Daniel
Lugo es un culturista convencido de que con su cuerpo perfecto debe alcanzar
metas superiores en la vida que ser monitor en un gimnasio.
Adrian Doorbal está contento con su vida, pero necesita dinero para pagarse un caro tratamiento que solucione su disfunción eréctil, provocada por el abuso de hormonas.
Paul Doyle es un ex convicto, ex alcohólico y ex cocainómano que ha encontrada la paz en la religión hasta que en un ataque de ira está a punto de matar a un sacerdote que trata de seducirlo. Tan peculiar trio de personajes no pueden sino protagonizar un desastroso plan para conseguir dinero fácil secuestrando a un acaudalado cliente del gimnasio de origen colombiano y presionarlo para que ponga todas sus propiedades a nombre de estos. Un plan tan simple como estúpido que solo puede resultar en una película simple y estúpida si no fuese por tres detalles: Uno, el trío protagonista. Mark Wahlberg parece en estado de gracia y en su momento más álgido (desde The Fighter no ha parado de trabajar, triunfó el año pasado con Ted y Contraband y en unos meses estrena 2 guns con Denzel Washington), Dwayne Johnson, que sólo este año ha estrenado la alabada El mensajero, G.I.Joe, la venganza, Empire State y Fast & Furious 6, y Anthony Mackie, secundario de lujo que en breve dará el salto a las superproducciones interpretando a Halcón en Capitán América: Soldado de Invierno y, posiblemente, en Los Vengadores: la Era de Ultrón, acompañados además por Ed Harris (Abyss, La Roca…), Tony Shalhoub (Men in Black 1 y 2, trilogía de Spy Kids) y Rob Corddry (al que vimos hace poco en Memorias de un zombie adolescente), aparte del breve cameo de Ken Jeong. Dos, el director, un Michael Bay en plena forma, que demuestra que hay vida más allá de Transformeres y sus superproducciones habituales, más cercano en esta ocasión a Dos policías rebeldes (con menos explosiones que en aquella). Tres, el detalle nimio poro imprescindible de que todo lo que se ve en la película es completamente real. Tanto es así que incluso llegando al clímax final aparece un rotulo en pantalla insistiendo sobre ello. Y es que la clave de la historia, lo que de verdad hace que todo funcione, es saber que este trío de idiotas (y es que no tienen otra palabra que mejor los defina) existieron realmente e hicieron lo que aquí se explica que hicieron.
Adrian Doorbal está contento con su vida, pero necesita dinero para pagarse un caro tratamiento que solucione su disfunción eréctil, provocada por el abuso de hormonas.
Paul Doyle es un ex convicto, ex alcohólico y ex cocainómano que ha encontrada la paz en la religión hasta que en un ataque de ira está a punto de matar a un sacerdote que trata de seducirlo. Tan peculiar trio de personajes no pueden sino protagonizar un desastroso plan para conseguir dinero fácil secuestrando a un acaudalado cliente del gimnasio de origen colombiano y presionarlo para que ponga todas sus propiedades a nombre de estos. Un plan tan simple como estúpido que solo puede resultar en una película simple y estúpida si no fuese por tres detalles: Uno, el trío protagonista. Mark Wahlberg parece en estado de gracia y en su momento más álgido (desde The Fighter no ha parado de trabajar, triunfó el año pasado con Ted y Contraband y en unos meses estrena 2 guns con Denzel Washington), Dwayne Johnson, que sólo este año ha estrenado la alabada El mensajero, G.I.Joe, la venganza, Empire State y Fast & Furious 6, y Anthony Mackie, secundario de lujo que en breve dará el salto a las superproducciones interpretando a Halcón en Capitán América: Soldado de Invierno y, posiblemente, en Los Vengadores: la Era de Ultrón, acompañados además por Ed Harris (Abyss, La Roca…), Tony Shalhoub (Men in Black 1 y 2, trilogía de Spy Kids) y Rob Corddry (al que vimos hace poco en Memorias de un zombie adolescente), aparte del breve cameo de Ken Jeong. Dos, el director, un Michael Bay en plena forma, que demuestra que hay vida más allá de Transformeres y sus superproducciones habituales, más cercano en esta ocasión a Dos policías rebeldes (con menos explosiones que en aquella). Tres, el detalle nimio poro imprescindible de que todo lo que se ve en la película es completamente real. Tanto es así que incluso llegando al clímax final aparece un rotulo en pantalla insistiendo sobre ello. Y es que la clave de la historia, lo que de verdad hace que todo funcione, es saber que este trío de idiotas (y es que no tienen otra palabra que mejor los defina) existieron realmente e hicieron lo que aquí se explica que hicieron.
A
priori, nos encontramos ante una comedia policíaca, aparentemente semejante a
las peripecias que por dos veces protagonizaron Will Smith y Martin Lawrence,
pero es precisamente el conocimiento de que estos anormales existieron
realmente que experimentamos una extraña mezcla entre lástima y desprecio ante
los inicialmente timadores. No voy a desvelar ninguna de las torpezas que acometen,
baste decir que el timo no sale como es previsto, provocando una secuencia de
acontecimientos que culminarán evidentemente de forma desastrosa.
La
acción y las risas están aseguradas, desde luego, ya que hablamos de Michael
Bay, que cuando no hace basuras como Transformers
demuestra ser un buen director, y el ritmo narrativo es impecable, así como su
forma de mostrarnos una decadente a la par que ostentosa Miami. Se reconocen,
además, sus tics más característicos, para bien o para mal, como el uso de la
cámara lenta (siempre colocada en el momento adecuado), o su obsesión por las
curvas exuberantes (dicen que para muestra, un botón, y qué mejor botón que Bar
Paly, digna sucesora de sus últimas divas: Megan Fox y Rosie
Huntington-Whiteley). Se podrían decir, pues,
que Dolor y dinero es una
demostración de que no siempre se necesitan grandes presupuestos para hacer
grandes películas, y que Bay se maneja igual de bien, o incluso mejor, sin
necesidad de juegos de pirotecnia ni grandes (y confusas) secuencias de acción
trepidantes. Aquí hay puñetazos, desde luego, y tiros y violencia, pero lo
verdaderamente importante son los personajes, consiguiendo entender gracias a
ellos como cualquier imbécil puede sembrar el caos y acabar convertido en un
asesino. Y esa es la gran virtud de la película, por encima de su intriga y su
humor, la triste aceptación de la realidad, de cómo se pueden hundir varias
vidas (la de los protagonistas y la de los que están a su alrededor) con
asombrosa facilidad. Y es que tan reales son estos personajes que lo que les
mueve (en la dirección equivocada, desde luego) no es un retorcido o ambicioso
plan conspiratorio, ni fracasan por culpa de un error inesperado o con fallo de
cálculo, ni tampoco están condenados por un pasado tortuoso de abusos. No, lo
que mueve a estos tres tipos son simplemente una serie de malas decisiones, una
inteligencia escasa y una tremenda ingenuidad. Como en la vida real. Y por eso
no voy a cansarme de loar a los actores, en especial Wahlberg y Johnson,
brillantes, creíbles e insufribles, capaces de reírse de sí mismos y ofrecernos
posiblemente su mejor interpretación, más cuando estamos acostumbrados a verlos
como tipos duros con solución para todo.
Dolor y dinero es por momentos desquiciante y divertida, pero si nos
detenemos unos instantes a reflexionarla descubriremos que, lo que en verdad
inspira, es lástima. Lástima ante unos tipos que, lejos de ser únicos, son un
ejemplo más de los muchos desgraciados que pululan por la vida esperando
torpemente su oportunidad y que protagonizan un capítulo más de la crónica
negra de América que, salvo escasas excepciones, jamás serán recordados,
retorciendo amargamente el concepto del sueño americano.
Y
como despedida, un aplauso especial para el guionista, capaz de hacer creíble
esta historia para la que las más de dos horas de metraje pasan volando
gracias, entre otras cosas, a sus brillantes diálogos, que dejaran frases para
la historia. “Sé lo que hago, he visto muchas películas”. “”Me llamo Daniel
Lugo, y creo en el fitness”. “¿Sabes quién inventó la ensalada? Los pobres”. Y
así muchas más.
Eso
sí, cuando llegamos al final de la proyección y descubrimos el destino de los
protas, quizá debamos meditar también sobre nosotros mismos y cómo hemos sido
capaces de reírnos de sus desventuras. ¿Es, en verdad, una historia digna de
risa?
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