Cuando
una cosa se pone de moda parece que no tiene freno.
Al menos, en la industria
del cine. Aunque no fuese un tremendo exitazo, Asesinato en el Orient Express funcionó lo suficientemente bien
como para que se anunciara una especie de secuela, que no es más que una forma
de decir que volveremos a ver a Kenneth Branagh en la piel (y el bigote) de Poirot,
la más célebre creación de Agatha Christie.
Y sin tiempo para más, hete aquí
que tenemos una nueva adaptación de una obra de la señora, que últimamente parecía
condenada a telefilms de sobremesa de esos que dan en Paramount uno tras otro. Y, claro, las comparaciones son odiosas.
Lo
mejor de La casa torcida es que es
una obra que nunca se había adaptado al cine, con lo que por lo menos se puede
mantener la intriga hasta el final. Además, el director Gilles Paquet-Brenner
(cuyo trabajo anterior confieso desconocer), se esfuerza por dar un cierto
toque de modernidad a una ambientación muy clásica, casi vetusta.
Pero
no, con un reparto muy inferior al reunido por Branagh (con Glenn Close y
Terence Stamp como nombres ilustres), la película no tiene ni de lejos la
espectacularidad ni la virguería visual con que el irlandés dotó a su Asesinato en el Orient Express, aparte
que su Poirot derrochaba un carisma al que ni de lejos podría aspirar el
personaje interpretado por Max Irons.
Sí,
hay una intriga palaciega que no está mal, una crítica a la deconstrucción
familiar alrededor de la carroña de la herencia y la grata sorpresa de ver a
algún rostro conocido aunque ni mucho menos estelar, pero aparte de eso la
película no merece ser considerada muy superior a los telefilms antes apuntados,
una típica película alrededor de un asesinato en el que todos son sospechosos hasta
que se descubre que el culpable es el que uno menos se espera. O a lo mejor ni
eso.
Pasable
para fans del misterio y los puzles, pero aburridilla para los más exigentes.
Valoración:
Cinco sobre diez.
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