Los
que me conocen podrían confirmar que soy un hombre al que le gusta el comer. El
buen comer, añadiría yo. Eso se traduce en que tengo unos baremos de exigencia
razonables, aunque no necesariamente exquisitos. El otro día, sin ir más lejos,
callejeando por Madrid, caí en un restaurante de menú donde me sirvieron un
solomillo con salsa de cabrales para chuparse los dedos. Una delicia, vamos, que hace que se me salten las lágrimas solo con recordarlo.
Siempre he desconfiado (me he burlado, incluso) de lo que yo llamaba cocina de postureo.
Hasta la semana pasada...Pues
resulta que la comida me dio, directamente, una bofetada en la boca, y aquellos
a los que consideraba yo pomposos y abusivos con las florituras son los que me
dieron una completa cura de humildad que invita a que, a partir de ahora, vea
de forma diferente a este tipo de establecimientos.
Debo empezar diciendo que el cheff Dabiz Muñoz es, literalmente, un mago. Sus platos se basan en una composición imposible de ingredientes de diversas culturas (en Ravioxo predomina la pasta oriental) que de forma milagrosa casan con un virtuosismo asombroso.
Y
para beber, olvidaos de vinos caros ni, por supuesto, agua, que es necesaria
pero no para saciar la sed sino para limpiar el paladar tras cada plato y así
degustar sin inconvenientes el siguiente. Y es que casi al mismo nivel de
genialidad que la comida se encuentran los cócteles, también creaciones del
galardonado cheff, que enmascara de genialidad bebidas clásicas, como la
Kaipirinha bola de nieve, o reinventa el propio concepto de bebida, como Bola
de Dragón Z, sin olvidar sabores imposibles como el cóctel Melón con Jamón.
Una
vez sentados a la mesa y rendidos ya al arte del creador, es hora de
disfrutar del arte de los camareros, de la presentación de los platos, de la
exclusividad del hielo de las bebidas (ejemplo sencillo de cómo se cuida hasta
el último detalle) y del descubrimiento de algún que otro secreto, como el tiempo
de elaboración de algún plato (que puede llegar a ser de varios días) o las
veces que se ha cocinado determinada carne para encontrar el punto exacto de
ternura.
Como
cantaría Enrique Iglesias, la visita a Ravioxo fue casi una experiencia religiosa,
y como tal lo quería reflejar aquí, en homenaje a todos los implicados en el
local que tanto me hicieron disfrutar a la par que me abrieron los ojos ante un
mundo nuevo al que tenía muy estigmatizado.
Cierto
es que la cuenta no está al alcance de todos los bolsillos (aunque tampoco es
algo exagerado, menos en proporción a lo que ofrecen), pero es una experiencia
que recomiendo a todo el mundo, algo que debe probarse al menos una vez en la
vida. Yo soy de esos que ni siquiera sabría decidirme si alguien me preguntara por mi
comida favorita, aunque podría recordar algún plato concreto que me haya marcado a lo
largo de mi vida (que puede ser desde algo tan básico como una taza de consomé
en un una refugio de montaña en medio de la nieve, los nachos con carne de mi
amada esposa o el solomillo con cabrales que mencioné al principio de mi
escrito), pero si hablásemos de una comida en general, desde la bebida que
hacía de aperitivo hasta el último postre, no creo exagerar si digo que la de
Ravioxo fue la mejor comida de mi vida. Así de rotundo me muestro: La mejor comida de mi vida. Y así lo quería transmitir aquí, como modesta forma de agradecer a los culpables de semejante deleite su dedicación.
Si
algún día soy condenado a muerte, ya sé a quien encargaré mi última cena.
Buen
provecho.