lunes, 30 de noviembre de 2020

Cine: LAS BRUJAS DE ROALD DAHL

Una de las cosas más atractivas de la fiesta de Halloween es que suele venir acompañada de algún estreno potente en cines, ya sea para un público más festivalero (como fue la propia La noche de Halloween) o encarado a un público infantil (como fue el caso de Pesadillas). La apuesta principal de este año fue Las brujas de Roald Dahl, de Robert Zemeckis, aunque debido a que este año el terror está en nuestro día a día en forma de pandemia, el estreno pillo con los cines de parte de España (como poco los de toda Catalunya) cerrados.

Tras la reapertura de las salas del pasado viernes (a ver cuánto dura), al fin se ha estrenado en Barcelona, donde resido, y la presencia del bueno de Zemeckis tras las cámaras es una excusa obligada para regresar a la acogedora oscuridad de un cine.

Cierto es que no es el mejor momento del director (su anterior film pasó por las carteleras casi de tapadillo tras unas críticas demoledoras) y está claro que sus mejores películas están ya realizadas. Él mismo debe saber que no va a repetir obras maestras como la trilogía de Regreso al futuro, ¿Quién engañó a Roger Rabitt? o incluso La muerte os directa tan bien, de la que soy gran defensor. Y eso que no soy un apasionado de la que se supone que es su obra maestra, Forest Gump. Pero también es cierto que cuando se ha dejado de tonterías digitales (deja las innovaciones tecnológicas para James Cameron, Bob) y se ha puesto serio, tampoco le ha ido tan mal, como demuestra Aliados.

Producida por Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, siendo el primero quien pegaba dirigirla inicialmente, uno de los méritos del guion es que consigue hacer lo que no supo hacer, por ejemplo, la reciente Rebeca. Es decir, ser una nueva versión de una novela y no una simple fotocopia de un film anterior. Así, Zemeckis logra desmarcarse de la versión de Nicolas Roeg ofreciendo su propio punto de vista del clásico cuento de Dahl, provocando, de paso, que las comparaciones entre la bruja de Angelica Houston y Anne Hatthaway sean estériles. Puede gustar más una u otra, ser mejor una u otra, pero por lo menos son diferentes.

Sorprende que Zemeckis haya regresado a un tono infantil del que llevaba años alejado sin renunciar por ello a ofrecer unas gotas de terror que pueden asustar a los niños de hoy en día, demasiado sobreprotegidos para según qué cosas (esto se puede tener, probablemente, a la mano de Del Toro, que también ha juguetear con el guion).

Siguiendo con relativa fidelidad la obra de Dahl, la película recurre a una elegante fotografía y un colorido muy vistoso para retratar ese peculiar aquelarre encabezado por una Hatthaway que parece pasárselo bomba ante la desesperación de una Octavia Spencer mucho más contenida. Ayuda, y mucho, el uso de unos efectos visuales muy cartoon para dar rienda suelta a los poderes de la gran bruja sin llegar al exceso. Zemeckis, esta vez, sabe cuál es el límite y su planificación visual, aunque rozando la caricatura, nunca llega a molestar ni resultar grotesca. Tampoco puedo poner ninguna pega a la «humanización» de ciertos roedores, también convincente y divertida.

Sí se le puede echar en falta un punto de la mala baba que se gastaba antaño, algo que se encontraba también en la obra iniciática de Tim Burton o en otras adaptaciones de Dahl como la Matilda de Danny DeVito, pero hay que recordar que esto es terror para niños, y reiteró que los niños de ahora no son como los de los ochenta y los noventa, que podían disfrutar de las salvajadas de los Gremlins o los piratas deformes de Los Goonies sin acabar con traumas infantiles.

En fin, divertida y entretenida, emotiva sin ser ñoña y absurda pero sin caer en el ridículo. Un buen Zemeckis que recuerda al que una vez fue, firmando una película para toda la familia que, visto el panorama de estrenos que tenemos, los cines vendrían tratar de aguantar en cartelera con el propósito de que pueda ser la película de las navidades.

 

Valoración: Siete sobre diez.

Visto en Netflix: CRÓNICAS DE NAVIDAD, SEGUNDA PARTE

Kurt Russell, que nos tiene acostumbrados a su imagen de tío duro pero socarrón, como los inolvidables MacReady de La cosa, Snake Plissken en 1997: Rescate en Nueva York y su secuela o Gabriel Cash en Tango y Cash, empezó a darse a conocer en películas de Disney, y aunque haya cambiado la casa del ratón por Netflix, tras una segunda juventud gracias a sus colaboraciones con Tarantino y sus apariciones en el MCU y como secundario recurrente en la saga de Fast & Furious, ahora parece haberse asegurado la jubilación gracias a Crónicas de Navidad, cuya primera entrega fue todo un éxito hace un par de años.

Con Goldie Hawn como partenier de lujo (su esposa en la vida real ya aparecía en la anterior película, aunque en aquel momento parecía sólo un chiste para cerrar el film), Crónicas de Navidad, segunda parte busca cambiar la fórmula para no ser una mera repetición, y aunque repite protagonista (eficaz Darby Camp, que tras su participación en Big little lies ya puede presumir de codearse con las grandes estrellas) no se limita a copiar el esquema, buscando ampliar el universo aunque el objetivo final, salvar la Navidad, obviamente sea el mismo.

Cuando se iba a estrenar Crónicas de Navidad, imagino que con la idea de diferenciarlos del resto de pastiches navideños, se publicitó como «de los productores de Harry Porter y la piedra filosofal», y para remarcar más esa idea el propio Chris Columbus se ha responsabilizado de dirigir Crónicas de Navidad, segunda parte, amar de coescribir el guion, y aunque es un realizador de prestigio eso no tiene que ser necesariamente bueno. Ha llovido mucho ya desde la mítica Sólo en casa y parece que en la actualidad Columbus hice más de las tartas que otra cosa, como prueba lo flojito que fue su último trabajo, Pixels.

Es quizá por eso, o por el intento de la historia de ser más infantil y edulcorada, que esta secuela parece tener menos garra que la anterior, que sin ser tampoco nada demasiado transgresor, sí tenía un aire más gamberro. Puede que el problema sea el abuso digital. Sí la primera película transcurría en su mayoría eh el mundo real y sólo se veía un atisbo del Polo Norte, aquí hay un aviso de elfos que no sólo infantilizan el resultado final, sino que demuestra las limitaciones presupuestarias lógicas de un producto de estas características. No me parece casual que la mejor secuencia de la película sea, precisamente, la del aeropuerto de Detroit, una de las pocas que suceden con protagonista humanos y sobre la emotividad funciona muy bien.

Dejando de lado comparaciones, hay que reconocer que la película sigue estando muy por encima de otras propuestas navideñas, un subgénero muy en horas bajas, y que consigue el propósito de entretener y recordar que el espíritu de estas fiestas no son sólo los regalos y el delirio consumista, sino estar con los seres queridos y recordar a los que nos han dejado ya.

En fin, que a falta de tiempos mejores, estamos ante una secuela aceptable, que invita a pesar que hay crónicas para rato, con un Russell en su salsa y que confirma que la película navideña por excelencia sigue siendo Qué bello es vivir, por lo que es gratificante saber que también en la aldea de Papá Noel se mantiene la tradición de revisitarla año tras año.

 

Valoración: Seis sobre diez.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Visto en Amazon Prime: JUEGO DE ESPÍAS

Creo que últimamente estamos (yo el primero) abusando mucho de lamentar las películas que, por culpa del cierre de los cines, han recaído en la pantalla pequeña, pero lo cierto es que quizá muchas de esas películas tampoco habrían tenido un hueco en las carteleras en un año normal. Ese, sin embargo, no es el caso de Juego de espías, comedia de acción dirigida por Peter Segal cuyos carteles promocionales inundaban los cines justo antes del confinamiento de marzo.

Se podría decir que cuando Arnold Schwarzenegger (héroe de acción indiscutible de los ochenta y los noventa codo con codo con Stallone) decidió dar el salto a la comedia de la mano de Ivan Reitman con Poli de guardería (1990), creó una nueva moda. Ciertamente, resultaba muy divertido ver a un armario de puro músculo interactuando con un indefenso niño, y muchos fueron los que siguieron su ejemplo: Dwayne Johnson (cuando aún era conocido como The Rock) lo hizo en Padre por sorpresa, Vin Diesel en Un canguro superduro, y ahora es turno de otro ex campeón de lucha libre reconvertido en actor, Dave Bautista, al que siempre se recordará por su papel de Drax, el destructor, en Guardianes de la Galaxia y su secuela (y, algún día, si Dios quiere, su tercera entrega).

La premisa es un calco casi insultante de la mencionada Poli de guardería. Un agente y su compañera deben espiar a una joven madre con lazos familiares con un peligroso terrorista. En aquella, era la ex mujer; en esta la cuñada.

Afortunadamente, aquí terminan las similitudes y mientras Schwarzenegger se camuflaba (es un decir) bajo la piel de un profesor de guardería, Bautista ocupa un apartamento vecino en el que instalar un sofisticado equipo de vigilancia. Aquí, es la hija de la vigilada (adorable Chloe Coleman) quien toma cartas en el asunto y, tras descubrir la tapadera de los agentes, se las ingenia para aprovecharse de la situación.

Aunque en este tipo de propuestas más o menos infantiles siempre hay un punto de moralina, no es la intención de Peter Segal, especialista en comedias de este tipo, la de buscar moralejas. Más bien opta por aprovecharse de la química entre los dos protagonistas y buscar situaciones inverosímiles en las que la envergadura de Bautista resulten ridículas o donde se demuestre lo detenidamente manipuladores que pueden ser los pequeños. Ni siquiera importa mucho lo que pase con el villano de la función, casi olvidado hasta el último acto donde la comedia da paso a la acción (incluyendo un claro homenaje -no quiero pensar en plagio- a Mentiras arriesgadas, también con Schwarzenegger), sin importar que por el camino se hayan desaprovechado un poco las bazas de los secundarios, pues por ahí pasean Kristen Schaal (El último hombre en la tierra), Ken Jeong (Resacón en Las Vegas) o Parisa Fitz-Henley (Luke Cage).

En fin, comedia familiar sin más aspiraciones que la de entretener con una propuesta simpática aunque con regusto a algo ya visto.

 

Valoración: Seis sobre diez.

Visto en Netflix: LOS FAVORITOS DE MIDAS

Con el éxito de Gambito de dama todavía dando de qué hablar, Netflix estrena su última mini serie con aroma a pelotazo: Los favoritos de Midas.

Dirigida por Mateo Gil, guionista habitual de Amenábar en cuya faceta como director no había conseguido atraparme aún (sus dos últimas películas, Proyecto Lázaro y Las leyes de la termodinámica, no acabaron de convencerme), su debut televisivo es por la puerta grande, con un proyecto hecho a medida para el lucimiento del inmenso Luis Tosar a los que acompaña como trío protagonista Willy Toledo (no voy a entrar en la polémica sobre su participación en la serie, más allá de opinar que es una pena habernos perdido tanto tiempo a un actor tan bueno por culpa de no saber -él y los demás- diferenciar al actor de la persona) y Marta Belmonte.

Los favoritos de Midas adapta muy libremente una novela de Jack London, trasladada para la ocasión en un Madrid más o menos actual (la ola de disturbios que la asolan la convierten casi en una distopía).

Con un planteamiento de esos que enganchan desde el principio e invitan al debate y la reflexión, la serie arranca con un anónimo dirigido a un adinerado empresario diciéndole que si no les entrega cincuenta millones de euros mataran desconocidos de manera aleatoria.

No es este el único dilema al que se deberá enfrentar Víctor Genovés, el personaje al que da vida Tosar, y la manera en la que se entregará a cada uno de ellos, que en alguna ocasión será reprochable desde el punto de vista del espectador y en otros puede (o no) coincidir con este, está las claves para entender el mensaje que nos ofrece Mateo Gil.

La pena es que si Gil es un gran guionista, todavía le queda camino para ser un director completo. Un caso similar, salvando las distancias, al de Aaron Sorkin. Y es que en ocasiones da la sensación de que Gil confía poco en sí mismo abusando de unos diálogos demasiado sobre explicativos, mientras que en otras ocasiones se pasa de frenada y abusa de los momentos intimistas que si bien ayudan a definir el momento personal por el que pasa el tal Genovés, rompe bastante con el ritmo de la serie.

Así es como también desmerece al personaje de la periodista Mónica Báez, que parece que va a ser determinante en la trama para convertirse, en demasiados momentos, en una simple mujer florero, para que a la postre pese más lo que otros personajes hacen respecto a ella que sus propias acciones y decisiones.

Como sea, sin teniendo en cuenta el abuso de la suspensión de la credulidad al que en ocasiones nos obliga Gil, lo que no se le puede llegar a la serie es ser sumamente entretenida y hasta adictiva, y pese a distar mucho de ser redonda, el duelo interpretativo entre Tosar y Toledo y el brillante final (que seguro que mucha gente no habrá comulgado con él o, simplemente, no lo habrán entendido) sean suficientes como para que me incline a recomendarla sin ninguna duda.

Visto en Amazon Prime: LAKE BODOM

Desde Finlandia llega esta propuesta de cine de terror que me reservé para el pasado Halloween y que, por vicisitudes del festivo, había quedado relegada en mi lista de pendientes hasta este fin de semana.

Una de las ventajas de las plataformas de streaming es que se pueden descubrir películas nuevas sin estar condenado a la inmediatez del estreno, y nada importa que la propuesta en cuestión tenga ya un par de años.

Inspirada (de aquella manera) en una historia real, Lake Bodom arranca con el asesinato, hace ya años, de cuatro jóvenes en un bosque junto al lago del título cuyo autor del crimen nunca fue hallado. Ahora, otros cuatro chavales regresarán al lugar de los hechos con la idea de recrear lo sucedido, lo cual, como se verá, no es para nada una buena idea.

Dirigida por Taneli Mustonen, especializado en comedias, la película fue en todo momento del humor, rozando el slasher tipo Viernes 13 sin llegar a abrazarlo del todo. Posiblemente, su mejor virtud (sin duda fruto de no ser una producción americana) sea un desarrollo de personajes poco habitual en el género que propicia el primer gran giro del film. Cuando parecía que estábamos en terreno conocido (sin un uso desmedido de la sangre pero usando más o menos las fórmulas de siempre) la situación da un giro que invita al aplauso, pero, por algún motivo, el director decide retomar el sendero de manera decepcionante para echar a perder el buen trabajo conseguido hasta la fecha hasta llegar a un final desconcertante que, quizá por buscar ser lo suficientemente abierto como para formular más preguntas que respuestas, se me antojó fallido.

Hay algo muy extraño en el film, y es que pese a la insistencia en los créditos iniciales de que se inspira en una historia real, esto no es del todo cierto. Lo único real es el relato de los asesinatos acontecidos años atrás, pero tampoco del todo, pues de las cuatro víctimas una de ellas sobrevivió, cosa que la película ignora. Podía ser un dato irrelevante, pero de haberse apostado por ser fiel a la realidad quizá habría entendido mejor ese final extraño y que, por incomprensible, resulta incluso absurdo.

Dejando de lado ese giro ya mencionado y de unas subtramas que al final no van a ningún sitio, la película tiene poco de destacable, más allá de una cuidada fotografía. Por ello, aunque se puede pasar un rato entretenido durante su visionado, la conclusión final deja un embargo favor de boca, con más detalles decepcionantes que brillantes.

 

Valoración: Cinco sobre diez.

Visto en Netflix: CHRISTMAS WONDERLAND

Estando a un mes escaso de estas extrañas navidades, ya empieza a apetecer ver películas temáticas, por más que el clima no sea precisamente invernal. Y viendo que la situación de los cines no termina de mejorar, entre restricciones, cierres y falta de estrenos potentes, Netflix se ha convertido en abanderado de tal hogareña festividad, siendo la preocupado proveedora de productos edulcorada y repletos de buenas intenciones.

Buceando en el extenso catálogo del género se encuentra Christmas Wonderland, clásico telefilme feel good que une las películas de excesos navideños tan propias de los americanos con la típica historia de la persona que abandona su pueblo (y con ello a sus amigos y amoríos) con el objetivo de triunfar en la gran ciudad para terminar descubriendo que la familia y el hogar (no creo que nadie pueda acusarme de hacer un spoiler por decir esto) son más importantes que el éxito profesional (o eso nos quieren hacer creer).

Dirigida por Sean Olson y sin nadie remarcable en su relato, el film es en realidad una comedia romántica son demasiadas pretensiones, simpática y algo torpe en su moralista final, que no consigue emocionar en ningún momento pero que tampoco resulta demasiado molesta. Una historia de ex, jóvenes y guapos, que se reencuentran casi por obligación para organizar el baile de fin de curso de la escuela local y cuyo desenlace resulta tan obvio como inevitable. Hay de por medio una historia sobre los deseos de la protagonista de ser artista, pero si esperan un mínimo de análisis del mundo de las galerías de arte, ya sea crítico o simplemente descriptivo, mejor que busquen en otra película.

En realidad, la principal pega de Christmas Wonderland es que quiere ser tan dulce y tierna que se olvida de plantear el más mínimo conflicto. No hay nada en su argumento que cree la más mínima tensión, ni el clásico malentendido entre los enamorados, los conflictos de lidiar familia con trabajo… nada. Hasta la familia de la que la protagonista debe hacerse cargo por unos días está conformada por dos niños prácticamente perfectos. Con decirles que el mayor drama en toda la película es que un lavavajillas pierde agua… Eso impide que se alcance una relación emocional con ninguno de los protagonistas, por lo que no queda más que una película comparable a una taza de chocolate templado, fácil de digerir pero sin mucho más aliciente.

 

Valoración: Cinco sobre diez.

Visto en Amazon Prime: ALERTA ROJA

Tras el éxito de crítica y público de Parásitos, Oscars incluidos, era previsible que el cine surcoreano se hiciera más accesible. Mucho más internacional que el resto de las filmografías orientales (y por lo tanto mucho más accesibles para el espectador occidental), Alerta roja es una buena muestra de cómo hacer un blockbuster sin perder algunas de las señas de identidad propias del país.

Promocionada por ser precisamente de los mismos productores que Parásitos (aunque ni rastro de Bong Joon Ho por ahí), la película es una ejemplar cinta de catástrofes que ya podría haber firmado el propio Roland Emmerich, con algunos tintes que recuerdan a la reciente Greenland pero con mucha más acción y espectacularidad.

Si al ver la película de Gerard Butler uno se acordaba de aquella época en la que Armagedon y Deep Impact coincidieron en el tiempo, con Alerta roja es imposible no evocar la pugna que tuvieron Un pueblo llamado Dante's Peak y Volcano, siendo la película que nos interesa hoy la más atractiva de las tres.

Efectivamente, todo versa alrededor de un volcán que abraza con destruir todo Seúl, y aunque la película que dirigen con eficacia Byung-seo Kim y Hae-jun Lee está cargada de tópicos y lugares comunes, los guionistas se la ingenian para dar suficientes giros de guion como para que la trama no se acomode en ningún momento. Hay momentos en los que vernos mucha destrucción, por supuesto, pero también hay toques de espionaje, persecuciones, sacrificio y drama. Que haya un baile de buenos y malos y durante un buen momento del film la acción se desvíe del volcán propiamente dicho es algo que se agradece para aparentar que estamos ante una propuesta tímidamente diferente a lo esperado.

No cabe duda que los directores han mamado mucho cine de Michael Bay, y aunque el film este plagado de momentos inverosímiles, algunos rozando el ridículo, no cabe la menor duda de que estamos ante una película muy divertida y palomitera que la pandemia, de nuevo, nos ha impedido disfrutar en pantalla grande.


Valoración: Siete sobre diez.       

martes, 17 de noviembre de 2020

Visto en Amazon Prime: NO TE LO VAS A CREER

Hace unos pocos años se podría suponer que Alexandra Daddario iba para estrella. Protagonista de sagas adolecentes más o menos exitosas como la de Percy Jackson, niega reina del terror con La matanza de Texas 3D y coprotagonista junto a Dwayne Johnson del taquillero que supuso San Andrés, trato de dar un giro a su carrera potenciando su faceta más sexual en la primera temporada de True Detective. Sin embargo, el fracaso de Baywatch (Los vigilantes de la playa, uno de los pocos tropiezos en taquilla de Johnson) la relegó al olvido. Demasiado joven para ser ya una estrella extinta, sus pagos parecen condenados a comedias románticas del montón en busca de esa película sleeper que la devuelva a la primera plana. Pero no es fácil encontrar el pelotazo que marque a toda una generación, y guiones como los de Cuando Harry encontró a Sally, Pretty Woman o Mientras duermes tampoco es que abundan. Y no ayuda mucho el hecho de que se trate de producciones estrenadas directamente en V.O.D.

No te lo vas a creer, de finales del año pasado, se ha estrenado aquí de la mano de Amazon Prime, peto por una vez no se le puede culpar al dichoso Covid de ello.

Dirigida por Elise Duran, en su primer trabajo digno (mínimamente) de mención, la película parte de una premisa simpática: una joven becaria cuenta toda su vida (secretos más íntimos incluidos) a un desconocido durante un viaje de avión del que piensa que no va a sobrevivir, sin saber que el tipo en cuestión va a resultar ser su atractivo jefe. Lo malo es que, si ya con la premisa uno puede olerse por donde van a ir los tiros, no hay ni el más mínimo giro de guion, ni la más mínima secuencia, que puede sorprender lo más mínimo.

No te lo vas a creer es una comedia romántica tan previsible que llega incluso a ofender. No es que haya nada malo en ella, es tierna, divertida y romántica, pero es tan exageradamente fiel a un esquema ya caduco que termina por aburrir.

Tampoco es que los actores estén especialmente inspirados, y eso que la Daddario ejerce como productora. Ella sobreactúa en muchas escenas mientras que él (Tyler Hoechlin) se limita a lucir sonrisa mientras piensa en lo guapo que es.

En fin, película muy plana y limitada, sólo indicada para incondicionales del género, pero que seguramente ni siquiera a estos llegue a entusiasmar en exceso.

 

Valoración: Cuatro sobre diez.

Visto en Netflix: EL DIABLO A TODAS HORAS

Dirigida por Antonio Campos a partir de una novela de Donald Ray Pollock (que se encarga además de poner voz en off al film), El diablo a todas horas es una de las grandes apuestas de Netflix para este año que he tenido por ver con algo más de un mes de retraso.

Incómoda de ver por momentos, la película se sitúa en una América profunda recién salida de la Gran Depresión (aunque muchos de sus personajes parecen no hacerlo ni notado), en un mundo corrupto y sin ley a caballo entre dos guerras (la II Guerra Mundial y la de Vietnam).

El guion se conforma por diversos relatos que terminan teniendo incidencia unos en otros y cuyo desenlace, pese a estar perfectamente cerrado, invita a la reflexión.

Ya el título (así como una de las privadas frases del film) anticipa la presencia de las creencias religiosas sobrevolando la trama, y habría quien, en un análisis simplista, atribuya a la religión la máxima responsable de la violencia de la película. «Matar en nombre de Dios», dirán algunos. Aquí es donde yo considero que la película invita a la reflexión, sacando cada uno la lectura que más le interese. Yo, personalmente, rechazo esa sentencia. Cada uno usa la violencia en su propio nombre, y usar a Dios o al Diablo es una libre excusa para su propio fanatismo.

La película, aún con un ritmo lento y reflexivo, contiene una violencia cruda y amoral que se digiere bien gracias, sobre todo, a un casting estelar que se encuentra especialmente inspirado. En una película bastante coral destaca ligeramente el personaje de Tom Holland, quizá el que lo tenga mejor para conseguir una mayor identificación con el público. A su alrededor, un reparto plagado de estrellas como Jason Clarke, BILL Skarsgård, Haley Bennet, Sebastian Stan, Riley Keough, Robert Pattinson o Mia Wasikowska.

Perturbador film, en fin, que algunos podrán encontrar de ritmo irregular (ya sabemos que cuando hay varias historias siempre hay unas que atrapan más que otras), pero que a mí me ha resultado tan turbia como estimulante.

 

Valoración: Siete sobre diez.

Visto en Netflix: BOB ESPONJA: UN HÉROE AL RESCATE

A estas alturas no voy a ser yo quien descubra a Bob Esponja. Los que me seguís de hace tiempo ya sabréis que quedé encantado con la película anterior y lo único que lamento de esta es no haberla podido ver en pantalla grande, donde su animación en 3D y su intenso colorido habrían lucido mucho mejor.

De nuevo en Nickelodeon han conseguido realizar una película con identidad propia, sin que parezca un simple episodio alargado, como suele suceder cuando se traspasa una serie infantil al cine. Quizá lo más destacable, en este sentido, sea la estación a reboot que desprende, pues aún con tener un tono continuista parece muy pendiente de preservar el origen de los personajes, con flashbacks que rememoran el momento en que todos ellos se conocieron.

Sigue siendo Bob Esponja: Un héroe al rescate una película netamente infantil, donde los más enanos de la casa disfrutarán con el derroche de luz y color y la acción casi frenética, pero los gags absurdos, casi surrealistas, y unos diálogos muy locos propicia que también los mayores (con un mínimo de sentido del humor) podrán disfrutar de lo lindo.

Como puede imaginarse, el argumento es casi lo de menos. Bob Esponja y su amigo Patricio deben abandonar la seguridad de Fondo de Biquini para embarcarse en una peligrosa aventura para rescatar a Gary del rey de una Atlantis más próxima a la Atlantic City de New Jersey que al mítico reino sumergido.

Al final todo es ya excusa para ensalzar el valor de la amistad y el coraje necesario para luchar por lo que vale la pena, siendo su tercer tramo, por sentimental y maniqueo, el más soso del film. Pero, como se suele decir, lo importante es el viaje, y este, de nuevo, es tan loco y divertido que vale la pena realizarlo, por más que conozcamos de sobras el destino final. Y más cuando los guionistas saben apañárselas para introducir de manera coherente (es un decir) personajes de carne y hueso que redondean el producto. Sí en el anterior film la estrella invitada fue Antonio Banderas, ahora es Keanu Reeves quien ha decidido echarse unas risas a costa de esta paranoia animada, amén de apariciones breves de gente como Danny Trejo o Snoop Dogg.

En resumen, un locurón muy divertido al que, eso sí, los que ocurren la serie no deberían ni acercarse. Al fin y al cabo, no es cometido del film el buscar nuevos adeptos para la causa.

 

Valoración: Siete sobre diez.

Visto en Netflix: GAMBITO DE DAMA

Si hace unos días comentaba lo poco interesante que podría resultar, a priori, una secuela tardía sobre Karate Kid, la apuesta se eleva. ¿Una película sobre una jugadora de ajedrez que, además, ni siquiera es real?

Esta es la base de Gambito de dama, que con un aspecto muy clásico de biografía fílmica se inspira, en realidad, en la novela homónima de Walter Trevis, un viejo conocido en Hollywood pues suyas son las obras que inspiraron a El color del dinero y El buscavidas.

El ajedrez debe ser uno de los deportes menos atractivos para reflejarse en pantalla, ya sea en cine o televisión (aunque algunos ejemplos de ello hay, como Jaque al asesino, El juego más frío o las españolas El jugador de ajedrez e Hijo de Caín), y casi siempre que se ha hecho, este es más una excusa para hablar de otra cosa que el verdadero foco de atención.

En Gambito de dama el ajedrez lo es todo, por más que se use como metáfora de vida para hablar del abandono, las adicciones y el sacrificio. Y, contra todo pronóstico, funciona perfectamente.

Dos son los grandes artífices de que la mini serie de siete episodios sean un modelo de cómo hacer una buena historia biográfica. Por un lado, Scott Frank, alma mater de la serie tanto como escritor como en la faceta de director. Él es quien consigue que una historia tan dramática (todo empieza con una niña abandonada en un orfanato tras el suicidio de su madre) sin aparente toques de humor pueda resultar divertida y, pese a su ritmo lento, emocionante, plasmando cada partida de ajedrez (y hay muchas a lo largo de la serie) de manera diferente, algunas incluso mostrándonos tan sólo los rostros de los jugadores.

La otra apuesta ganadora de Gambito de dama es Anya Taylor-Joy, una de las mejores actrices del panorama actual (sino la mejor). Tras impactar en su debut con La bruja, plantarle cara a la impresionante interpretación de James McAvoy en Múltiple, ser la roba escenas descarada de Los Nuevos Mutantes o arrebatarle el papel de Furiosa a la mismísima Charlize Theron en la inminente precuela de Mad Max, ya era hora que esta chica de raíces hispanas y extraña belleza tuviera un vehículo para su propio lucimiento. Gambito de dama es ella y sólo ella, tanto a nivel argumental como visual. Toda la historia gira alrededor de su personaje, alejándose de las diversas subtramas cuando no le afectan directamente, mientras que la cámara la sigue casi insistentemente. Sin dejarse intimidar, la actriz hace un verdadero tour de force en el que con sus miradas y gestos doce más de lo que muchos diálogos podrían expresar.

Por último, resulta especialmente notorio que Frank haya conseguido una implicación del espectador tal que no es especialmente relevante que este tenga unos conocimientos mayores o menores (o incluso nulos) del juego del ajedrez. Yo mismo he hecho más de una partida y conozco el reglamento, pero ello dista mucho de poder decir que sé jugar, he disfrutado con la emoción de las partidas sin necesidad de conocer los entresijos de las mismas.

No sé si atreverme a afirmar, como he escuchado por ahí, que Gambito de dama está entre lo mejor del año, pero desde luego, el nivel que ofrece es muy alto.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

UN CUENTO PARA NOAH

Hace ya más de un año que sucedió. Un día cualquiera de un septiembre lluvioso en el que aún no se había oído hablar de virus y donde las pandemias parecían algo de las películas.

En realidad fue cosa de mi padre, por lo que nunca podré llegar a agradecérselo lo suficiente. Yo siempre he sido un viajero empedernido, deseoso de conocer lugares y culturas diferentes, pero ese 2019 en concreto no parecía demasiado propicio para embarcarme en una nueva aventura más allá de las fronteras de mi tierra, y así lo había decidido ya. Estaba el maldito tema económico, por supuesto, esa extraña pesadilla que quita el sueño por igual a ricos y a pobres, a cada uno a su manera y modo. Pero también la mala salud de don Benito, mezcla de la fatalidad y los malos hábitos que por suerte no he heredado, que por ese tiempo le hacía entrar y salir casi constantemente de los hospitales.

Lo recuerdo tumbado en la cama de uno de esos hoteles, como él los llamaba, mirándome con sus ojillos diminutos cargados de una chispa de vida que se negaba a abandonarlo, animándome a viajar. «Si yo ya estoy mejor»  me decía. Y por aquel entonces parecía verdad.

Luego, las estrellas se alinearon, confabulando a mis espaldas. Por un lado, la cosa del dinero varió, no lo suficiente como para caer en excesos pero sí como para invitarme a entrar a curiosear a una agencia de viajes (casi un ritual para mí, pues sé de antemano que al final voy a terminar haciéndole la reserva a ese amigo de la infancia reconvertido en mi agente vacacional particular que nunca me ha fallado). Por otro, un cambio poco usual en mis vacaciones propició que de improvisto me encontrase libre casi todo el mes de septiembre, sin nada interesante con que disfrutar en mi tiempo (porque, reconozcámoslo, las vacaciones pueden ser muy prácticas para, por ejemplo, pintar el piso; pero entonces dejan de ser vacaciones).

Y para completar la ecuación, mi buen padre cumplió con su parte y tuvimos un agosto relativamente tranquilo, abriéndose las puertas a mi escapada anual.

Tenía Las Vegas entre ceja y ceja, a fin de cumplir una deuda que tenía con ella (la había visitado hacía ya décadas, como parte de un tour que apenas me había permitido recorrer la ciudad del pecado más que unas tristes horas), amén del capricho de volver allí como parte de la investigación de una futura novela, pero el mencionado alivio económico tampoco daba para tanto, así que busqué un plan B.

La elección fue Croacia. Si había algo en lo que mis padres siempre coincidían (en cuestión de viajes, me refiero; en cuestiones más vitales coincidían en casi todo) era en que Dubrovnik era la localidad más bonita del mundo. Y eso que ellos la habían conocido antes de que los dragones sobrevolasen esas murallas que debían protegerla de los caminantes blancos.

Un último detalle para completar este cuento: con la reserva ya realizada y todo listo para disfrutar de mi viaje en forma de tour, una conversación casual con un familiar a quien tengo en gran estima sacó a relucir la belleza de Plitvice, una reserva natural de, al parecer, espectaculares lagos y cascadas. Aterrorizado por un pálpito insolente revisé la ruta de mi viaje desde el móvil y confirmé que tal idílico paraje no formaba parte de mi circuito. De inmediato, una llamada a mi amigo: «¿Y no se puede hacer nada?», le pregunté, acongojado. Se podía, desde luego. Ya te he dicho que el fallarme no entra en su lista de vicios. De manera que tras un nuevo presupuesto, una nueva ruta y una nueva fecha, mi epopeya estaba confirmada.

Lo que yo no sabía en ese momento era que, a seiscientos kilómetros de distancia, alguien había decidido realizar el mismo trayecto. Su historia, además, estaba plagada también de elecciones aleatorias y cambios de última hora. Y aunque esa parte del cuento no me corresponde a mi contarla, lo cierto es que es suficientemente tentadora como para no pensar en una fuerza superior (llámala ser celestial, destino o el propio caos del universo, lo dejo a tu elección) jugando a unir nuestros hilos.

Y aquí es donde, tras tan largo preámbulo, empieza a tomar forma este relato.

No seré tan osado como para comparar la belleza de Croacia con otros lugares que he visitado ni para definir ese viaje como el mejor de mi vida. Yo, que he sobrevolado el Cañón del Colorado, me he bañado en un cenote en Chichen Itzá, me he adentrado en el majestuoso templo de Abu Simbel y he contemplado una puesta de sol desde las dunas del Sahara, he aprendido que cada país tiene su belleza propia, particular e incomparable. Dejando de lado el cansino machaqueo de «merchandising» de Juego de Tronos o Star Wars, la ciudad amurallada de Dubrovnik me entusiasmó, con su aroma medieval y las aguas del Adriático golpeando la roca sobre la que se asienta. Split me dejó algo frío, la verdad, Plitvice merecía más tiempo del que le pudimos dedicar y Zagreb, que recorrimos hasta la extenuación cuando el viaje ya agonizaba, me dejó con ganas de más,. Pero si hay algo que realmente me enamoró de mi estancia en Croacia es la gente con la que compartí ruta.

No me refiero a todos, claro (y que nadie se moleste, éramos un autocar repleto y con algunos no llegué a cruzar más de tres palabras), pero se formó una panda muy interesante con quien compartir anécdotas y fotografías a la luz de unas copas más bien rácanas de alcohol al caer la noche. Un grupo de esos que podría convertirse en amigos para toda la vida de no ser porque, finalizado el viaje, cada uno debía regresar a su punto de origen, separados uno de otros por demasiados kilómetros y horas de vuelo como para que la promesa de volver a reunirnos todos alguna vez pudiera hacerse realidad. Y es que, incluso en estos días, Granada, Valencia o Madrid (bendito Madrid) quedaban demasiado lejos de Barcelona para el capricho de un simple café.

Sin embargo, ya te habrás dado cuenta de que este es un cuento de casualidades del destino y pequeños milagros, con lo que ninguna idea debería ser descartada antes de tiempo. ¿Recuerdas que he mencionado a alguien a seiscientos kilómetros de distancia de mí? Pues de ellas debería hablar ahora, pero creo importante hacer de nuevo un pequeño alto en el camino para contar algo más sobre mí.

Aunque desde niño he sido un romántico empedernido, el tiempo y la vida me habían hecho abrir los ojos, tomando una postura más bien cínica hacia eso que llaman amor. Había aprendido la realidad detrás de los grandes romances: que Romeo nunca acabaría con Julieta, que Rose y Jack jamás compartirían la tabla de madera (aunque todos sabemos que cabían los dos) y que los príncipes azules con Copyright de Disney, en la vida real, acumulaban escándalos y sospechas de desfalcos. Quiero decirte con esto que en ese momento de mi vida no estaba buscando a mi gran amor ni creía siguiera en tan maniqueo concepto. Yo, que en mis tiempos me había emocional leyendo a Becker y escuchando baladas de Scorpions, me había autoconvencido de que la única utilidad del amor era la de corromper a ciertos vampiros para que brillasen a la luz del crepúsculo y poco más.

Quiero decirte con esto que no esperes que te diga que cuando la vi por primera vez fue un flechazo instantáneo. No aletearon mariposas en mi corazón ni vi fuegos artificiales. En realidad, el primer recuerdo vívido que tengo de ella, pobrecita mía, fue descompuesta a bordo de un cascarón de nuez que revolvía su estómago a golpe de marejada y que propició nuestra primera y efímera conversación.

No fue un estallido inmediato, cosa de lo cual me alegro. Lo peor de eso que los poetas llaman pasión es que, por definición, es volátil y fugaz. Lo nuestro, sin embargo, fue cociéndose poco a poco, creciendo desde la nada hasta el infinito: un saludo al que siguió una sonrisa, el café de la mañana, coincidir en la mesa para cenar… Casi sin darnos cuenta empezamos a buscarnos en las excursiones, intentando conocer todos los bares del país y alargando en ellos las noches pese a la amenaza del madrugón del día siguiente.

Iba con su mejor amiga (aquella con la que compartí cervezas y tertulias políticas) y su madre, y pronto nos convertimos en inseparables. Pronto, pero tarde, pues Croacia no daba para más y el tiempo se nos escurría de entre las manos.

Sin saber cómo, ella y su amiga se habían convertido en «mis madrileñas» y el día que acudimos al aeropuerto a separar nuestros caminos una pena se adueñó de mi corazón. Recuerdo el abrazo de la despedida, el primer momento de verdadera intimidad que tuvimos, y la promesa de volver a vernos. Hicimos planes, intercambiamos mensajes y, atrapados en nuestras respectivas ciudades, hicimos de las llamadas telefónicas un hábito.

Nacida en el lugar donde el mundo se parte por la mitad, de piel canela y ojos rasgados, las horas de conversación se le hicieron tan insuficientes como a mí. Necesitábamos volver a vernos, recordar esa amistad que pudo brotar en Dalmacia pero que creció a medida que íbamos sabiendo más el uno del otro. Habíamos ido a Croacia en busca de paisajes y habíamos regresado, aunque aún tardaríamos un tiempo en averiguarlo, cada uno con un pedacito del corazón del otro. Y eso que ella, como yo, renegaba de romances mágicos que sólo tenían cabida en esas películas que tanto le gustaban. No está de más decir, por cierto, que ella partía con cierta ventaja en el tema, ya que, aunque de otro tipo, sí conocía el amor. Dos amores, a decir verdad. Dos hijos que eran toda su vida y que representaban lo único que ella podía necesitar en el mundo. O al menos eso creía en aquellos momentos.

Al final, el encuentro se produjo. Una boda en tierras catalanas fue la responsable. Consumamos nuestra amistad brindando con sendos mojitos que ya querrían saber preparar los dichosos croatas y nos sorprendimos al descubrirnos, casi por accidente, cogidos de la mano al pasear. Y cuando nos dimos el primer beso aceptamos que ya no había marcha atrás, y que este cuento debía tener, por necesidad, un final feliz.

2019 continuó y, al final, se esfumó, pero supimos exprimirlo bien. Degustamos comida hindú, le enseñé algo de mi amada Costa Brava (que en las noches de invierno tampoco es que dé para mucho, debo reconocer), y hasta caímos en los tópicos más empalagosos de las películas románticas viajando a París, donde no faltó el tradicional candado en el Pont de les Arts. Y, de alguna manera, supimos compaginar eso con más entradas y salidas del pobre señor Medina a hospitales (allí fue donde se conocieron y allí fue donde, ya a solas, mi sabio padre, con una sonrisa de orgullo como pocas le recuerdo, me dijo: «Me gusta. Mucho»), con el desafío de conocer a las respectivas familias gracias a la excusa de las fiestas navideñas y, lo más difícil, con la distancia que nos seguía separando.

Y hete aquí que llegó el 2020. Un año maldito, que la historia de la humanidad recordará por una pandemia que volvió al mundo más aterradoramente global que nunca pero que yo, a nivel personal, recordaré porque fue el año en que mi padre, luchador desde la cuna, al fin arrojó la toalla, agotado de pelear con su maltrecho hígado, presto para embarcarse en su propio viaje con la esperanza de reencontrarse con mi querida y añorada madre.

Y su marcha me habría desgarrado por completo si no la hubiese tenido a ella, esa explosión de luz que iluminaba los desayunos de Croacia con su sonrisa, turista mochilera hasta la extenuación por el día que se transformaba en una morenaza de sangre latina al caer la noche, sexy y tierna a la vez, como si deseara ocultar su belleza a los nativos, reservándola sólo para mí.

Durante estos días de duelo ella fue como una pepita de oro entre el barro, como una luciérnaga rompiendo la oscuridad de la noche, como un soplo de esperanza en un mar de agonía. Ella me dio la vida y las fuerzas para luchar, me invitó a sonreír y a creer en un futuro. Y ese futuro, de nuevo como por arte de magia, se convirtió en presente.

El final de mi cuento parece ser, contra todo pronóstico, el final soñado por cualquier guionista de Disney. No voy a ser tan cursi como para decirte eso de «y vivieron felices y comieron perdices», pero por ahí va la cosa. En un mundo que había enloquecido, donde los besos y los abrazos estaban multados y los rostros se ocultaban bajo mascarillas de tela, nosotros supimos mantener nuestro amor. Porque sí, ya hacía un tiempo que nos habíamos rendido a las evidencias y habíamos aceptado que eso era amor, con toda sus letras, ese amor del que recelábamos e incluso nos burlábamos. Dos almas perdidas se habían encontrado sin saber siquiera que se estaban buscando, formando juntas un solo ser, completándose una a la otra. Estableciendo un vínculo que debía ser ya eterno.

Pero si crees que este es el final definitivo de la historia estás muy equivocado, pues aún queda lo mejor por llegar. Y es que resulta que a ese destino que guiaba nuestros pasos sin nosotros saberlo se le antojó dar una tregua a la pandemia que nos permitió hacer una breve escapada juntos. Croacia estaba lejos, pero casi a mitad de camino de nuestros dos mundos se encontraba un lugar con pasado medieval, cerca del que se encontraba nuestro propio paraíso de cascadas y con lagunas en las que incluso nos pudimos bañar. Allí, en Calatayud y sus alrededores, rememoramos los días en que nos conocimos. Y allí fue donde se obró el último milagro que pone fin (de momento) a este relato.

Han pasado unos tres meses desde entonces. Hoy, once del once (un día especial, dicen los vendedores de cupones), es mi cumpleaños. Y sé que este año voy a tener el mejor regalo de mi vida. Y ese regalo eres tú. El fruto de este amor, la herencia de unas vacaciones irrepetibles. La prueba viva de que, al final, va a resultar que eso que los poetas llamaban amor sí que existe.

Y es que este cuento no es, en realidad, más que tu propia historia. Una historia que está a punto de empezar. Y no veo el momento de tenerte entre nosotros por fin.

Este es el primer cuento que te escribo, Noah, el cuento de cómo mamá y yo nos conocimos, de lo mucho que nos queremos y de todo el amor que hemos reservado para ti.

Y de cómo tú eres el que da sentido al concepto de final feliz.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Visto en Netflix: COBRA KAI

En 1984 se estrenó Karate Kid, una de esas películas que, sin ser gran cosa (como La historia interminable y otras tantas), se convirtió en una película de culto, merecedora de dos secuelas, una especie de reboot, un remake y hasta una serie de animación. Conceptos como el «dar cera, pulir cera» forman ya parte del imaginario popular y convirtió en estrella a Ralph Macchio y Pat Morita, cuyas carreras tampoco fueron mucho más allá de la franquicia (sólo Elizabeth Sue logró triunfar y mantenerse en el candelero).

No era una gran película, insisto. La clásica historia de superación deportiva con drama adolescente donde los buenos eran muy buenos y los malos muy malos, heredando conceptos de Rocky que serían aprovechados, un año más tarde, por la más inspirada y divertida Teen Wolf.

Es por eso que, a priori, una secuela en forma de serie a estas alturas no parecía una gran idea, más si encima era el buque insignia de la nueva plataforma de pago de YouTube. Pero lo que son las cosas, la misma serie ha sobrevivido al invento de YouTube y, tras dos exitosas temporadas, estuvo a punto de caer en desgracia tres el grabado de la plataforma hasta que Netflix llegó para recoger las migajas, sumarla a su catálogo y aprobar una tercera (por lo menos) temporada.

¿Y de qué va Cobra Kai? Pues como se pueden imaginar, recoge los pasos de Daniel LaRusso (Macchio) y Johnny Lawrence (William Zabka) y lo que la vida les ha deparado. Como parece obvio, Daniel es un triunfador, con una mujer preciosa y dos hijos, mientras que Johnny es un muerto de hambre, divorciado y con un hijo al que apenas ve. Sin embargo, este es el único tópico que la serie se permite, pues si la película presentaba a dos antagonistas arquetipos, sin apenas matices, Cobra Kai les da varias vueltas para conseguir que el bueno se comporte como un cretino y que el malo aprenda lo que es el honor de una forma muy natural, eliminando ese concepto del bien y del mal y dotando a ambos enemigos de una escala de grises cuya evolución es lo más interesante del serial. Tampoco es cuestión de dar la vuelta al concepto, ni mucho menos, pues los matices lo son todo. Y en Cobra Kai hay mucho de eso.

Cobra Kai tampoco renuncia a jugar las cartas de «la nueva generación», dando tramas igualmente atractivas a los descendientes y componiendo un plantel de secundarios adolescentes que tienen suficiente fuerza y carisma como para que no la subtrama más secundaria resulte aburrida.

Como es de suponer, Cobra Kai vive del recuerdo de Karate Kid, pero puede ser disfrutada incluso por aquellos que sean ajenos a las películas, pues todo aquello de vital importancia es recordado en forma de unos flashbacks que, por otro lado, tienen el mérito de no ser excesivos ni molestos. Con una mirada discreta al pasado, la serie acierta también con un uso de la moda de la nostalgia ochentera rehuyendo de la amenaza de acartonamiento propio de otros intentos recientes.

Se trata, en resumen, de una magnífica serie sobre una lucha de egos con el arte del karate como telón de fondo (y las diversas maneras de entenderlo), con la mezcla justa de intriga y culebrón que impiden que sea en ningún momento aburrida, resultando tan divertida como dramática y enternecedora.

Y es que otro gran acierto de la serie es su formato. Con una medida duración (apenas alcanza la media hora por episodio) y tandas de diez capítulos por temporada, es la dosis perfecta para dejar al espectador con ganas de más sin necesidad de meter paja para rellenar.

Una serie muy recomendable que no nueva a un target específico, pues es adecuada para toda la familia, muy superior a cualquiera de las películas precedentes y que, gracias a unos buenos guiones, demuestran que Macchio y Zabka son mucho mejores actores de lo que todos nos creíamos.