Con el año prácticamente finiquitado, estaba ya resignado a quedarme sin ver esa genialidad que es Parásitos. Sin embargo, angustiado de tanto apurar, al fin he podido pasarme por una sala de cine para ver lo último de Bong Joon Ho (uno de mis directores coreanos preferidos, junto a Park Chan-wook o Yeon Sang-ho), una verdadera delicia además de una virguería tanto en su guion como en su puesta en escena.
Resulta muy sencillo hacer una película de trasfondo social en una sociedad con grandes abusos en sus diferencias sociales, y de eso se ha nutrido habitualmente el cine de Bong Joon Ho (Rompenieves es uno de los ejemplos más claros), pero lo habitual es hacerlo cayendo en el drama más básico y abusando de tópicos lacrimógenos que revuelvan nuestros estómagos y mentes (¿alguien ha mencionado a Ken Loach?). El surcoreano, sin embargo, busca caminos más intrincados para disfrazar su denuncia en forma de cuento de terror sorprendentemente divertido, mezclando géneros a priori opuestos como un pintor enloquecido mezclaría colores en su paleta.
En el arranque del film, cuando una familia humilde se las ingenia para terminar trabajando en una elegante casa mediante la usurpación de identidades, parece que estemos en terreno conocido. Suena a algo ya visto, aunque la delicadeza en las formas del director y el impecable dibujo de los personajes hacer que nos dejemos embriagar por la historia sin importarnos demasiado saber a donde va a derivar todo. Es entonces cuando se produce el primer y desconcertante giro, transformándose la película hacia otra cosa que aún debe volver a mutar más veces antes de su impactante desenlace.
Bong Joon Ho consigue así no solo crear una atmósfera absorbente que hace que las poco más de dos horas de duración se antojen cortas, sino que lo hace alternando el drama, el suspense y el humor negro con increíble eficacia. Así, somos testigos de cosas terribles en pantalla (reflejo al final de toda una sociedad), y lo aceptamos entre risas y aplausos. Esa es la grandeza del cine, y es la grandeza de un director que, aunque en sus comienzos llegó a ser conocido como “el Spielberg coreano” nunca ha abandonado sus ideas ni su amor por el riesgo.
Ya el propio título de la película es suficientemente elocuente: “parásitos”. La cuestión está en saber dilucidar quienes son los parásitos de esta historia: los miserables que se aprovechan de la bondad e ingenuidad de la clase alta o esa clase alta que los desprecia simplemente por su “olor a pobres”. Lo mejor es que no hay maldad en las acciones de unos y otros. Simplemente, ambos bandos se limitan a cumplir con sus roles, incapaces de salirse del camino establecido.
Una absoluta obra maestra. Y el colofón de lo que ha sido un gran año de cine.
Valoración: Nueve sobre diez.
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