. La chica tuvo que estirarse un poco más, moviendo cómicamente los brazos en el aire como si estuviera espantando moscas, y Andrés pensó que la cajetilla se le escurriría entre las manos. Le vino a la mente esas imágenes de los goles más ridículos que daban los domingos por la noche tras los resúmenes deportivos. Sin embargo, la chica logró hacerse con el valioso regalo.
— Ahí va otro. Cuando todo esto termine me invitas a unos pelotazos y estamos en paz.
Repitió la jugada, pero esta vez la muchacha sí erró en la parada y la cajetilla de tabaco cayó a la calle.
— Mierda — exclamó ella, que ya tenía un cigarrillo entre los labios.
Ambos contemplaron el puntito blanco en que se había convertido el paquete, una mancha en medio de una calle vacía y solitaria. Sin embargo, en estos tiempos las cosas no son lo que parecen y el suave sonido del paquete contra el suelo sirvió para despertar a las sombras. Dos hombres que habían pasado inadvertidos hasta ahora para Andrés y su nueva amiga se acercaron con paso lento, casi chocando entre ellos, mirando el objeto con curiosidad.
— ¡Eh! ¿Me lo pueden lanzar aquí arriba, por favor?
La chica lo pidió con toda la amabilidad de la que era capaz, pero los hombres se limitaron a alzar la cabeza y levantar las manos hacia ella, como si creyesen que con solo desearlo la pudiesen alcanzar. Le dijeron algo, pero desde esa distancia Andrés no logró entenderlo. Ni siquiera podía afirmar si se trataba de algún lenguaje coherente o si eran meros sonidos guturales.
— Creo que están infectados — dijo a la chica.
— ¿Te crees eso que dicen en internet sobre los zombis?
— En estos días ya no sé lo que me creo y lo que no, pero por si acaso, prométeme que no vas a bajar a tratar de recuperarlo. Cuando se te acabe el paquete que tienes ya buscaremos la manera de pasarte otro sin riesgo de que caiga al vacío.
La joven asintió y, tras una calada de su cigarro, le ofreció una bonita sonrisa. Tenía los labios pintados de rojo carmesí y un hilo de humo afloró entre ellos.
— ¿Siempre te maquillas para estar en casa? — preguntó Andrés, deseoso de alargar el encuentro. Era la primera vez en días que podía hablar cara a cara — o algo parecido— con una persona y no le apetecía volver tan pronto a la soledad de su piso, aunque la diferencia de altura y el frío hacían incómoda la conversación.
— Hoy me he maquillado y desmaquillado ya como cuatro veces. Este encierro me tiene de los nervios. Ya no sé qué ver en Netflix, he limpiado toda la casa, incluso los armarios de la cocina por dentro, y he probado un montón de ejercicios nuevos siguiendo los consejos de mis influencers preferidas, pero a veces parece que el tiempo no pase. Y encima sin tabaco… Me llamo Rosa, por cierto.
— Encantado. Yo soy Andrés. Y entiendo lo que dices, yo se siento más o menos igual. Me pregunto cómo se las apañará el resto de la gente para resistir y no salir a la calle.
Casi a modo de respuesta, un sonido de gemidos resonó en el piso de al lado al suyo, el que estaba directamente encima de Rosa. Agudizaron el oído y estallaron en una carcajada cuando no les quedó la menor duda de que estaban escuchando a una pareja practicando sexo. Sin duda, una buena manera de superar el confinamiento, se dijo. Y fantaseó por un momento con lo interesante que habría sido que esa tal Rosa hubiese estado en su mismo edificio y pudiese llegar a ella sin necesidad de salir a la calle.
Alargaron unos minutos más la conversación y el frío terminó por imponer la retirada.
De nuevo atrapado por la misma rutina de siempre, Andrés navegó por los distintos canales que quedaban operativos y terminó por iniciar un nuevo maratón seriéfilo en espera a que el sueño lo venciera. Antes de acostarse echó un vistazo a su despensa y empezó a temer que, pese a sus precauciones, quizá debería ver si era posible hacer otro pedido al supermercado, aunque lo cierto es que lo dudaba bastante.
Por la mañana siguiente, apenas levantarse, Andrés fue a buscar su libreta de notas. Era una idea que se le había ocurrido hacía un par de noches, buscando desesperadamente por televisión algo que le motivara para ver. Simplemente consistía en tener siempre un bloc a su alcance y cada vez que se le ocurriese algo para hacer lo ver lo anotaría. Algo así como una lista de deseos de Amazon, pero para promover su propio entretenimiento. Ese era el sexto día de confinamiento, y eso le había llevado a pensar en la película sobre clones de Schwarzenegger, así que apuntó en su libreta: Hacer maratón de películas de Schwarzie. Se preguntó qué pasaría con las películas que descargara de la aplicación de Netflix o HBO para poder ver sin estar conectado a Internet. ¿Seguirán ahí cuando caigan los servidores? Esperaba no tener que llegar a comprobarlo, pero no estaba demasiado seguro de ello…
Desayunó tratando de controlarse. Se estaba acostumbrando a levantarse tarde y si se hinchaba terminaba cayendo en un proceso en cadena que lo llevaba a comer a las cuatro de la tarde y a cenar casi de madrugada, así que se había propuesto tratar de recuperar la rutina habitual, horarios de comida incluidos. De manera que se conformó con una taza de café enorme y un cruasán. ¡Quién te ha visto y quién te ve!, se dijo a sí mismo, recordando la de veces que había criticado él la bollería industrial.
Todavía en pijama se protegió con una bata y salió a fumar a la terraza. Viviendo solo como era su caso no tenía problemas en fumar dentro de casa, pero la idea de que le diese un poco de aire fresco en el rostro era una burda excusa para probar suerte a ver si por casualidad volvía a coincidir con Rosa. En lugar de eso, fue una voz de hombre la que lo saludó.
— Buenos días, vecino. Andrés, ¿verdad?
Esta vez la conversación venía promovida de su mismo edificio, en el piso de abajo. Se tratada de un bajo, por lo que en lugar de tener un balconcito como el suyo tenía una terraza algo más amplia. No era ninguna maravilla, apenas dos metros cuadrados, pero suficiente para poner en ella una mesita y dos sillas, una de las cuales ocupaba un hombre entrado en la cincuentena. Al sobresalir la terraza más que el balcón, Andrés podía verlo con facilidad. Era una de esas personas que parecen negarse a crecer, un rockero incombustible con complejo de Peter pan. Tenía el cabello largo, aunque con notables entradas sobre la frente, con tono cenizo. Vestía una camiseta negra con el logotipo de AC/DC y unos tejanos ajustados y fumaba un porro cuyo aroma a maría llegaba con claridad hasta Andrés. Creía haberse encontrado con él en alguna ocasión en los buzones, pero apenas lo recordaba.
— Anoche estaba aquí fuera, fumando un peta tras los aplausos, pero ya veo que no reparaste en mí. No te lo reprocho, vecino, tiene un buen polvo, la Rosa esa.
Andrés lo contempló con escepticismo.
— ¿Estabas aquí anoche? — preguntó.
— Sí, pero me dio la sensación de que se estaba creando magia entre vosotros y no quise interrumpir. ¿Cómo llevas el encierro?
Andrés se encogió de hombros.
— ¿Vives solo? — le preguntó—
— Con la parienta. Pero hace tres días se fue a por tabaco y no ha regresado aún. Todo un clásico, ¿eh? O bien se la han zumbado los infectados esos o por fin le ha echado huevos y ha encontrado la excusa perfecta para dejarme. En cualquier caso, el resultado final es el mismo, ¿no es cierto?
Andrés volvió a encogerse de hombros, sin saber bien qué responder.
El heavy venido a menos le mostró tres latas de cerveza que tenía unidas aún por las anillas de plástico.
— ¿Quieres?
Andrés consultó su reloj de pulsera. Eran las doce de la mañana y así se lo hizo saber.
— El mundo se ha ido a la mierda. Los horarios también.
Se puso en pie y lanzó una de las cervezas hacia arriba. Andrés la cogió con facilidad y, olvidando su cruasán a medio comer, la abrió e hizo con ella le gesto de brindar. El tipo de abajo se cogió otra para sí mismo y devolvió el saludo.
— Me llamo Paco, aunque los amigos me llaman «el Chapas», vete tú a saber por qué.
— Me alegro de ver que aún quedamos algunos que nos atrevemos a asomarnos afuera. Supongo que será por el frío. Está siendo un octubre duro.
Paco se puso en pie y miró con tristeza hacia la calle. Era un día de cielo plomizo y húmedo y la vía tenía un color gris que solo invitaba al desaliento. No se veía a nadie fuera de sus casas y las sirenas que se habían convertido en la banda sonora del confinamiento eran ya escasas y sonaban muy lejanas.
— ¿Tú crees? Mi teoría es que no queda apenas gente viva. Este maldito virus está arrasando con todo.
— ¿Crees en eso de los zombis?
— ¿Acaso importa lo que un pobre desgraciado como yo crea? He visto cosas que no consigo comprender, eso sí lo sé. Si son zombis o enfermos enloquecidos por el dolor, eso ya no te lo puedo decir. Supongo que habrás leído el blog del chalado ese, ¿no? El Profeta, lo llaman.
— — Sí, y hasta ayer me inundaban el móvil con memes sobre él y sus historias en la SECA.
— Ya ves. Ni siquiera queda gente para seguir haciendo memes. No sé si será cierto algo de lo que cuenta o será un oportunista con aspiraciones literarias que se lo ha inventado todo para darse a conocer, pero ya que no tenemos fútbol, al menos es una lectura entretenida. Y casi es de agradecer. Lo del fútbol, digo. El Depor estaba haciendo una mierda de temporada.
Continuaron hablando largo y tendido sobre todo un poco, desde deportes hasta música. Andrés se dio cuenta de que el confinamiento ayudaba a unir a las personas. Seguramente si antes de que empezara todo se hubiese cruzado con ese tipo por la calle se habría cambiado de acera, mientras que Rosa seguramente ni le hubiera dirigido la palabra. La soledad y el aislamiento los despojaba de prejuicios y, al final, las diferencias que pudiera haber entre ellos eran derrotadas por aquello que tenían en común: la supervivencia.
Se retiraron a sus respectivas casas para comer y Andrés pasó la tarde tirado en el sofá, mirando la tele y tratando de olvidar el pesimismo que su vecino de abajo le había introducido en el alma. Buscó su libreta y comenzó una lista nueva, la de cosas que no había hecho y le gustaría hacer cuando todo esto terminara. Lo pensó unos instantes y escribió:

Tirarme en paracaídas.
Hacer rafting.
Probar la comida india.
Viajar a Nueva York.

Contempló la hoja escrita, reflexionó unos instantes, y añadió un nuevo concepto:

Hacer un amigo.

Dejó la libreta a un lado en espera de nuevas ocurrencias y terminó tirado en el sofá, bebiendo más cerveza y empezando una serie nueva, una de esas que no encajaban para nada en su perfil y a la que, en circunstancias normales, no se habría acercado ni loco. Quedó medio adormecido en el quinto episodio y casi se le pasa la hora de los aplausos. Esa noche eran ya tan escasos que desde dentro de casa no los habría podido oír, pero se negaba a abandonar esa escasa rutina de libertad. Ya ni recordaba a qué aplaudían, pero eso era ya lo de menos.
Cuando salió se encontró con Rosa ya esperándolo. Ambos miraron desde sus respectivos huecos en la pared hacia el suelo y comprobaron que el paquete de tabaco seguía allí, esperándolos. Andrés vio a Paco salir a su terraza y realizó las presentaciones oportunas, de manera que su nuevo grupo de amigos había ascendido oficialmente a tres. Pasaron unas horas luchando contra el frío charlando de esto y de aquello, improvisando canciones o incluso jugando a estupideces como el Veo Veo. El ridículo está claramente reñido con la monotonía, y cuando una aparecía el otro se esfumaba. Mientras, en el piso de encima de Rosa, los jadeos nocturnos regresaban con exquisita puntualidad.
Así pasaron el resto de la semana, empezando las reuniones con el acto simbólico de mirar hacia el suelo y comprobar que el tabaco seguía en su lugar. Pero tras una semana llega otra, y el lunes se empeñó en ser el peor día de todos incluso en una sociedad donde la diferencia entre laborable y festivo parecía haber desaparecido. De entre los canales convencionales ya solo se podía sintonizar TVE, aunque los programas en directo habían desaparecido de la parrilla y se limitaba a ofrecer series y documentales en bucle con interrupciones para las noticias cada vez más escasas. Internet seguía subsistiendo, pero no para todas las compañías y con un flujo de datos realmente malo. Pero lo peor de todo fue descubrir la ausencia de Rosa en su ventana. Cuando Andrés salió a su balcón, fiel a su cita, no llegaba a una docena los vecinos que seguían aplaudiendo y cuando terminó ese acto ya sin sentido Andrés pudo comprobar que apenas quedaban pisos con la luz encendida en su interior.
Al regresar el silencio de la noche permaneció unos segundos allí, apoyado en su barandilla, con la cabeza girada hacia la ventana de Rosa, esperando sin esperanzas.
— No va a salir — le dijo Paco desde abajo.
— Eso no lo sabes — Andrés se negaba a reconocer la realidad—. Quizá no se haya dado cuenta de la hora.
— O quizá se quedó sin tabaco y no quiso seguir aprovechándose de ti.
Andrés no entendía lo que su vecino le quería decir hasta que se inclinó para mirar hacia la calle. Bajo él, frente a la portería, su paquete de trabajo había desaparecido. En su lugar había un charco de sangre y marcas de dedos tratando de aferrarse a la pared. Trató de ordenar a su mente que no imaginara la escena, pero esta no le obedeció. La imagen de Rosa saliendo a la calle, yendo a recuperar el paquete caído, y los zombis, porque ahora ya había aceptado el hecho de que se trataba de zombis, cayendo sobre ella para devorarla, se reprodujo en su cabeza como una película. Lo peor de todo es que la ausencia de un cadáver invitaba a pensar que ella había pasado a ser parte del enemigo.
El chasquido característico de abrirse una lata de cerveza lo despertó de su ensoñación.
— Ya solo nos queda brindar por ella — dijo Paco alzando su bebida. En ese momento, los jadeos regresaron, tiñendo de absurdo el ambiente—. Al menos alguien sigue disfrutando de su confinamiento.
Sin decir palabra, Andrés le devolvió el brindis. Esa noche no hubo conversaciones jocosas ni juegos triviales, aunque la vida, por llamarlo de alguna manera, continuaba, y a la noche siguiente se repetiría la rutina, convertidos definitivamente en un dúo.
Y así, como quien no quiere la cosa, transcurrieron dos semanas. Andrés empezó a racionar su comida, aceptando ya la realidad de que el reparto a domicilio era cosa del pasado, pero sin ningunas ganas de salir al mundo exterior para averiguar hasta qué punto era cierto el grado de mortalidad de la epidemia (aunque la desaparición de Rosa le daba una idea muy aproximada). En televisión habían desaparecido definitivamente los informativos. Solo breves notas supuestamente dirigidas desde el gobierno consistentes en grabaciones de audio con una imagen fija del Presidente de fondo. Según los mentideros de Internet el Presidente y su gabinete estaban confinados en una especie de búnquer antimisiles, aunque no había ninguna confirmación oficial al respecto. En las grabaciones de voz se limitaban a pedir paciencia a la ciudadanía e insistían enérgicamente en la prohibición de salir a las calles. El resto, más películas, la mayoría antiguas y reposiciones. Como era de esperar, Verano Azul no podía faltar, aunque ya estuviera llegando noviembre. Al final de esa segunda semana, TVE terminó por sumarse a la lista de canales que solo ofrecían estática y un silencio aterrador. Andrés incluso añoró los años de la Carta de Ajuste y su molesto pitido.
Internet seguía funcionando, pero era para nada. Nadie escribía apenas y la mayoría de blogs y portales de noticias habían dejado de actualizarse. Instagram parecía la última fuente de información, con Influencers ofreciendo histories desde sus casas. Juntando varias de esas historias uno se podía hacer una composición de cómo estaba el mundo.  Porque si una cosa parecía clara era que esto era un problema global, y el planeta entero estaba igual de jodido, ya sea cierto, como aseguraba el Profeta, que la cosa hubiera empezado cerca de Barcelona como si se diese por buena cualquier otra versión.
La hora de los aplausos había desaparecido definitivamente. Ahora, el tiempo de Andrés se limitaba a probar recetas nuevas (él, que siempre había odiado la cocina) sacadas de la red, tratar de mantenerse algo en forma siguiendo algún tutorial de youtube o, sobre todo, conversando con Paco, su nuevo e inesperado mejor amigo.
El día veinte de confinamiento lo celebraron a lo grande. Andrés se decidió a abrir esa botella de Möet & Chandon que le habían regalado las Navidades de hace dos años y que guardaba para una ocasión especial y Paco sacó de su despensa la mejor de su maría y preparó dos canutos bien cargados que se fumaron a la salud del fin del mundo.
— ¿Te imaginabas que todo iba a terminar así? — le preguntó el heavy.
— No lo sé. Esperaba un apocalipsis plagado de explosiones y destrucción. Demasiadas películas, imagino.
— En el fondo, esto da más miedo, ¿sabes? Demuestra lo insignificantes que somos. Al final, terminaremos por desaparecer y nada habrá cambiado. Por un tiempo los edificios, las autopistas, todo seguirá aquí, ignorando nuestra ausencia. Y después, con el tiempo, la naturaleza se abrirá paso y terminará por engullir los últimos vestigios de nuestra civilización.
— ¿De veras crees que es el final? — preguntó Andrés. Había sacado la mitad de la mesa del comedor al balcón y estaba tumbado sobre ella, contemplando los aros de humo que lanzaba al cielo. Desde ahí arriba no podía ver a Paco, pero sí oírlo con claridad, más cuando la ciudad, carente de tráfico, era un remanso de paz.
— Para nosotros sí, desde luego. Seguro que está todo lleno de refugios nucleares de la hostia con familias de putos millonarios viviendo con una falsa sensación de lujo y algún día, cuando todo esto pase, volverán al mundo exterior para formar una nueva sociedad. Pero ya veremos si son capaces de subsistir cuando descubran que su dinero ya no les sirve para abrir puertas y que no tienen esclavos que hagan las cosas por ellos.
— ¿Y si no fuese así? ¿Y si la cosa esta, lo que sea, se fuese con la misma rapidez con la que ha llegado? ¿Qué harías si de repente se acabase todo y pudiéramos regresar a nuestras vidas?
Paco meditó unos segundos su respuesta mientras daba otra calada a su porro.
— En mi vida he ido a un gimnasio, ¿sabes? — contestó al fin—. No soy de esos tipos a los que le gusta el deporte. A no ser que sea por la tele, claro.  Yo, eso de meterme en un garito a sudar solo me vale para los conciertos de Judas y así, ya me entiendes. Pero si de verdad esto acabase algún día, creo que me iría a hacer el Camino de Santiago o algo parecido. Después de tanto tiempo encerrado en mi piso necesito entrar en contacto con la naturaleza, caminar sin un destino fijo hasta que se me acaben las fuerzas. Menuda chorrada, ¿verdad?
— No, para nada.
Andrés se incorporó y quedó sentado sobre la mesa con las rodillas flexionadas, al estilo indio. Junto a él tenía su libreta y consultó la página de tareas pendientes. Había añadido alguna cosa (Aprender inglés, ir a clases de baile, hacer escalada) y a cambio había tachado otra: gracias a los tutoriales de Internet había preparado un pollo tandori bastante aceptable. Cogió un bolígrafo y añadió otro propósito a su lista de pendientes:

Escapar del confinamiento.

Algo tan simple y a la vez tan complicado, pensó con amargura.
— ¿Lo escuchas? — preguntó a su amigo de confidencias nocturnas mientras oteaba de nuevo el exterior.
— ¿A qué te refieres?
— A los pájaros. ¿Los habías oído alguna vez? Es como si hubiese más que nunca. Y no sé si será cosa de mi imaginación, pero si estoy en silencio y escucho atentamente hasta creo escuchar el rumor del mar desde aquí.
— Creo que mi maría es demasiado para ti — bromeó su interlocutor. Aunque lo cierto era que sí parecía haber más pájaros. Tan nocivo era el hombre para el medio ambiente que con solo un par de semanas encerrados en casa la naturaleza había conseguido ya dar un paso al frente. Andrés pensó en los últimos vídeos que le habían llegado al wasap, esos que merecía la pena ver una vez eliminados los memes, las canciones graciosas y los consejos de supervivencia: delfines en la Costa Brava, jabalís en la diagonal de Barcelona, cielos azules y sin contaminación en Madrid… Al parecer, algo bueno sí iba a salir de todo eso.
— Vale, lo confieso, puede que sí se escuchen más pájaros de lo normal. Pero, ¿sabes lo que sí que no oigo?
Andrés guardó silencio, agudizando el oído, con la esperanza de dilucidar qué es lo que Paco echaba de menos en el sonido ambiente.
— Tus amigos de al lado. Esta noche no están dale que te pego. Y siempre eran puntuales como un reloj.
Andrés asintió consciente de que nadie le veía hacerlo.
— Tanto ejercicio los habrá agotado — bromeó.
— ¡Ay, Andresiño! Esa inocencia tuya es verdaderamente adorable.
Haciendo memoria, Andrés no logró recordar ningún sonido procedente del otro lado del tabique en todo el día. Habían hecho muchas bromas sobre los excesos sonoros de la pareja de al lado en su búsqueda del coito, pero lo cierto era que de vez en cuando, durante el día, los solía escuchar. Cosas mínimas, como arrastrar una silla, una llamada a gritos o el sonido de la cisterna. Pero ese día no recordaba haber escuchado nada. No quiso preguntarle a Paco a qué se refería con lo de su inocencia. Estaba claro lo que este pensaba y no le apetecía escucharlo en voz alta. Pero parecía innegable que lo más probable era que sus vecinos, o uno de ellos, al menos, estuviesen muertos.
— Oye, ¿tú le pegas a la Play? — le preguntó Paco, en un cambio de tema que Andrés agradeció profundamente—. Yo le doy mucho al FIFA, pero desde que Internet va como el culo que tengo que jugar yo solo, y no es lo mismo. ¿Crees que sería un riesgo innecesario tratar de reunirnos en un mismo piso?
En realidad, Andrés ya se lo había planteado. No para algo tan trivial como jugar a la videoconsola (aunque ahora que lo pensaba era una idea de lo más tentadora), sino para organizar un plan de futuro. Podrían unir sus reservas alimentarias, hacer inventario de herramientas y, más por precaución que otra cosa, armas o cosas que pudieran utilizar como armas y, en caso de necesidad extrema, era mejor aventurarse a salir a la calle dos personas que uno solo. Y pese a lo poco que conocía a Paco, llamado por sus amigos «el Chapas», lo cierto era que en ese momento era la única persona en el mundo en la que podía confiar.
Por otro lado, ambos vivían en el mismo edificio. El tratar de verse cara a cara les suponía, simplemente, salir al rellano y bajar un piso de escaleras. No era como con Rosa, que para acceder a su edificio era necesario pasar por la calle. Sea lo que fuese lo que estaba pasando en el exterior, de portería para dentro parecía una zona segura, y tras veinte días allí metido la posibilidad de conseguir contacto humano, aunque no fuese más que un apretón de manos o un abrazo, se le antojaba un sueño.
— Creo que vale la pena intentarlo — le dijo. Y pasaron el resto de la noche planificando el encuentro del día siguiente.
Tras regresar a su casa y devolver la mesa del comedor a su sitio, de manera que le permitiera cerrar las puertas del balcón y evitar algo del frío invernal que ya le estaba haciendo castañear los dientes desde hacía un rato, tachó de su libreta el propósito de Hacer un amigo» y, con una sonrisa en el rostro, arrancó la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

El día comenzó mal. Había programado el despertador de su mesita a las nueve de la mañana, pero eran las diez pasadas cuando se liberó de los brazos de Morfeo y el maldito aparato seguía en silencio. Había pasado una mala noche, dándole vueltas a la idea de aventurarse al mundo exterior por primera vez desde que se ordenó el confinamiento. La parte racional de su cerebro le decía que era una ridiculez, que se trataba solo de salir a la escalera y descender un piso, pero no podía evitar sentir como una especie de alarma le avisaba del peligro inminente al que se iba a exponer. Por otro lado, ¿qué sabía en realidad de Paco, conocido por sus amigos como el Chapas», aparte de que iba vestido como si tuviera treinta años menos y que era aficionado a la cerveza y la marihuana? Quizá entrar en casa de ese desconocido fuese como meterse en la boca del lobo.
Se piso en pie con pereza y comprobó el despertador. Era eléctrico, de esos de grandes números digitales en rojo que ahora habían desaparecido, y comprobó que todo el piso estaba sin luz. Como negándose a aceptar el hecho, fue probando compulsivamente cada una de las luces de la casa, incluyendo el televisor, pero nada respondió a sus órdenes. Se asomó por el balcón y comprobó que los semáforos de la esquina tampoco funcionaban, aunque ello no había provocado ningún caos en el tráfico porque simplemente ya no había tráfico para caer en ningún caos. Inmediatamente pensó en el teléfono móvil y comprobó el nivel de batería: 70%. Si la luz no volvía tendría que utilizarlo lo menos posible para alargar el tiempo de funcionamiento al máximo, aunque, siendo prácticos, ¿qué diferencia había entre quedarse sin móvil esa noche o aguantar hasta el día siguiente? Se preguntó si las baterías externas que había comprado por Amazon estaban cargadas, pero lo supo contestarse.
Se dio una ducha rápida y se calentó un café. Por suerte tenía una cafetera de las tradicionales, pues la de cápsulas había muerto también por falta de suministro eléctrico. Ya vestido y completamente despierto, pensó en qué podía llevar a mano para usar como arma, más para infundirse algo de seguridad a sí mismo que como protección real. Imaginó al típico protagonista de una película americana, que de alguna manera siempre tenía un rifle oculto bajo la cama o una pistola en la mesita de noche. Esto, sin embargo, era la vida real, y aunque muchos piensen que en Galicia la mayoría de la gente se dedicaba al narcotráfico, las cosas eran muy diferentes. Lo más parecido a lo que podía aspirar lo guardaba en una caja de cartón dentro del armario ropero. Era una pistola semiautomática Stery M9— A1 de 6 mm., o al menos eso es lo que decía en la caja, porque él de armas entendía más bien poquito. Pero no era una pistola de verdad, por supuesto. Era una réplica, se supone que bastante exacta, adaptada para airsoft, esas cosas que de vez en cuando se ponen de moda y alguno de sus colegas de trabajo le convence para hacer algún fin de semana y al final termina convirtiéndose en otro trasto más olvidado en un rincón del armario. La sacó de la caja y la sostuvo con la mano derecha. Comprobó que el cargador estaba lleno y tiró hacia atrás de la corredera. Se engañó a sí mismo sintiendo la sensación de seguridad que daba tener un arma de fuego en la mano, aunque posiblemente el peso no tendría nada que ver con el modelo auténtico y la suya lo único que disparaba era bolitas de plástico que, a corta distancia, lo más que podía producir es un ligero moratón. No obstante, el cerebro es bastante cabrito, y si la presencia de la pistola le proporcionaba confianza, bienvenida sea.
Se la guardó a la espalda, atrapada por el cinturón del tejano. Así la llevan en muchas películas, pero imaginó que la cosa tendría truco, pues tenía la sensación de que se le podía caer en cualquier momento. No conforme con ello, se dedicó a buscar un arma «de verdad», terminando por decantarse por un cuchillo jamonero. En el fondo, viendo su imagen reflejada en el espejo del recibidor, se sentía ridículo, con ese bulto marcado en la camiseta, a su espalda, y el cuchillo en la mano, pero tampoco es que hubiese mucha gente para burlarse de él, ¿no?
Tratando de dejar de un lado la paranoia, sacó de la nevera un pack de cervezas y lo puso en una bolsa de plástico. Aunque la nevera estaba apagada, estas seguían estando bastante frías. Cuando se iba a casa de alguien en función de invitado, lo correcto era llevar algún detalle, y el fin del mundo no era excusa para perder la educación.
Al fin listo, se asomó de nuevo al balcón, sintiendo un frío que le hizo estremecer, y llamó con un grito a Paco.
— ¡Buenos días! — dijo en un volumen que habría llegado a medio vecindario, si quedase alguien en sus casas para escucharlo—. Es la hora, voy hacia allí.
— Buenos días, hermano — le contestó una voz medio dormida desde abajo—. Te espero.
Andrés soltó aire y caminó con paso decidido hasta la puerta. Se miró por última vez en el espejo del recibidor y abrió, enfrentándose a la densa oscuridad del rellano. Las escaleras eran un borrador difuso y apenas lograba distinguir la barandilla, y cuando cerró la puerta de su piso, privándose de la luz que llegaba a través de su pasillo, la cosa fue a peor. Se sorprendió al notar cómo echaba de menos incluso el ridículo pilotito rojo que normalmente indicaba donde estaba el interruptor de la pared.
Se aseguró de tener las llaves en el bolsillo antes de cerrar del todo, con un leve portazo que, con tanto silencio, retumbó a lo largo del hueco de la escalera, y encendió la linterna del móvil. Una vez más pensó en la batería que le quedaba, pero no estaba dispuesto a aventurarse a bajar las escaleras completamente a oscuras. Un terror casi infantil le invadió y con cada peldaño que descendía imaginaba un nuevo horror acechándolo con cada giro: un payaso de ojos rojos, un espíritu demoníaco, una niña con el rostro oculto por su cabello… Pero nada había esperándolo, por supuesto, y llegó sin problemas hasta el rellano inferior.
Una vez allí, apenas iluminado por el móvil, tanteó la pared con la mano para avanzar sin ser capaz de distinguir qué puerta correspondía a su vecino de abajo. Había dos pisos por rellano, así que tampoco es que la dicotomía fuese muy grande. Llegó a la primera de ellas y, apenas apoyar la palma en la madera comprobó que estaba entreabierta. La empujó ligeramente, provocando un leve chirrido, y esta se movió dejando una abertura de apenas un palmo. Sin atreverse a entrar, trató de iluminar el interior con el móvil, pero la negrura era total y apenas pudo vislumbrar nada. Las persianas de la terraza debían estar bajadas, lo que le provocó un deje de desconfianza.
— ¿Paco? — preguntó con un hilo de voz.
— Es aquí — le contestaron desde fuera.
Andrés retrocedió un paso y enfocó con el móvil. Su nuevo mejor amigo lo estaba esperando junto a la otra puerta y el hombre se sintió ridículamente estúpido. Evidentemente, su vecino vivía en el 1º1ª, tal y como él vivía en el 2º1ª.
— ¿Qué haces ahí? — le preguntó, abriendo la puerta en señal de invitación para que pasara.
— Me confundí — se excusó Andrés—. Los nervios, supongo. Vi la puerta abierta y me hizo dudar.
Paco salió al rellano y, con su propio móvil, ilumino la puerta contigua.
— ¿Abierta? ¡Qué raro! Aquí vivía un señor mayor, un médico jubilado, creo, y su cuidadora, pero hace días que no los oigo. Pensé que no habría nadie.
No le dio mucha importancia al asunto y pensaba regresar al interior de su casa cuando algo salió a toda velocidad de dentro. Era un gato de colores atigrados que se detuvo en mitad del rellano, miró a Andrés con los ojos reluciendo en la oscuridad, y se sentó frente a él, cortándole el paso con aire desafiante.
— ¡Eddie! ¿Dónde vas?¡Entra en casa inmediatamente!
Andrés miró con sorpresa al felino cuyo nombre, como no podía ser de otra manera, correspondía a la mascota del grupo Iron Maiden. No imaginaba a Paco, con esa pinta de alma libre e independiente, con un gato, pero eso solo era una prueba más de lo poco que conocía a su aparente amigo. Claro que también existía la posibilidad de que el gato fuese en realidad de su pareja, la que fue a por tabaco y ya no volvió. El caso es que el minino, demostrando ser más alma libre e independiente que su propio amo, ignoró completamente la orden y, tras lamerse el lomo y estirarse desperezándose, se coló por el hueco de la puerta del 1º2ª en busca de nuevas aventuras. Probablemente, el animalillo estaba tan harto del confinamiento como los propios humanos. No ya de su confinamiento en sí, a fin de cuentas un gato es más casero que un perro y no tiene esa necesidad de salir a la calle, pero lo que posiblemente le hastiaría era la presencia constante de su dueño en casa, esa fábrica constante de humo acompañado de su estridente música.
— ¡Maldita sea, Eddie! — bramó el heavy.
Soltando un bufido de desesperación cerró la puerta de su casa y se lanzó al interior del piso del médico vecino, iluminando sus pasos con la linterna del móvil.
— Ayúdame a recuperar a este gato estúpido antes de que se meta en un lío — dijo a Andrés, que ante la inmediatez de la situación no supo bien cómo reaccionar y, tras dejar la bolsa con las cervezas a un lado, se limitó a seguir a Paco.
— ¿Seguro que no hay nadie? — preguntó.
— ¡Hola! — llamó a gritos Paco para asegurarse—. ¿Doctor? ¿Hay alguien en casa? Soy Paco, el vecino. Voy a entrar a buscar a mi gato, ¿de acuerdo?
De forma tan inconsciente como absurda, Andrés se llevó la mano a la espalda y sacó su pistola, empleando la otra mano para sujetar el cuchillo y el móvil a la vez. Efectivamente, empuñar ese juguete le daba algo de seguridad, lo cual no impidió que soltase un ligero grito de pánico cuando un sonido estridente sonó a un metro escaso de él. También escuchó una queja dolorida de Paco.
— ¿Qué ha sido eso? — le preguntó.
— Algún tarado ha puesto un mueble aquí en medio y no lo he visto. Me acabo de joder la espinilla.
Los dos hombres rodearon el objeto y lo enfocaron con las linternas. Era una estantería pequeña con forma de escalera que, tras el golpe, había quedado caída en mitad del pasillo, justo frente a una puerta que se encontraba entreabierta. No tenía demasiado sentido poner una estantería allí en medio, molestando el paso, y tampoco parecía que estuviese dedicada a contener ningún objeto decorativo, pues no había nada más caído alrededor.
— ¿Crees que la puerta esta estaba ya abierta o la habré abierto yo con el golpe? — preguntó Paco. Andrés no le respondió, más pendiente de encontrar una lógica a todo aquello. En ocasiones, cuando el terror amenaza con alcanzarnos de la manera más absurda, concentrarse en buscar respuestas a algo, por trivial que pueda parecer, es una buena salida, y eso es lo que estaba haciendo Andrés en aquellos momentos. Levantó con curiosidad la estantería y la colocó junto a la puerta mientras su compañero se internaba en la habitación, también sumida en una total oscuridad.
— ¿Eddie? ¿Estás aquí, minino? — llamó sin obtener respuesta.
Entró en la estancia mientras Andrés seguía dándole vueltas al misterio de la estantería. Una vez levantada comprobó que la altura correspondía aproximadamente a la de la maneta de la puerta y un terrible presentimiento lo asaltó. ¿Sería posible que alguien hubiese puesto esa estantería para impedir que se pudiera abrir la puerta desde dentro?
Paco hizo que el haz de luz recorriese el cuarto. Se trataba de un dormitorio, con un armario ropero pegado a la pared y una cama de matrimonio ocupando la mayor parte del espacio. Una silueta estaba sentada en la cama, dándoles la espalda, completamente inmóvil.
— ¿Doctor? — preguntó dubitativo Paco—, ¿es usted?
Andrés seguía a lo suyo. Si aceptaba su hipótesis de que la estantería servía para que no se pudiera abrir la puerta, dos preguntas le rondaban por la cabeza. ¿Qué es lo que había ahí dentro que no debía salir? Y la segunda, ¿quién había puesto la estantería?
Lo malo de formularse preguntas es que, en ocasiones, la respuesta viene a ti por sí misma. Eso es lo que ocurrió ese fatídico día en forma de pasos arrastrándose por el pasillo hacia ellos. Andrés iluminó hacia delante y se encontró con una figura femenina, una mujer latina vestida con un delantal empapado por algún líquido oscuro ya seco cuyo origen parecía encontrarse en su cuello.
— Paco, tenemos que irnos de aquí… ¡YA! — dijo a su amigo llamándolo con la mano en el hombro.
Paco se giró hacia él, con el desconcierto dibujado en su rostro. Cuando volvió a centrarse en la figura del doctor sentado en la cama, este ya no estaba sentado. Se había puesto en pie y caminaba lentamente hacia él, con una retorcida sonrisa deformándole la cara que mostraban una dentadura perfecta manchada de sangre.
Sin atreverse a dar la espalda a las apariciones, los dos hombres comenzaron a desandar el camino recorrido por el pasillo marcha atrás, con las linternas apuntando a sus peculiares vecinos. Dos seres de piel reseca con los primeros síntomas de putrefacción que caminaban hacia ellos con los brazos estirados, tratando de alcanzarles, aunque con un ritmo lento, como si caminar les supusiera un gran esfuerzo.
Andrés llegó el primero a la salida y atravesó el umbral sin problemas, pero Paco se golpeó con el lateral de la hoja de la puerta. Teniendo el tobillo aún dolorido, apoyó mal el pie y patinó con algo que lo hizo caer al suelo. Tarde ya se dio cuenta de que la mancha pegajosa que cubría parte del recibidor era de sangre.
Andrés no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de darse cuenta los dos seres, el médico jubilado y su cuidadora, se habían dejado caer sobre el rockero que se negaba a madurar y habían comenzado a lanzarle dentadas en cualquier parte de su cuerpo que tuvieran a su alcance. Paco comenzó a gritar, más por el pánico que por el dolor, retorciéndose para tratar inútilmente de sacarse a sus enemigos de encima.
Aterrorizado, Andrés empezó a disparar su pistola, demostrando su buena puntería y haciendo que los balines de plástico impactaran contra el rostro del galeno sin que este se inmutara.
Quizá lo peor de todo fue lo terriblemente rápido que acabó. En apenas unos segundos Paco, anteriormente conocido como «el Chapas», dejó de patalear y sus atacantes parecieron perder el interés en él. Su mirada quedó en blanco y tuvo un par de convulsiones antes de quedar unos segundos tendido en el suelo, como un cadáver inerte. Entonces, sin previo aviso, recuperó la facultad del movimiento y, girando sobre sí mismo para darse la vuelta, empezó a ponerse en pie con la mirada fija en Andrés.
— ¿Paco? ¿Estás bien? Dime algo.
Las piernas le temblaban y creyó reconocer esa cálida humedad que le mojaba la entrepierna, pero nada de eso parecía importar ahora. No alcanzaba a asimilar lo que estaba sucediendo, como si las historias que había leído en aquel blog sobre el apocalipsis o las especulaciones alrededor del destino de Rosa quedasen ya muy lejanas. Solo atinó a retroceder un par de pasos cuando vio a Paco (a esa cosa que antes era Paco, se dijo) ponerse en pie y logró al fin obligarse a correr cuando las tres figuras comenzaron a caminar en su dirección.
Se giró hacia las escaleras en busca de salvación, golpeándose contra la barandilla. Corrió con torpeza escalones arriba, olvidándose ya de iluminar con el móvil, y se volvió a golpear contra la pared en el primer giro de las escaleras. Ello provocó que se hiciera un corte con su propio cuchillo y, consciente de que iba a ser incapaz de utilizarlo, lo dejó caer, junto con la ridícula pistola. El móvil también había desaparecido de su mano, pero no era capaz de recordar en qué momento había dejado de tenerlo.
Completamente a oscuras comenzó a subir escaleras, gateando en algunos tramos, mientras escuchaba el sonido de los cuerpos arrastrándose tras él. Parecían demasiado torpes para ser capaces de subir los peldaños con facilidad, pero no había duda de que tenían una perseverancia incansable que parecía haber aumentado más si cabe con el aroma de la sangre fresca. Andrés entró completamente en pánico, abandonando todo pensamiento racional, y no supo hacer nada más que tratar de escapar, trepar escaleras arriba para poner la máxima distancia entre él y esos seres del infierno. Ese terror irracional, ese bloqueo mental, le impidió hacer lo más lógico, que habría sido refugiarse en su propia casa, y antes de darse cuenta siquiera estaba tres pisos más arriba. Por el sonido, parecía haber logrado ampliar la distancia con sus perseguidores, pero seguían allí, los sentía, luchando por llegar hasta él, por devorarlo.
Sintió una fuerte presión en el pecho, el corazón acelerado y los pulmones ardiendo. Se obligo a calmarse y luchó por recobrar la compostura. El ruido que venía de abajo le indicaba que se encontraba momentáneamente a salvo, pero era algo temporal. Trató de aclarar su mente y, consciente ya de que había pasado de largo su piso y que sin luz era un completo suicidio arriesgarse a bajar, no le quedó más remedio que seguir subiendo hasta el final.
El último piso llevaba directamente a una puerta solitaria que daba al terrado. Alguna vez había estado ahí arriba, una amplia superficie donde había una caseta de cemento con los contadores del gas y la luz y que se empleaba para tender la ropa y poco más. Él siempre había tendido en su pequeño balcón (las coladas de una persona sola no dan para mucho, la verdad), pero recordaba haber llevado allí arriba a alguna chavala años atrás para fingir que iban a ver la lluvia de estrellas de San Lorenzo.
La puerta estaba cerrada con llave. Sacó su llavero del bolsillo y probó si alguna de sus llaves servía para abrir, pero tal y como se temía ninguna le valía. Seguramente la llave del terrado estaría perdida en algún cajón de casa, junto a miles de cacharros inútiles, o quizá incluso se hubiese cambiado la cerradura desde la última vez que subió allí arriba. Sea como fuere, no parecía una puerta especialmente robusta y trató de abrirla a base de impactar contra ella, como en las películas. Los dos primeros golpes no sirvieron más que para hacerse daño en el hombro, pero los sonidos que los zombis (sí, definitivamente había que llamarlos ya de esa manera) sonaban cada vez más cercanos, y eso le insufló de nuevas energías. Golpeó varias veces más con todas sus fuerzas y al fin la madera cedió, reventando el marco a la altura de la cerradura. Un día nublado que amenazaba luvia recibió al hombre, que se dejó caer de rodillas, con los ojos cerrados para protegerse de la luz repentina, celebrando su efímera victoria. Había conseguido lo más difícil, pero ahora le quedaba encontrar la manera de bloquear la puerta para impedir que los monstruos saliesen al exterior. Se puso de nuevo en pie y recorrió angustiado el terrado. No había mucho a lo que agarrarse, pues estaba totalmente vacío. Miró en la caseta de los contadores como última opción y descubrió que el destino por fin había decidido echarle una mano: no estaba cerrada con llave. Abrió la puerta y dentro encontró dos tumbonas en un estado bastante deteriorado que algún vecino subiría vete tú a saber cuándo con la pretensión de tomar algo de sol. Las sacó y las arrastró hasta la puerta. Casi podía intuir a los zombis llegando a lo más alto de su Everest particular y colocó las tumbonas contra la puerta. Las puso de tal manera que podía impedir que esta se abriera, pero a base de empujones sin duda terminarían por desplazarlas y abrirse paso. Lo único que había ganado era tiempo.
Volvió a recorrer el terrado, con la mano chorreando sangre por la herida que él mismo se había provocado. Todavía le costaba creer lo que había visto ahí abajo, la aterradora y rápida transformación de Paco, al que ya nunca más volverán a llamar «el Chapas», y de repente todo lo que había leído de ese supuesto Profeta cobraba sentido. La epidemia era real y el virus, fuese cual fuese el nombre científico que le habían decidido poner, había dado pie a un apocalipsis zombi.
Buscó alternativas. Una de ellas era saltar de terrado en terrado para alejarse de allí y buscar un lugar por el que lograr descender a la calle. Otra opción era la de esperar a los zombis subido a los muros que rodeaban la superficie, a modo de barandillas. Si conseguía que se le acercaran de uno en uno, teniendo en cuenta la lentitud y torpeza que habían demostrado tener, quizá podría encarase con ellos y arrojarlos al vacío sin resultar dañado. Ninguna de las dos opciones parecía muy halagüeña, pero no tenía mucho más a lo que aferrarse.
Los escuchó golpear la puerta y supo que no tardarían en salir. Se sentó sobre el muro, con las piernas colgando al exterior, y se permitió un momento de respiro. Tenía razón, desde ahí se podía escuchar el sonido del mar. Cerró los ojos e imaginó las olas golpeando contra la playa de Riazor. Escuchó el murmullo del viento jugando con las hojas de los árboles, el canto de los pájaros, los ladridos de los perros… Era una sensación agradable, tan solo estropeada por el roce de las uñas de los muertos contra la madera de la puerta.
Suspiró con resignación, contempló las nubes plomizas que empezaban a desprender una fría llovizna y se giró hacia la puerta, a punto ya de caer derrotada, dispuesto a enfrentarse a su destino.
 Entonces, en el peor de los momentos, se hizo la pregunta fatídica.
¿Y luego qué?
Podía enfrentarse a esos seres de pesadilla. Podía esquivarlos o derrotarlos. Quizá incluso matarlos de una manera definitiva.
Pero… ¿Y luego qué?
Una profunda tristeza lo embargó. Las sensaciones desde allí arriba eran hermosas, sí, pero no para él. Él amaba el ruido de los bares, el aroma a tocino retorciéndose en una barbacoa con amigos, escaparse a O Freixo a por algo de marisco, ver fútbol los domingos y matar las horas conversando con la Rosa de turno. Cosas que ya formaban parte del pasado. Cosas que no tenían pinta de que fuesen a volver.
Se puso en pie en el momento preciso en que la puerta se terminó por abrir. Aún tardaron unos minutos en lograr sortear los cadáveres de aluminio de las tumbonas, pero ya estaban ahí, oliendo su sangre, deseando sus entrañas… Se le acercaban con paso lento y Andrés los contempló inmóvil, como el pistolero esperando el momento de desenfundar su pistola.
Solo que Andrés ya no tenía pistola ni arma alguna. Se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón y notó algo que no recordaba que llevaba encima. Lo sacó. Era una hoja de papel doblada:  Su lista de pendientes.
La leyó con calma mientras la muerte avanzaba paso a paso hacia él:

Tirarme en paracaídas.
Hacer rafting.
Probar la comida india.
Viajar a Nueva York.
Hacer un amigo.
Aprender inglés
Ir a clases de baile
Hacer escalada
Escapar del confinamiento.

Dos propósitos tachados. No estaba mal, pero no era suficiente. Necesitaba hacer una cosa más. Se llevó el dedo índice sobre la herida del cuchillo y lo usó luego para tachar con su propia sangre el último de los deseos: Escapar del confinamiento.
Lo iba a hacer. Esos malditos no se lo iban a poder impedir. Estaban ya ahí mismo, apenas a medio metro. Un anciano que después de dedicar años a salvar vidas ahora las quitaba, una cuidadora que no fue capaz de cuidar de sí misma y un desconocido que se había convertido en su mejor amigo por falta de personal. Y los tres con un único objetivo: él.
Pues se iban a quedar con las ganas.

Andrés se impulsó hacia atrás, levantando los brazos como un superhéroe a punto de echar a volar. Hizo un acrobático giro en el aire y cayó de espaldas al vacío, disfrutando de la brisa marina que le removía el cabello y feliz por haber conseguido su objetivo. Por haber podido derrotar al virus y a los malditos zombis. Había logrado escapar al fin del confinamiento.
Y por ridículo que pareciera, su último pensamiento fue preguntarse quién iba a cuidar ahora de Eddie.


FIN