La falta de tiempo y los continuos cambios en mi vida personal me impiden dar más vidilla al blog, al que me gustaría regar con reflexiones variadas más allá de las opiniones de cine y series a las que os tengo acostumbrados.
Algo de lo que nunca he hablado
por aquí hasta ahora es de música, pero me temo que mis gustos musicales dejan
mucho que desear. Si bien me agrada el cine de todos los tiempos y no pongo
fecha de caducidad a las novelas ni los cómics, en el terreno melódico quede
bastante anclado en los gloriosos ochenta, esa década tan mágica que llegó a
durar casi veinte años.
El caso es que escucho poca
música actual (soy muy de radio, pero más de tertulias políticas y deportivas
que de ruiseñores varios), pero de algo me entero, aunque, como diría el señor
mayor en que me estoy convirtiendo, no entiendo esta música de los jóvenes de
ahora.
Como sea, el otro día escuché una
canción que después de investigar un poco sobre ella resulta tener ya un par de
años. En vista de lo poco actual que era iba a dejar pasar el tema, pero por
vaya usted a saber qué motivo, las radios la siguen pinchando con frecuencia.
Tras la tortura que me supuso escucharla desde los altavoces de mi vecino mientras
tendía la colada el otro día, decidí que debía dar rienda suelta a mi pataleta
y hablar aquí sobre ella. Y es que me duelen tanto los oídos cada vez que la
escucho y me enerva de tal manera la sangre que me niego a callar mi gran
bocaza.
Se trata de un tema de un tal
Blas Cantó que cuenta nada más y nada menos que con cuatro compositores, según
la wikipedia. Los he anotado porque no me quiero dejar a ninguno: Antonio Rayo,
Leroy Sánchez, Manuel Herrero Chalud y Rafael Vergara.
No voy a entrar a valorar ni la
voz del chaval este ni la calidad de la música; ni me atrevería siquiera,
sabiendo mis propias dotes musicales. Pero la letra ya es harina de otro
costal.
Con un tono ligeramente llorón, el protagonista de la canción se queja de que la mujer de sus sueños no caiga rendida a sus pies, temerosa por el recuerdo de una mala experiencia en el pasado, por lo que él trata de destacar las diferencias entre ambos contendientes. El estribillo, que se repite insistentemente, es así:
Te llevaré conmigo aquí a sitios
donde él no quiso ir
No temas al amor, entiéndelo
Él no soy yo
Dibujaré sin dudar la paz en tu
mirada frágil como el cristal
Él sólo fue dolor, entiéndelo
Él no soy yo
Él no soy yo
Y si, lo habéis adivinado. La
canción se titula «Él no soy yo».
Vamos a ver, señor Cantó y
compañía. «Él» es un pronombre personal, concretamente la tercera persona del
singular. Hace referencia a ese amante del pasado que, en la estructura de la
frase, hace las veces de sujeto.
«No soy yo», por tanto, es el
predicado. Y la acción de ser o no ser viene dada, por lógica, por el sujeto. Y,
sin embargo, se utiliza la primera persona del singular del verbo «ser».
Así pues, él no soy yo, por supuesto.
Porque es literalmente imposible que él sea primera persona.
De manera que hay dos formas
posibles de encarar la frase correctamente sin traicionar a la intención
deseada. O bien «Él no es yo» o mejor «Yo no soy él», pero nunca la elegida.
Que cuatro compositores y un
cantante (más toda la troupe de productores, asesores y demás) hayan visto está
letra y no se hayan percatado de la patada a la gramática española (o peor aún,
les haya dado igual), es una muestra del nivel cultural de nuestra sociedad.
No pretendo que se utilice la
música para educar, no es su trabajo, pero sí pido que, como mínimo, no se use
para deseducar. Que es muy fácil condenar las letras machistas y despreciables
de muchos éxitos de reguetón, pero esto tampoco es moco de pavo.
No es la peor canción de la
historia, ni mucho menos. Incluso es bastante pegadiza. Pero me duele cada vez
que la oigo. Y es sólo el botón que sirve como muestra de lo que tenemos por
aquí.
Así vamos...
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