Hace ya ocho años que Joe Cornish se dio a conocer como guionista y director de la interesante Attack the block. Definido como una especie de alumno aventajado de Edgar Wright, se esperaba mucho de él de cara a sus siguientes trabajos, pero no ha sido hasta ahora que ha decidido volver a ponerse tras las cámaras, limitándose todo ese tiempo a filmar los guiones de Tintin y el secreto del unicornio y Ant Man.
No está claro si su colaboración con Spielberg le inspiró para esta película o si eran ya sus ideas para este proyecto lo que propició que colaborara con él, pero lo cierto es que hay muchas semejanzas entre El niño que pudo ser rey y el cine clásico de la Amblin. Así, títulos como El secreto de la pirámide o Los Goonies vienen a la memoria al disfrutar de este entrañable pasatiempo familiar que consigue aunar el cine infantil y el adulto sin complejos, logrando aunar a la perfección ambos mundos.
No hay, en realidad, nada de original en El niño que pudo ser rey. Se trata, ni más ni menos, que de actualizar el mito del Rey Arturo (siempre con el Excalibur de John Boorman en la cabeza) con niños de por medio, pero lo que a priori podría parecer el fútil intento de iniciar una nueva saga adolescente del montón se desvía con inteligencia desde el primer momento. El niño que pudo ser rey, escrita por el propio Cornish, busca desde el primer momento su propia identidad, queriendo siempre acercarse más a las aventuras de chavales de los ochenta que, por ejemplo, al subgénero fantástico impuesto por Harry Potter y compañía.
Con El niño que pudo ser rey Cornish se consagra como un gran director, demostrando un gran dominio del ritmo y la cámara y sabiendo dotar de personalidad a sus personajes. Tanto da que el pringado, el amigo cómico o los matones del colegio se parezcan a esos niños mil veces vistos con anterioridad en el cine, Cornish se los lleva a su terreno para darles una pátina especial y conseguir que huyamos de las comparaciones. Aquí, lo importante no es ya lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. Y por eso la película resulta ser una extraordinaria aventura destinada a todo tipo de público y con un aroma clásico muy agradable.
Es notable el uso de los poderes mágicos que da a Merlín (aquí si que aporta un punto de originalidad) y al humor sin concesiones que ofrece a muchos momentos de supuesto dramatismo. Con ello se permite además ofrecer una película con mensaje, un canto a la amistad, la lealtad y la familia, ligeramente amargo por momentos, sin resultar cursi ni impostado.
Todo ello, al servicio de una historia de fantasía alrededor del mito artúrico, una leyenda mil veces llevada al cine y que, con el tino correcto, siempre debería funcionar. Puede que algún efecto visual desentone ligeramente (tampoco estamos ante una superproducción desmedida) y que el protagonista esté un punto por debajo del resto del reparto, pero al final son pequeños detalles que no ensombrecen una película que es un disfrute en todos los sentidos y que resulta emocionante y emotiva a la par que muy divertida.
Se agradece, por último, la honestidad de Cornish de querer ofrecer un producto único y cerrado. Sí pueden hacerse secuelas de esta película, por supuesto, pero ello se debería probablemente más a un deseo de la productora de estirar el filón (en caso de que resultara ser un éxito) que de la pretensión del autor de iniciar una franquicia, ya que el final está satisfactoriamente cerrado.
Valoración: Siete sobre diez.
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