El Olivo es la última película como directora de la también actriz
y guionista Iciar Bollaín, que tras las experiencias de Katmandú y También la lluvia
vuelve a contar con un libreto de Paul Laverty, colaborador habitual de Ken
Loach.

El Olivo cuenta como un árbol milenario simboliza para un
viejo campesino de Castellón todo lo que la vida le puede ofrecer, cayendo en
una profunda depresión cuando su familia decide venderlo a cambio de una
pequeña fortuna. Doce años después, el anciano apenas reconoce el mundo que lo
rodea, encerrado en lo más profundo de su propia mente, y el dinero, tal y como
él mismo había predicho, ha desaparecido, invertido en un negocio que, como
muchos otros durante esta crisis que quien sabe si realmente ha terminado ya,
ha caído en desgracia.

El Olivo es un cuento de hadas, una historia imposible sobre
la fuerza de voluntad y el deseo que, fiel a las crónicas sociales habituales
en el tándem Bollaín/Laverty, refleja los problemas de la época que nos ha
tocado vivir. Un cuento que, como sucedía en las películas de Frank Capra,
resulta imposible de creer, pero que a la fin, su verosimilitud es lo que menos
importa al lado de una reflexión cargada de sentimentalismo y ternura, con personajes
cargados de “buenismo” que nos invitan a creer en lo imposible y a tener
esperanza en el futuro, por amargo que este pueda llegar a tornarse.
El Olivo es una metáfora, redundante en algunos momentos,
sobre la vida misma. Y Bollaín construye sus raíces con solvencia, alternando
risas y lágrimas y emocionando cada vez que se lo propone.
En
un fin de semana que continúa con la resaca de Civil War y dónde la proximidad de la Fiesta del Cine ha invitado a
las distribuidoras a sacar toda la purria que tenía en sus cajones, de nuevo
una película española ha sido la que me ha salvado del tedio general. Y esto no
puede ser ya simple casualidad…
Valoración:
Siete sobre diez.
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