Muchas veces he empezado un comentario aludiendo al hecho de que iba a tratar la nueva serie de moda de Netflix. Sin embargo, lo que está consiguiendo El juego del calamar está rompiendo todos los moldes, batiendo récords y siendo el tema de conversación principal en reuniones familiares o de amigos. E incluso, de manera preocupante, de colegios.
Está
claro que, por el motivo que sea, lo coreano está de moda. Tras la imparable
expansión musical del K-pop, ahora es
turno de su rico espectro audiovisual. Solo por poner algún ejemplo, podría
mencionar la influencia que actualmente ejerce en el cine de terror (más
concretamente de zombis) como demuestra Tren
a Busan y su secuela o la magnífica serie de The Kingdom, su capacidad para arrasar en unos premios tan
elitistas como los Oscar con Parásitos o la gran cantidad de
realizadores surcoreanos (Park Chan-Wook, Bong Joon-Ho, Yeon Sang-ho… ) que son
referentes en Hollywood.
Pero,
¿es realmente para tanto? Dejando claro que la serie me ha gustado, la verdad
es que no. Con innegables reminiscencias de Battle
Royale (y por extensión de otros productos derivados como Los juegos del hambre), el recurso de
concursos demenciales en los que el perdedor muere ya lo ha tratado incluso
Stephen King, con su novela Perseguido,
se libremente adaptada al cine allá por
1987. El juego aquí está en mezclarlo con una fórmula más propia del torture-porn, acercándose a productos
del estilo Saw o, sobre todo, Cube.
Podría
parecer a simple vista que El juego del
calamar sea una serie fresca y novedosa, pero en realidad responde al
resultado de una fórmula muy calculada que basa su éxito en un ritmo endiablado
(pese a que la narrativa propia del cine coreano ralentice en algunos momentos
la acción, sobre todo por sus diálogos), haciendo sus cliffhangers que se torne adictiva y se devore en un suspiro.
Sin
ser recomendable para un público infantil (y la polémica que está creando por
ello) pero sin ser tampoco tan explícita y agresiva como podría parecer, todo
en la serie funciona como un reloj, facilitando que sus deficiencias queden
camufladas por sus virtudes.
De
manera que la premisa de la serie no es precisamente original (hace poco la
misma Netflix produjo la japonesa Alice in Borderland que juega más o
menos o menos en la misma liga), pero la forma en que está ejecutada y su ritmo
adrenalítico la convierten en una apuesta ganadora, logrando que pese a su, a
priori arriesgada apuestas, acabe convirtiéndose en una serie familiar casi
para todos los gustos.
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