El Olivo es la última película como directora de la también actriz
y guionista Iciar Bollaín, que tras las experiencias de Katmandú y También la lluvia
vuelve a contar con un libreto de Paul Laverty, colaborador habitual de Ken
Loach.
Protagonizada
por Javier Gutiérrez, que consigue dotar de gran sensibilidad a un personaje que
sobre el papel podría caer en lo caricaturesco, y Pep Ambrós, con otra gran
interpretación donde las miradas y los silencios dicen más que las palabras, aunque
se pasa también por ahí Juanma Lara, la película es sobre todo un ejercicio
interpretativo de la joven Anna
Castillo, una barcelonesa de veintidós años que aunque lleva ya un tiempo
rondando el mundillo del cine y la televisión dará el despegue definitivo con
esta película, que le va a suponer un trampolín a la fama tal y como le pasó a
Natalia de Molina con Vivir es fácil conlos ojos cerrados . Anna Castillo consigue componer un personaje que puede
ser odiosamente irritante en muchos momentos del film y, aun así, enternece.
Soporta magníficamente muchos primeros planos que muestran un catálogo de
sentimientos atronadores y logra conmover al espectador con una historia que,
sin ella, sería una torpe noñada.
El Olivo cuenta como un árbol milenario simboliza para un
viejo campesino de Castellón todo lo que la vida le puede ofrecer, cayendo en
una profunda depresión cuando su familia decide venderlo a cambio de una
pequeña fortuna. Doce años después, el anciano apenas reconoce el mundo que lo
rodea, encerrado en lo más profundo de su propia mente, y el dinero, tal y como
él mismo había predicho, ha desaparecido, invertido en un negocio que, como
muchos otros durante esta crisis que quien sabe si realmente ha terminado ya,
ha caído en desgracia.
Alma,
la nieta que con ocho años convirtió a ese olivo en un compañero de aventuras y
cuyo amor por su abuelo es infinito, no puede soportar ver al muerto viviente
en que el hombre se ha convertido, y convencida de que solo la recuperación del
árbol puede devolverlo a la realidad del presente, se embarca en una absurda
cruzada junto a su tío y un compañero de trabajo (enamorado no muy secretamente
de ella) para recuperarlo de una multinacional energética de Dusseldorf que lo
utiliza como símbolo institucional en el hall de su sede central.
El Olivo es un cuento de hadas, una historia imposible sobre
la fuerza de voluntad y el deseo que, fiel a las crónicas sociales habituales
en el tándem Bollaín/Laverty, refleja los problemas de la época que nos ha
tocado vivir. Un cuento que, como sucedía en las películas de Frank Capra,
resulta imposible de creer, pero que a la fin, su verosimilitud es lo que menos
importa al lado de una reflexión cargada de sentimentalismo y ternura, con personajes
cargados de “buenismo” que nos invitan a creer en lo imposible y a tener
esperanza en el futuro, por amargo que este pueda llegar a tornarse.
El Olivo es una metáfora, redundante en algunos momentos,
sobre la vida misma. Y Bollaín construye sus raíces con solvencia, alternando
risas y lágrimas y emocionando cada vez que se lo propone.
En
un fin de semana que continúa con la resaca de Civil War y dónde la proximidad de la Fiesta del Cine ha invitado a
las distribuidoras a sacar toda la purria que tenía en sus cajones, de nuevo
una película española ha sido la que me ha salvado del tedio general. Y esto no
puede ser ya simple casualidad…
Valoración:
Siete sobre diez.
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