Hace ya más de un
año que sucedió. Un día cualquiera de un septiembre lluvioso en el que aún no
se había oído hablar de virus y donde las pandemias parecían algo de las
películas.
En realidad fue
cosa de mi padre, por lo que nunca podré llegar a agradecérselo lo suficiente.
Yo siempre he sido un viajero empedernido, deseoso de conocer lugares y
culturas diferentes, pero ese 2019 en concreto no parecía demasiado propicio para
embarcarme en una nueva aventura más allá de las fronteras de mi tierra, y así
lo había decidido ya. Estaba el maldito tema económico, por supuesto, esa
extraña pesadilla que quita el sueño por igual a ricos y a pobres, a cada uno a
su manera y modo. Pero también la mala salud de don Benito, mezcla de la
fatalidad y los malos hábitos que por suerte no he heredado, que por ese tiempo
le hacía entrar y salir casi constantemente de los hospitales.
Lo recuerdo tumbado
en la cama de uno de esos hoteles, como él los llamaba, mirándome con sus
ojillos diminutos cargados de una chispa de vida que se negaba a abandonarlo,
animándome a viajar. «Si yo ya estoy mejor»
me decía. Y por aquel entonces parecía verdad.
Luego, las
estrellas se alinearon, confabulando a mis espaldas. Por un lado, la cosa del
dinero varió, no lo suficiente como para caer en excesos pero sí como para
invitarme a entrar a curiosear a una agencia de viajes (casi un ritual para mí,
pues sé de antemano que al final voy a terminar haciéndole la reserva a ese
amigo de la infancia reconvertido en mi agente vacacional particular que nunca
me ha fallado). Por otro, un cambio poco usual en mis vacaciones propició que
de improvisto me encontrase libre casi todo el mes de septiembre, sin nada
interesante con que disfrutar en mi tiempo (porque, reconozcámoslo, las
vacaciones pueden ser muy prácticas para, por ejemplo, pintar el piso; pero
entonces dejan de ser vacaciones).
Y para completar la
ecuación, mi buen padre cumplió con su parte y tuvimos un agosto relativamente
tranquilo, abriéndose las puertas a mi escapada anual.
Tenía Las Vegas
entre ceja y ceja, a fin de cumplir una deuda que tenía con ella (la había
visitado hacía ya décadas, como parte de un tour que apenas me había permitido
recorrer la ciudad del pecado más que unas tristes horas), amén del capricho de
volver allí como parte de la investigación de una futura novela, pero el
mencionado alivio económico tampoco daba para tanto, así que busqué un plan B.
La elección fue
Croacia. Si había algo en lo que mis padres siempre coincidían (en cuestión de
viajes, me refiero; en cuestiones más vitales coincidían en casi todo) era en
que Dubrovnik era la localidad más bonita del mundo. Y eso que ellos la habían
conocido antes de que los dragones sobrevolasen esas murallas que debían
protegerla de los caminantes blancos.
Un último detalle
para completar este cuento: con la reserva ya realizada y todo listo para
disfrutar de mi viaje en forma de tour, una conversación casual con un familiar
a quien tengo en gran estima sacó a relucir la belleza de Plitvice, una reserva
natural de, al parecer, espectaculares lagos y cascadas. Aterrorizado por un
pálpito insolente revisé la ruta de mi viaje desde el móvil y confirmé que tal
idílico paraje no formaba parte de mi circuito. De inmediato, una llamada a mi
amigo: «¿Y no se puede hacer nada?», le pregunté, acongojado. Se podía, desde
luego. Ya te he dicho que el fallarme no entra en su lista de vicios. De manera
que tras un nuevo presupuesto, una nueva ruta y una nueva fecha, mi epopeya
estaba confirmada.
Lo que yo no sabía
en ese momento era que, a seiscientos kilómetros de distancia, alguien había
decidido realizar el mismo trayecto. Su historia, además, estaba plagada
también de elecciones aleatorias y cambios de última hora. Y aunque esa parte
del cuento no me corresponde a mi contarla, lo cierto es que es suficientemente
tentadora como para no pensar en una fuerza superior (llámala ser celestial,
destino o el propio caos del universo, lo dejo a tu elección) jugando a unir
nuestros hilos.
Y aquí es donde,
tras tan largo preámbulo, empieza a tomar forma este relato.
No seré tan osado
como para comparar la belleza de Croacia con otros lugares que he visitado ni
para definir ese viaje como el mejor de mi vida. Yo, que he sobrevolado el
Cañón del Colorado, me he bañado en un cenote en Chichen Itzá, me he adentrado
en el majestuoso templo de Abu Simbel y he contemplado una puesta de sol desde
las dunas del Sahara, he aprendido que cada país tiene su belleza propia,
particular e incomparable. Dejando de lado el cansino machaqueo de
«merchandising» de Juego de Tronos o Star Wars, la ciudad amurallada de
Dubrovnik me entusiasmó, con su aroma medieval y las aguas del Adriático
golpeando la roca sobre la que se asienta. Split me dejó algo frío, la verdad,
Plitvice merecía más tiempo del que le pudimos dedicar y Zagreb, que recorrimos
hasta la extenuación cuando el viaje ya agonizaba, me dejó con ganas de más,. Pero
si hay algo que realmente me enamoró de mi estancia en Croacia es la gente con
la que compartí ruta.
No me refiero a
todos, claro (y que nadie se moleste, éramos un autocar repleto y con algunos
no llegué a cruzar más de tres palabras), pero se formó una panda muy
interesante con quien compartir anécdotas y fotografías a la luz de unas copas
más bien rácanas de alcohol al caer la noche. Un grupo de esos que podría
convertirse en amigos para toda la vida de no ser porque, finalizado el viaje,
cada uno debía regresar a su punto de origen, separados uno de otros por
demasiados kilómetros y horas de vuelo como para que la promesa de volver a
reunirnos todos alguna vez pudiera hacerse realidad. Y es que, incluso en estos
días, Granada, Valencia o Madrid (bendito Madrid) quedaban demasiado lejos de
Barcelona para el capricho de un simple café.
Sin embargo, ya te
habrás dado cuenta de que este es un cuento de casualidades del destino y
pequeños milagros, con lo que ninguna idea debería ser descartada antes de
tiempo. ¿Recuerdas que he mencionado a alguien a seiscientos kilómetros de distancia
de mí? Pues de ellas debería hablar ahora, pero creo importante hacer de nuevo un
pequeño alto en el camino para contar algo más sobre mí.
Aunque desde niño
he sido un romántico empedernido, el tiempo y la vida me habían hecho abrir los
ojos, tomando una postura más bien cínica hacia eso que llaman amor. Había
aprendido la realidad detrás de los grandes romances: que Romeo nunca acabaría
con Julieta, que Rose y Jack jamás compartirían la tabla de madera (aunque
todos sabemos que cabían los dos) y que los príncipes azules con Copyright de
Disney, en la vida real, acumulaban escándalos y sospechas de desfalcos. Quiero
decirte con esto que en ese momento de mi vida no estaba buscando a mi gran
amor ni creía siguiera en tan maniqueo concepto. Yo, que en mis tiempos me
había emocional leyendo a Becker y escuchando baladas de Scorpions, me había
autoconvencido de que la única utilidad del amor era la de corromper a ciertos
vampiros para que brillasen a la luz del crepúsculo y poco más.
Quiero decirte con
esto que no esperes que te diga que cuando la vi por primera vez fue un
flechazo instantáneo. No aletearon mariposas en mi corazón ni vi fuegos
artificiales. En realidad, el primer recuerdo vívido que tengo de ella,
pobrecita mía, fue descompuesta a bordo de un cascarón de nuez que revolvía su
estómago a golpe de marejada y que propició nuestra primera y efímera
conversación.
No fue un estallido
inmediato, cosa de lo cual me alegro. Lo peor de eso que los poetas llaman
pasión es que, por definición, es volátil y fugaz. Lo nuestro, sin embargo, fue
cociéndose poco a poco, creciendo desde la nada hasta el infinito: un saludo al
que siguió una sonrisa, el café de la mañana, coincidir en la mesa para cenar…
Casi sin darnos cuenta empezamos a buscarnos en las excursiones, intentando
conocer todos los bares del país y alargando en ellos las noches pese a la
amenaza del madrugón del día siguiente.
Iba con su mejor
amiga (aquella con la que compartí cervezas y tertulias políticas) y su madre,
y pronto nos convertimos en inseparables. Pronto, pero tarde, pues Croacia no
daba para más y el tiempo se nos escurría de entre las manos.
Sin saber cómo,
ella y su amiga se habían convertido en «mis madrileñas» y el día que acudimos
al aeropuerto a separar nuestros caminos una pena se adueñó de mi corazón.
Recuerdo el abrazo de la despedida, el primer momento de verdadera intimidad
que tuvimos, y la promesa de volver a vernos. Hicimos planes, intercambiamos
mensajes y, atrapados en nuestras respectivas ciudades, hicimos de las llamadas
telefónicas un hábito.
Nacida en el lugar
donde el mundo se parte por la mitad, de piel canela y ojos rasgados, las horas
de conversación se le hicieron tan insuficientes como a mí. Necesitábamos
volver a vernos, recordar esa amistad que pudo brotar en Dalmacia pero que
creció a medida que íbamos sabiendo más el uno del otro. Habíamos ido a Croacia
en busca de paisajes y habíamos regresado, aunque aún tardaríamos un tiempo en
averiguarlo, cada uno con un pedacito del corazón del otro. Y eso que ella,
como yo, renegaba de romances mágicos que sólo tenían cabida en esas películas
que tanto le gustaban. No está de más decir, por cierto, que ella partía con
cierta ventaja en el tema, ya que, aunque de otro tipo, sí conocía el amor. Dos
amores, a decir verdad. Dos hijos que eran toda su vida y que representaban lo
único que ella podía necesitar en el mundo. O al menos eso creía en aquellos
momentos.
Al final, el
encuentro se produjo. Una boda en tierras catalanas fue la responsable.
Consumamos nuestra amistad brindando con sendos mojitos que ya querrían saber
preparar los dichosos croatas y nos sorprendimos al descubrirnos, casi por
accidente, cogidos de la mano al pasear. Y cuando nos dimos el primer beso aceptamos
que ya no había marcha atrás, y que este cuento debía tener, por necesidad, un
final feliz.
2019 continuó y, al
final, se esfumó, pero supimos exprimirlo bien. Degustamos comida hindú, le
enseñé algo de mi amada Costa Brava (que en las noches de invierno tampoco es
que dé para mucho, debo reconocer), y hasta caímos en los tópicos más
empalagosos de las películas románticas viajando a París, donde no faltó el
tradicional candado en el Pont de les Arts. Y, de alguna manera, supimos
compaginar eso con más entradas y salidas del pobre señor Medina a hospitales
(allí fue donde se conocieron y allí fue donde, ya a solas, mi sabio padre, con
una sonrisa de orgullo como pocas le recuerdo, me dijo: «Me gusta. Mucho»), con
el desafío de conocer a las respectivas familias gracias a la excusa de las
fiestas navideñas y, lo más difícil, con la distancia que nos seguía separando.
Y hete aquí que
llegó el 2020. Un año maldito, que la historia de la humanidad recordará por
una pandemia que volvió al mundo más aterradoramente global que nunca pero que
yo, a nivel personal, recordaré porque fue el año en que mi padre, luchador
desde la cuna, al fin arrojó la toalla, agotado de pelear con su maltrecho
hígado, presto para embarcarse en su propio viaje con la esperanza de
reencontrarse con mi querida y añorada madre.
Y su marcha me
habría desgarrado por completo si no la hubiese tenido a ella, esa explosión de
luz que iluminaba los desayunos de Croacia con su sonrisa, turista mochilera
hasta la extenuación por el día que se transformaba en una morenaza de sangre
latina al caer la noche, sexy y tierna a la vez, como si deseara ocultar su
belleza a los nativos, reservándola sólo para mí.
Durante estos días
de duelo ella fue como una pepita de oro entre el barro, como una luciérnaga
rompiendo la oscuridad de la noche, como un soplo de esperanza en un mar de
agonía. Ella me dio la vida y las fuerzas para luchar, me invitó a sonreír y a
creer en un futuro. Y ese futuro, de nuevo como por arte de magia, se convirtió
en presente.
El final de mi
cuento parece ser, contra todo pronóstico, el final soñado por cualquier
guionista de Disney. No voy a ser tan cursi como para decirte eso de «y
vivieron felices y comieron perdices», pero por ahí va la cosa. En un mundo que
había enloquecido, donde los besos y los abrazos estaban multados y los rostros
se ocultaban bajo mascarillas de tela, nosotros supimos mantener nuestro amor.
Porque sí, ya hacía un tiempo que nos habíamos rendido a las evidencias y
habíamos aceptado que eso era amor, con toda sus letras, ese amor del que
recelábamos e incluso nos burlábamos. Dos almas perdidas se habían encontrado
sin saber siquiera que se estaban buscando, formando juntas un solo ser,
completándose una a la otra. Estableciendo un vínculo que debía ser ya eterno.
Pero si crees que
este es el final definitivo de la historia estás muy equivocado, pues aún queda
lo mejor por llegar. Y es que resulta que a ese destino que guiaba nuestros
pasos sin nosotros saberlo se le antojó dar una tregua a la pandemia que nos
permitió hacer una breve escapada juntos. Croacia estaba lejos, pero casi a
mitad de camino de nuestros dos mundos se encontraba un lugar con pasado
medieval, cerca del que se encontraba nuestro propio paraíso de cascadas y con
lagunas en las que incluso nos pudimos bañar. Allí, en Calatayud y sus
alrededores, rememoramos los días en que nos conocimos. Y allí fue donde se
obró el último milagro que pone fin (de momento) a este relato.
Han pasado unos
tres meses desde entonces. Hoy, once del once (un día especial, dicen los
vendedores de cupones), es mi cumpleaños. Y sé que este año voy a tener el
mejor regalo de mi vida. Y ese regalo eres tú. El fruto de este amor, la
herencia de unas vacaciones irrepetibles. La prueba viva de que, al final, va a
resultar que eso que los poetas llamaban amor sí que existe.
Y es que este
cuento no es, en realidad, más que tu propia historia. Una historia que está a
punto de empezar. Y no veo el momento de tenerte entre nosotros por fin.
Este es el primer
cuento que te escribo, Noah, el cuento de cómo mamá y yo nos conocimos, de lo
mucho que nos queremos y de todo el amor que hemos reservado para ti.
Y de cómo tú eres
el que da sentido al concepto de final feliz.
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