Es
1941 y los bombarderos nazis están arrasando Londres.
Así
comienza la película y así termina la mejor escena de la misma, con una capital
desolada y el sentir del verdadero horror entre los que se ocultan en los
túneles de metro en espera de poder regresar a sus derruidos hogares.
En
tal situación, un grupo de niños cuyos padres no pueden evacuar la ciudad son
conducidos a una aldea de las afueras para instalarse en un viejo caserón
abandonado. A partir de ahí, la nada más absoluta.
Poco
antes de llegar a la casa, situada en una isla que conecta con tierra firme
mediante una carretera transitable solo con marea baja, el bus que los lleva
tiene un pinchazo y la protagonista aprovecha para separarse del grupo e
internarse sola entre un pueblucho fantasma hasta el inevitable susto final. Apenas
instalados en el caserón, la protagonista se va a dormir y tiene una pesadilla
en la que va caminando sola por una especie de hospital hasta el inevitable
susto final. Al despertar, acongojada, escucha ruidos en el sótano y no tiene
mejor idea que bajar a investigar sola hasta el inevitable susto final.
Llevamos
apenas diez minutos de película y las intenciones son claras. Descartando por
completo el tono dramático existencial y atormentado que imperaba en la
película del 2012 con Daniel Radcliffe, esta secuela se limita a buscar el
susto fácil, empeñándose en situar a la joven maestra en situaciones
rocambolescas (hay que ver lo que le gusta a esta chica eso de apartarse de los
demás y quedarse al fantasma para ella sola) apropiadas para los sustos más predecibles
posibles.
Es
esta la típica película de apariciones fantasmales en primer plano y subidas
estruendosas de la música que no aporta absolutamente nada más que el
sobresalto facilón en una trama ridícula, carente de ninguna pretensión
artística y con dos personajes protagonistas tan planos como sus propios intérpretes.
No
es ya que la profesora Eve Parkins no produzca la suficiente empatía como para
sufrir por ella, sino que consigue curiosamente el efecto completamente
contrario. Tan empeñada parece en ponerse en situaciones de absurdo riesgo que
sólo consigue que el espectador esté deseando que se la carguen ya a ver si así
arranca de una vez la historia. Y poco más o menos pasa con el abofeteable niño
que parece el centro de todo el drama, que en lugar de pena produce irritación
de lo pasmao que está todo el film, convirtiendo un personaje aparentemente
trágico en irritante.
No
voy a negar que el público fácil de cero expectativas vayan a disfrutar con la
película, pues los adolescentes entregados gritará cuando tienen que gritar y
pegarán botes cuando los tienen que pegar, pero ello no es suficiente para
justificar un nuevo bodrio más del mal llamado cine de terror que no hace más
que enturbiar el grato recuerdo que había dejado su predecesora, aquella obra
gótica que parecía abrir un renovado futuro a la Hammer.
La
mujer de negro regresa, vaya usted a saber para qué, y sigue vengándose de algo
que ni ella debe saber, saltándose cualquier norma en su razonamiento y
propiciando giros de guion tan predecibles como estúpidos. Y todo para nada, ya
que, si el mismísimo Harry Potter no pudo acabar con ella, ¿qué posibilidades
tienen estos mojigatos de ahora?
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