Cuento de Invierno es una película extraña, desconcertante, que comienza
(prólogo confuso aparte) con la acción ya arrancada y el prota, Peter Lake,
perseguido con saña por el malo de la función, Pearly Soames, y sus secuaces.
Y
si no han leído ustedes nada sobre este film antes de entrar en la sala de cine
quizá deberían dejar de leer y entregarse a la aventura de una historia de
fantasía y emociones que, como poco, les intrigará y sorprenderá. Advertidos
quedan.
Y
es que enseguida nos encontramos con caballos voladores, seres demoníacos y la
eterna lucha del bien contra el mal con milagros de por medio.
Si
han continuado leyendo es que no quieren arriesgarse a la incertidumbre de una
película que posiblemente atraerá sobre todo por su reparto (y perdonen si se
dienten tratados como incultos por dar por sentado que desconocen, como yo, la
novela que adapta) con dos grandes figuras y un buen puñado de sorprendentes
secundarios (algunos casi cameos), así que permítanme entrar al trapo con la
trama:
Abandonado
a su suerte en la maqueta de un barco siendo apenas un bebé (¿alguien ve aquí
una revisión de la historia de Moisés?), Peter Lake es acogido por el siniestro
Pearly Soames, que descubre en él innatas dotes como ladrón y lo apadrina con
la esperanza de que algún día herede su imperio criminal. Pero cuando comprueba
que el tal Lake oculta un corazón decente decide eliminarlo. Hasta aquí, todo
normal. Pero cabe señalar que Soames es un demonio a las órdenes de Lucifer que
se codea con ángeles caídos mientras que Lake está destinado a realizar un
milagro que cambiará la vida de una joven y moribunda pelirroja. Y aquí la cosa
se empieza a poner ya más rara.
Injustamente
maltratada por la crítica, Cuento de
Invierno es el debut como director de Akiva Goldsman, prestigioso guionista
que está detrás de piezas tan infumables como los Batman de Schumacher como de Una
mente maravillosa (por la que ganó el Oscar), El código Da Vinci o una docena de episodios de Fringe, entre muchas otras. Y a mi
parecer se lleva el gato al agua con secuencias visualmente muy hermosas y una
narración acertada (toda confusión inicial se disipa por el paso de los
minutos), por más que en ocasiones abuse de planos demasiado forzados, muy
fotográficos o “de posturitas”.
En
el apartado interpretativo el peso se lo reparten Colin Farrell (del que ya he
dicho que encuentro algo cansino cuando ejerce de protagonista) y Russell Crowe
(con un papel que recuerda demasiado a su Javert de Los Miserables), aunque Jessica Brown Findlay brilla con luz propia
(solo se le puede acusar de deslumbrar demasiado para representar que la muerte
le ronda, aunque eso no es culpa suya) y las aportaciones breves pero
interesantes de Jennifer Connelly, William Hurt, Graham Greene, Kevin Durant,
Will Smith y ¡atención! Eva Marie Saint (sí, la veterana estrella de Con la muerte en los talones).
Me
resulta muy curioso (incluso arriesgado) el ofrecer hoy en día un título tan “espiritual”
como este, que hable de milagros con total normalidad y que aunque evite
referirse directamente a Dios (supongo que para hacerla más universal en estos
tiempos de Fe inestable), con explicaciones como “el Universo nos protege a
todos”, las alusiones no engañan a nadie. El amor vence al odio. El bien al
mal. Y Dios al Diablo. Así son las cosas.
No
voy a ensalzar la película hasta considerarla una obra maestra, pero sí la
defenderé sin miedo por atreverse, pese a sus evidentes deficiencias, a
emocionar, a provocar un nudo en el corazón y humedecer en más de una ocasión
los ojos.
Tanto
es así que me atrevería a asegurar que, si hubiesen sido un poco más
arriesgados y hubiesen apostado más en la promoción de la película y su
temática fuese navideña (parte de la acción trascurre alrededor de Fin de Año,
pero no hay ninguna alusión directa a la Navidad), esta merecería ser el Qué bello es vivir del siglo XXI.
Ahí
lo dejo.
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