¡Pero
mira que es grande y bonito esto del cine! Uno de los mayores secretos del
mundo del celuloide es que por mucho que algunos se nieguen a entenderlo, aquí
no funcionan las matemáticas ni la simple lógica. El cine es un sentimiento, y
por eso podemos encontrarnos enormes bodrios que apasionan a algunos y obras
maestras que alguien no puede ni ver.
Ese es uno de los desafíos a los que nos enfrentamos los opinadores (me parece muy soberbio considerarme crítico cuando esto lo hago por amor al arte) que habitualmente solemos coincidir con la crítica mayoritaria (aún habrá alguno que me pegará palos por mi opinión de Yo, Frankenstein) pero que también nos topamos con sorpresas que nos invitan a enfrentarnos al resto del mundo. Empiezo así porque me ha resultado curioso las críticas destructivas que han caído sobre la película que toca comentar ahora. Y si bien no pienso defenderla a capa y espada pues ni es una obra maestra ni se le acerca siquiera, sí considero injustas la mayoría de las críticas algunas sin duda provocadas por el movimiento en contra del cine patrio que hay en este país. Si bien es verdad que tiene sus defectos (y muchos) que enseguida enumeraré, la verdad es que en un fin de semana marcado por el miedo de las distribuidoras a competir contra el Mundial de Brasil ha sido el estreno más interesante que he podido ver. Y eso que he estado a punto de saltármela.
Como
alguna vez se me ha acusado de valorar una película en función a una
comparativa, dejadme avisaros que ni he leído el libro de Federico Moccia ni he
visto la versión italiana de la misma del 2008. Así, he podido enfrentarme con
total desconocimiento ante esta comedia romántica sobre la relación entre un
creativo que roza los cuarenta y una alocada preuniversitaria.
Tres
son las dificultades con las que se enfrenta el espectador nada más arrancar el
film. Por un lado, la escasa calidad de sus intérpretes, con un Daniele Liotti
poco creíble a la hora de mostrar sus sentimientos y con una vis cómica
ciertamente limitada y un elenco de secundarios básicamente televisivos donde
los únicos que no rechinan son aquellos que se limitaba repetir el mismo papel
con los que los tenemos identificados de toda la vida (ejemplos de Adrià
Collado o Pablo Chiapella que bien podrían haber filmado sus escenas entre toma
y toma de La que se avecina) y con un Joan Collet especialmente horrible.
En segundo lugar nos encontramos con una molesta y persistente voz en off que nos invita a pensar que la cobardía de los guionistas que no parecen confiar lo suficiente en sí mismos como para saber transformar en imagen las palabras de Moccia y han necesitado recurrir a la narración para ello. Para colmo, han elegido a Ramón Langa para dar el tono adecuado, con o que nos pasamos la película esperando que en cualquier momento aparezca Bruce Willis en acción.
Y
el tercer pero del film está en su credibilidad. No vamos a dudar que cualquier
hombre puede identificarse con el problema de base del protagonista: abandonado
sin explicación alguna por la mujer con la que quería casarse encuentra una
segunda oportunidad en manos de una Lolita
veinte años menor que él con una vitalidad y el punto de locura justo para
devolverle la fe en el amor. Pero si nos plantamos a analizar que se trata de
un exitoso publicitario, que vive en un espectacular apartamento desde el que
se divisa toda Barcelona, que se puede permitir el plantearse dejar su trabajo
sin problemas y que sorprende a su chica con un fin de semana en París (con un
hotel desde donde se ve toda la ciudad, por supuesto), las posibilidades de
identificarse con él se van reduciendo, ¿verdad?
Bien,
declarados los pecados capitales del film de Joaquín Llamas, es tiempo de ver
también sus virtudes, que las tiene sin duda y no son pocas. De hecho, si se
tratase de una producción americana con Richard Gere haciendo el papel de
maduro y Jennifer Lawrence como la jovencita (ya sabemos que eso de las edades
en los USA no se lo toman muy al pie de la letra) seguro que sería número uno
de taquilla en medio mundo. Pese a contener el romanticismo algo ñoño de
tradición italiana, la película sigue unos esquemas muy yanquis, acertando en
el uso de fondos musicales para reforzar la narración y sabiendo hacer los
paisajes partícipes de la historia.
Perdona por llamarte amor es una película alegre y optimista, sobre segundas
oportunidades, sobre la locura y la Fe en el mañana. Y con una protagonista, Paloma
Bloyd (que en La fría luz del día
coincidía con Bruce Willis, ¿ven como todo cuadra?), que al igual que hiciera
Natalia de Molina en Vivir es fácil con los ojos cerrados, hace una
interpretación arrebatadora, logrando hacer creíble que cualquiera se enamore
de ella por más que en algún momento deseemos también estrangularla.
Ciertamente,
uno no se cree nada de lo que está viendo en pantalla, pero la película te
obliga a sonreír cuando se lo propone, conmueve cuando toca y al final sales
con la idea de que el amor puede existir realmente y que quizá sea verdad que
hay alguien en algún sitio esperándonos, por mucho que no lo creamos.
He
leído por ahí que no es una película apta para diabéticos. Por suerte yo no
tengo ese problema.
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