Siendo yo erudito de la literatura de terror, desde el clasicismo de Poe al hiperactivismo de King, pasando por las demencias alucinógenas de Lovecaft, y a fin de cuentas de que mi primogénito ya me había obsequiado concediéndome el capricho de nacer precisamente en el día del libro, se me vino el antojo carpenterniano de que para mi segundo vástago la noche de Halloween sería la más idónea. Quiso, por tenerme contento más que nada, la buena de la madre sufrir sus primeras contracciones reales en tan alegre fecha, mas el parto no se concretó hasta entrada la ya mañana. Así fue como mi pequeña, frágil, delicada Chloe me dio mi primera lección de vida, rechazando la artificiosidad de un evento hollywoodense que mancillaba una tradición de origen celta para sustituirla por el mucho más patrio día de Todos los santos ( que precede a la noche de difuntos), haciéndome rememorar aquella adolescencia injustamente olvidada en la que bebía los vientos (o me cortaba las venas, según correspondiese) por los textos de Becker.
Así, cambiando los machetes de Michael Myers por los espectros del monte de las animas y las calabazas macabras por las castañas y boniatos humeantes, mi muñequita le ha llorado por primera vez al mundo un uno de noviembre a las ocho y treinta y seis minutos, con casi tres kilos con seiscientos gramos de peso y una estatura de cincuenta centímetros. Rebosante de salud, es un nuevo ángel en mi inmerecido séquito, una musa más dispuesta a guiar mis textos pese a mi absoluta vagancia literaria.
Chloe es hija del deseo, del amor y de la ilusión, y la bendición que supone tenerla ya conmigo es tan solo equiparable al regalo que recibí hace apenas treinta meses con su hermano Noah o unos años atrás con la llegada de su madre, mi musa primigenia.
Y con ellos, y gracias a ellos, puedo comprobar también el regalo que supone los amigos y la familia que tengo alrededor. Y eso me convence de que, pese a todo, este mundo al que Chloe acaba de llegar puede ser maravilloso.