La
nueva película de Tarantino (que en un ejercicio de egocentrismo propio del
autor es destacada tanto en cartel como en los créditos como la octava de su
carrera) ha sido definido como un cruce entre la Reservoir Dogs con la que debutó y las novelas de Agatha Christie,
donde varios personajes permanecen encerrados en un mismo lugar sospechando
unos de otros ante una amenaza desconocida.
Tarantino
es conocido por haber visto mucho cine y saber homenajear en sus películas
(algunos lo llaman plagiar) extractos de su amplia cinefilia, aunque en Los odiosos ocho se puede apreciar un
notable ejercicio de onanismo cuando las referencias más reconocibles nacen de
su propia filmografía. Tarantino continúa anclado en el oeste americano como si
esta fuese una extensión de su anterior Django
desencadenado para proponernos una historia repleta de violencia y seres
despreciables cuya inevitable orgía de sangre se cuece a fuego lento,
permitiéndonos conocer mejor a los personajes e invitándonos a ser partícipes
en las mentiras que se ocultan (o no) bajo sus identidades.
En
este sentido, el realizados ha demostrado haber aprendido de sus errores,
evitando los momentos de insoportable lentitud que lastraban a sus Malditos bastardos y logrando un clímax
frenético pero no tan alargado ni desmedido como el de Django desencadenado. Además, como en Pulp Fiction, se atreve a jugar con los lenguajes cinematográficos,
dividiendo la obra en capítulos, dando algún que otro salto en el tiempo y
llegando incluso (en la versión ampliada solo disponible en cines que ofrezcan la
película en sus 70 mm originales) a introducir un intermedio tras el cual un
narrador hasta el momento inexistente hace acto de presencia (el propio
Tarantino en la versión original) para resumir la trama.
Sin
embargo, por más que Tarantino haya demostrado lo mucho que ha aprendido en sus
veintitantos años de carrera, esta no es una película perfecta. Posiblemente no
sea ni siquiera su mejor película. Resultando a nivel global una historia muy
entretenida que consigue que las más de dos horas y media de duración pasen en
un suspiro, tiene demasiadas irregularidades para aplaudirla como podría
merecer. Y curiosamente es el guion una de sus principales debilidades.
Quizá
todo se deba a que tras el impacto que supuso su aparición en Hollywood con Reservoir dogs y Pulp Fiction el estilo Tarantino ha sido tan copiado (muchas veces
bajo su propio amparo como productor) y mancillado que la capacidad de sorpresa
se ha visto muy reducida. Así, los diálogos que estos ocho tipejos mantienen
entre ellos no tienen todo el jugo que se esperaba del realizador de Knoxville,
más cuando tenemos en cuenta que gran parte de la obra tiene un cáliz teatral
propicio para esos diálogos. No termina resultando tan divertida (dentro de su
horror) como Django desencadenado
mientras que los excesos de violencia y sangre a borbotones tampoco son capaces
de impactar como en sus primeras obras. El estómago del espectador se ha
acostumbrado ya al estilo Tarantino como para que este sea capaz de seguir
revolviéndolo.
En
lo que sí que no ha perdido fuerza el autor es en sacar el máximo provecho de
sus actores. Kurt Russell (que desde que hiciera La cosa ya sabe bastante sobre ambientes claustrofóbicos y de
desconfianza en los demás) está a un gran nivel, recordándonos lo mucho que
echamos en falta a un gran actor acostumbrado a prodigarse poco en papeles
protagonistas. Samuel L. Jackson hace lo que hace siempre, pero lo sigue
haciendo muy bien, con esas peroratas tan propias de Jules Winnfield. Y Walton
Goggins es posiblemente de lo mejor de la función. Aunque nada hay que decir,
desde luego, de Demián Bichir, Tim Roth (en un personaje claramente pensado
para Christoph Waltz), Bruce Dern, Channing Tatum o, quizá el más desaprovechado,
Michael Madsen. Solo me rechina un poco alguna interpretación intencionadamente
“graciosa” y pizpireta como la de Zoë Bell o Dana Gourrier. Aunque quien de
verdad se merienda a todos en la película, verdadero eje argumental y centro de
todos los focos del escenario, es Jennifer Jason Leigh, esa prometedora actriz
casi omnipresente en los noventa y que estaba casi olvidada hasta que Tarantino,
como viene siendo habitual en él, la ha sacado del ostracismo y le ha regalado
un personaje intenso y odioso que ella hace suyo con un poderío asombroso.
Lástima
que al final, tras tanta teatralidad y tantas sospechas cruzadas, la historia
quede en nada. Un giro argumental algo forzado y muy tramposo nos impide
disfrutar del prometido juego de los Diez
negritos y la historia pierde su gracia en un devenir de acontecimientos
que, más allá de la pericia narrativa esperada, se limita a llevar el curso de
la acción hacia donde Tarantino quiere, sin importarle quien caiga por el
camino.
Al
final, se trata de una película cien por cien Tarantino, violenta y salvaje
pero para nada tan racista y misógina como algunos anunciaban. Y como casi todo
en la obra de este genial director los errores y los aciertos se suceden por
igual. Demasiado irregular pero igualmente brillante, tiene suficiente fuerza y
magnetismo como para atraparnos esas casi tres horas que pasan en un suspiro,
aunque tras el visionado poco o nada nos vaya a quedar para el recuerdo.
Puntuación: 7 sobre 10.
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