Existen dos tipos de fantasmas. Unos son espíritus errantes que se niegan a abandonar este mundo tras su fallecimiento. Los otros, mucho más aterradores por ser reales, son recuerdos del pasado imposibles de combatir. Ese es el punto de partida de la novela Rebeca, en la que la memoria de una mujer extraordinaria tanto por su talento como por su belleza amenaza la vida y la cordura de su sustituta en el lecho nupcial. ¿Cómo competir con el recuerdo perfecto de alguien ya fallecido?
Como si se tratase de un
ejercicio de metalenguaje, la Rebeca de Ben Wheatley también debe
competir con su propio fantasma, la obra homónima del gran Alfred Hitchcock,
que sin ser uno de sus mejores títulos forma parte de la historia del cine.
Wheatley, otrora enfant terrible,
se ha acomodado en exceso para filmar una película plana y sin alma que
palidecer en comparación con el film de 1940.
Es cierto, como suele hacerse en
estos casos, que desde la producción se ha insistido mucho en que no se trata
de un remake del filme de Hitchcock, sino una nueva versión de la novela de
Daphne Du Maurier, pero, aún sin tratarse de una fotocopia total como la
versión de Psicosis de Gus Van Sant, lo cierto es que no hay ningún
esfuerzo en el guion para innovar lo más mínimo, repitiendo argumento, esquema
e incluso diálogos. Como curiosidad, sólo hay ligeros detalles realmente
diferenciadores: el cambio de escenario de la resolución de la trama, los
matices alrededor del desenlace de uno de los protagonistas y la mayor
importancia en el guion del personaje femenino, algo muy ligado a la moda
actual del emplazamiento femenino, de nuevo mal entendido y que da pie a una de
las escenas más estériles de la película. Es como si los mínimos cambios
argumentales solo hayan sido para peor (hay también un detalle al respecto del
protagonista masculino que obviaré por no entrar en detalles, pero que invita a
tener una visión diferente y más negativa de la propuesta)
Lo malo es que dejando de lado su
referente, la versión de Netflix tampoco es para tirar cohetes. Mal
medido el ritmo entre el melodrama romántico y la intriga, la película parece
confiar todos sus esfuerzos en un reparto de campanillas, pero no siempre
logran estar a la altura, en parte culta de una construcción de personajes que
no consigue que ninguno te caiga especialmente bien. Armie Hammer está tan
insulso como de costumbre y la habitualmente adorable Lily James está como
pérdida, firmando una de sus más pobres interpretaciones. Sólo Kristen Scott
Thomas brilla en su rol de perversa.
Vista por si sola, no es que sea
una película detestable, pese a esos momentos de guion ya comentados, y puede
sorprender al público más joven de Netflix que no tengan ni idea de
quién es ese tal Hitchcock (que los hay, créanme), y que sabrán agradecer un
lenguaje cinematográfico más moderno. Además, sale victoriosa en su fotografía,
pues gracias al obvio uso del color podemos apreciar la belleza de la costa
francesa y disfrutar en todo su esplendor de Manderley, aparte de tener una
música menos omnipresente que en el film protagonizado por Laurence Olivier y
Joan Fontaine.
Anoche, Ben Wheatley sólo que
regresaba a Manderley, pero quizá no hacía falta que nos lo hubiese contado.
Valoración: Cinco sobre diez.
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