Desde que Daniel Craig llegara a la franquicia de James Bond las cosas empezaron a cambiar en la saga inspirada, cada vez menos, en el personaje literario de Ian Fleming. Craig ha dado vida a un Bond más rudo y contundente pero, a la vez, más sensible y romántico. Además, es la primera vez que una saga delimitada por la participación de un actor en concreto tiene su propio argumento continuista, pudiéndose decir que el bond de Craig es, a la vez, el de la saga de Spectre, con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva.
Bueno, porque da a la franquicia una solidez al permitir un mayor y más creíble desarrollo de personajes. Malo, porque obliga a cada película a sufrir el lastre de los errores de las antecesoras. Y es que otra cosa que define al Bond de Craig es su terrible irregularidad. Aciertos como Casino Royale o Skyfall se alternaban con patinazos como Quantum of Solance y Spectre (la más decepcionante de todas), invitando a pensar, por una simple cuestión de alternancia (se dice que las películas buenas son las impares), que a Sin tiempo para morir le tocaba ser de las buenas.
Lo
que más marca a Sin tiempo para morir
es su marcado espíritu de despedida, quedando claro desde el primer momento que
se trata del final de una etapa, no solo por las declaraciones del propio Craig
diciendo que abandonaba para siempre al personaje, sino por la propia
estructura narrativa de la misma, aunque ello tampoco era garantía de nada. A
fin de cuentas, habían jugado la misma carta con Spectre, que también se suponía era el final definitivo de este
Bond y cuyo epílogo (bond abandonándolo todo por una chica y la ilusión de
purgar sus fantasmas con la pretensión de una familia de verdad) recordaba
mucho al que tuvo el Batman de Nolan al final de El Caballero Oscuro: la leyenda renace.
Dirigida
por Cary Joji Fukunaga, realizador quizá excesivamente valorado cuya ya lejana
primera temporada de True Detective
sigue siendo su mejor trabajo, la película adolece de un estilo visual propio
digno de un director de tal renombre. Sí acierta en el ritmo, tan trepidante
que uno apenas tiene tiempo de pensar en lo que está pasando en pantalla.
Muchos son los que están alabando las virtudes de este último Bond, y la clave
de ello está precisamente en ese ritmo tan adrenalítico que hace que uno se
agarre fuerte a su butaca y sufra poniéndose en la piel del agente con licencia
para matar. Solo en un segundo visionado, o si se toma la molestia de
reflexionar un poco el film tras salir de la sala del cine, uno se da cuenta de
lo ridículo (casi insultante por momentos) que puede resultar el guion, con uno
de los peores villanos de toda la saga (y no me refiero a la de Craig solamente;
el tal Lyutsifer Safin es posiblemente el villano más plano y burdo de las veinticinco
películas oficiales), y no solo por culpa (que también) del trabajo de Rami
Malek.
He
comenzado diciendo que este Bond se aleja bastante del prototipo matón y
mujeriego creado por Ian Fleming, y aunque eso no es necesariamente malo (ha
tenido tiempo de evolucionar, adaptándose también a los tiempos más actuales),
no deja de estropear un poco la esencia del personaje. No me termina de
entusiasmar eso de tener a un Bond enamorado (y es algo que se arrastra desde
la primera película y la dichosa Vesper), pero lo que sí me chirría es lo de
que en cierto momento se rinda tan fácilmente. A fin de cuentas, lo primero ya lo habíamos
visto en 007 al servicio secreto de su
majestad, película a la que Sin
tiempo para morir rinde constantes homenajes; lo segundo, todavía no.
Mi principal problema con la película, aparte de un final de opereta que desvirtúa la historia del bond de Craig, es que va claramente de más a menos. Con la esperanza de que el personaje de Blofeld interpretado por Christoph Waltz tuviese una redención tras el fiasco de Spectre y quedarme con las ganas, hay un punto de inflexión en la película en la que el interés empieza a decaer terriblemente, en paralelo a los disparates que su guion propone.
Insisto,
Sin tiempo para morir no es para nada
una película aburrida. Si se consigue no pensar demasiado en lo que se está viendo
puede llegar a ser muy disfrutable, con Hans Zimmer jugando a ser John Barry,
Aston Martins a tutiplén y todos los homenajes que hayan podido caber para un
fin de ciclo digno pero insuficiente. Al fin de cuentas, estamos ante una
película de casi tres horas que nunca se hace pesada, por más que algo de
tijera le habría sentado muy bien.
Valoración:
Seis sobre diez.
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