Stephen
King siempre ha sido una gran tentación para el mundo del cine y la televisión,
pero hasta ahora sus adaptaciones se clasificaban en dos tipos: producciones
lujosas con grandes nombres detrás que, por culpa de la necesidad de recuperar
la inversión solía convertirse en una película de estudio más que de autor,
perjudicando a la fidelidad de la trama (y el ejemplo más reciente lo tenemos
en la fallida La Torre Oscura), o productos de serie B de bajo presupuesto y
escasa ambición.
Sin
embargo, la llegada de las plataformas digitales ha cambiado el panorama, y
Netflix ha sido la primera en subirse al carro, como ya comenté en el artículo de opinión del mes pasado. Gracias a eso se ha encontrado un punto intermedio,
el cual permite la aparición de adaptaciones que, sin ser superproducciones
(que por otro lado no serían coherentes con la historia original), si tienen un
nivel de calidad como corresponde al escritor de Maine.
El juego de Gerald es la primera adaptación de King de Netflix, y en ella se puede
apreciar todo lo dicho. De hecho, ya hubo hace unos años un intento de adaptar
la novela al cine pero, siendo realistas, ¿alguien se imagina el recorrido
comercial en salas de una película que se basa en una mujer desnuda esposada a
una coma durante prácticamente todo el metraje? Es cierto que Rob Reiner se
enfrentó a un desafío similar en la magnífica Misery, pero repetir la jugada no
parecía una tarea sencilla.
El
medio televisivo parece la plataforma ideal para esta sórdida historia de
apenas dos únicos protagonistas, con los solventes rostros de Carla Gugino y
Bruce Greenwood, aunque el recurso de los flashbacks y un algo alargado epílogo
permite la incorporación de otros personajes orbitales.
El
juego en cuestión es un aparentemente inofensivo intento de animar el apático
matrimonio entre Gerald y su esposa Jessie, que cual Christian Grey del montón
decide convertirla en una sumisa esposándola en la cama en busca de algo de
excitación añadida. Pero un infarto fulmina al pobre hombre, dejando a la mujer
esposada en la cama en una cabaña aislada en medio de la montaña y con la
puerta abierta de par en par. Sin duda una pesadilla digna de la retorcida
mente de King que se convierte en una pieza de claustrofobia aterradora,
enfrentada Jessie a sus fantasmas del pasado y a otros peligros algo más
reales.
Mike
Flanagan tiene un amplio currículo en el género del terror, siendo Ouija: el origen del mal su trabajo más completo hasta la fecha, aunque el cambio de
formato le ha invitado a ser algo más suave en una puesta en escena no tan
sangrienta ni heredera del jumpscare de turno.
Flanagan
logra mantener el interés de la historia confiando en la fortaleza de sus dos
protagonistas, aunque peca de un exceso de fidelidad a la obra original que, en
este caso, le pasa algo de factura. Y es que una de las pegas que se le podrían
poner a la novela estaba en su alargado final, que pierde interés una vez se
resuelve la parte de la trama correspondiente a Jessie esposada a la cama, y
Flanagan lo mantiene en su película, provocando que el ritmo decaiga y se
pierda esa atmósfera tan bien lograda hasta el momento.
Aun
así, el amor que Flanagan parece procesar a la historia original y el esforzado
trabajo de los protagonistas, en especial una Carla Gugino (no tan desnuda como
en el original literario, por razones obvias), hacen de la película una
adaptación muy certera y sobradamente interesante.
Valoración:
Seis sobre diez.
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