Con
alguna semana de retraso consigo al fin visualizar Nebraska, la última obra del sensible y emotivo Alexander Payne que
ya nos sedujo con Entre Copas y,
sobre todo, Los descendientes y que
para su última fábula sobre la vida y las relaciones humanas se basa en esta
ocasión más que nunca en la fuerza interpretativa de un magistral Bruce Dern,
por la que ha conseguido una merecidísima nominación al Oscar.
Pero
vayamos por partes. Independientemente de la sobrada calidad de Nebraska, hay que empezar advirtiendo
que no es una película para todos los públicos. Y no precisamente por sus
excesos, como podría ser el caso de El
lobo de Wall Street, sino más bien por todo lo contrario. Filmada en un
delicioso blanco y negro Nebraska es
de ritmo lento, tranquilo, a veces irritante. Es de esas películas que puede
transmitir tanto con sus diálogos como con sus silencios, repletos de miradas y
de paisajes contemplativos que pueden desesperar al espectador más impaciente.
Advertidos
pues, lo que el público se va a encontrar en las poco menos de dos horas de
duración del film es la epopeya de un hombre mayor, huraño y parco en palabras
con un pasado empapado en alcohol, que se empeña en atravesar dos estados,
andando si es necesario, con tal de cobrar un premio de un millón de dólares cuya
notificación le ha llegado por correo. Evidentemente, el timo de la estampita,
una publicidad ruin para conseguir suscripciones a no sé qué revista en forma
de engañabobos. Y aun sabiendo eso uno
de sus hijos, David, cuya vida no es precisamente sinónimo de éxito –a diferencia
de su hermano Ross, cuya carrera en televisión va por el buen camino-, decide
concederle el capricho y llevarlo en coche en busca del dichoso premio,
teniendo que parar por el camino a pasar el fin de semana en el pueblo oriundo
del anciano, donde una improvisada reunión familiar descubrirá a David sus
verdaderas raíces.
Quizá
la excusa argumental pueda recordarles a la reciente Agosto, pero si en aquella era el glamuroso reparto quien llamaba
la atención aquí los nombres de los intérpretes son bastante más anónimos
(entre los secundarios más destacados se encuentra Stacy Keach, que después de
tantos años sigue siendo recordado básicamente como Mike Hammer), consiguiendo irónicamente mejores interpretaciones
demostrando que cuando un director es bueno ya se tiene la mitad de camino
recorrido.
Payne
es experto en sacar a relucir las heridas del alma pese a los presumibles
problemas de comunicación (ya le pasaba a George Cloney con sus hijas en Los descendientes) y aquí consigue que
David y su padre Woody aprendan a conocerse y respetarse, por más que su pasado
esté repleto de errores y secretos.
El
viaje por el corazón de la América profunda es también un viaje por sus corazones,
consiguiendo tal empatía que termina siendo también un viaje a nuestro propio
interior, consiguiendo que simpaticemos con ese terco y –aparentemente- egoísta
cascarrabias hasta el punto que no queremos que su viaje termine tan pronto.
Además,
Payne consigue con acierto que una historia tan emotiva y de lágrima fácil esté
cargada de humor e ironía, lo cual es siempre agradecido, y la clave a la larga
lista de premios y nominaciones que está cosechando a su paso (en los Oscars,
sin ir más lejos, se encuentran con opciones también el director, June Squibb
interpretando a la sufrida mujer de Woody, el guion y la propia película),
convirtiendo esta película en una muy recomendable opción para disfrutar de
buen cine y, de paso, hacer un poco de reflexión interna sobre el camino que
está tomando la vida de cada uno y el amor que somos capaces, ya no solo de
sentir, sino también de demostrar, hacia los que nos rodean. Aunque no todo es
bonito, como la vida misma, y también hay tiempo para reflexionar sobre la
codicia y la hipocresía que invade a todos los que rodean al querido hijo
pródigo al volver al pueblo que lo vio nacer cuando piensan que realmente es
millonario.
Alexander
Payne, de nuevo, de notable.
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