La recuerdo caminando con una leve inclinación, pequeñita toda ella, con su cabello plateado recogido en una permanente confeccionada a base de rulos en la peluquería del barrio y sus ropajes siempre oscuros, muestra de un riguroso luto que se impuso, hace ya décadas, tras el fallecimiento del abuelo.
Toledana de nacimiento (de Quintanar de la Orden, más concretamente), olostenca de acogida y barcelonesa de corazón (allí nacieron dos de los tres hijos que la sobrevivieron), son incontables los recuerdos que tengo de ella, pese a que se fue en una época en la que, atontado como mi edad me obligaba, estaba yo más pendiente de la moto que me iban a regalar y de las juergas con los amigos que de otra cosa. Podría hablaros de su imagen sentada en una silla plegable hundida en las pedregosas arenas de la playa de Lloret de Mar, de cómo se quejaba cuando a mí se me antojaba levantarla en brazos («un día me vas a desmontar», me regañaba, entre sonrisas), de cómo me llevaba a pasear por el arroyo artificial que había en Les Glories a la espera de que mi madre regresara del trabajo o de las tardes en que jugábamos a que yo era el profesor y ella la alumna para conseguir que, de alguna manera, se me grabasen en la cabeza las lecciones dadas en el cole el día en cuestión (spoiler, casi nunca lo hicieron). Pero también conservo recuerdos más irrelevantes aunque encantadores a su manera, como el asco que le tenía a las canicas, cómo llamaba «juguetes» a los dibujos animados que por aquel entonces emitían en Televisión Española por sorpresa, faltos como estaban de publicidad con la que rellenar los huecos entre programas, o lo que las manzanas le hacían estornudar.
Pero
lo que quiero avocar hoy es un recuerdo mucho más sencillo, el de mi abuela
caminando por las calles del Eixample (el Ensanche en aquella época), desde
casa hasta la Sagrada Familia, para ir a la misa de la mañana, ataviada con una
falda azul oscura y una blusa casi del mismo color aunque con la ligereza de
unas diminutas margaritas estampadas en ella.
Un
día, la abuelita se nos fue. Doña Teófila partió a dar clases a los angelitos
del cielo y nos dejó un poco desamparados, con sus libretas de recetas de
inconfundible caligrafía y abstractas expresiones («poner una pizca de harina»,
«hornear hasta que la masa folle») como principal legado (y esos rosquillos,
¡madre!, qué buenos esos rosquillos…) para poderla recordar. O, al menos, eso
pensábamos en aquel momento.
No
soy mucho de creer en fantasmas (aunque como dicen de las meigas, haberlos,
haylos), pero al poco tiempo, de la manera más repentina, se nos apareció.
No
fue acompañada de gemidos siniestros en pleno desvelo, como en las películas,
ni mediante extrañas luminiscencias. Lo suyo era más discreto, casi sin querer
molestar, tal y como habría hecho en vida. Estábamos mi madre y yo organizando
el garaje que hay en la casa de Mas Altaba, nuestra segunda residencia (o la
primera, si lo que cuenta es el corazón y no el censo), cuando decidimos colgar
en una pared, como si por algún caprichoso motivo hiciera juego con las
herramientas medio oxidadas o el arado de gasolina que cohabitaban allí, un
puzle de la Sagrada Familia. En aquella época, todavía no se había puesto de
moda lo de enmarcar puzles y tratarlos como a cuadros, y cuando uno lo quería
conservar a lo más que llegaba es a pasarle por encima, una vez montado, la
cola que venía en la propia caja y, en el mejor de los casos, engancharlo a un
tablón de madera que no podía, ni con la mejor de las voluntades, garantizar
mucho su correcta conservación. Se trataba de un puzle Educa de mil piezas, con
el Templo Expiatorio en su máximo esplendor (esa silueta de cuatro torres que
para muchos barceloneses será la imagen icónica para siempre, no en vano se
había perdido la esperanza de verla algún día terminada). A sus pies, se intuía
el comienzo del parque Gaudí, con la calle Marina como frontera de asfalto.
Completaba el paisaje algún coche aparcado que delataba la época en la que se
hizo la fotografía y en una esquina, como queriendo escapar de la estampa
por no ofender al fotógrafo, ella, Doña Teófila, con su falda azul oscuro y su
blusa de margaritas. Es una imagen diminuta, incluso algo borrosa, pero ni mis
padres ni yo (ni nadie que la conocieran y viesen a posterioridad el puzle)
tuvimos ninguna duda. Era ella. La abuelita pequeñita. La madre de mi madre que
había sido congelada en el tiempo en uno de sus paseos por el barrio,
posiblemente regresando de misa, con sus andares encorvados y su expresión
apacible en el rostro.
Casi
se podría decir que esa fue su manera de volverse eterna, pero casi no lo
consigue. En este punto me falla la memoria y no puedo concretar si cuando
realizamos el hallazgo el puzle estaba en perfecto estado o si ya había sufrido
los estragos de la humedad y el tiempo, pero el caso es que en tiempos recientes,
pese a que con la muerte de mi madre mi padre decidiera rescatar ese tesoro
familiar del maltrato que el garaje le confería y darle un lugar más digno en
la terraza principal de la casa, las esquinas estaban en bastante mal estado e
incluso alguna ficha había desaparecido. Verlo me partía el alma, pero
lamentablemente no había posibilidad de reparar los daños.
Pero
volvió a pasar el tiempo y, lo que la vida no te da, te lo ofrece Internet.
Navegando por diversas páginas de compraventa, tal y como había hecho muchas mil veces en el pesado, por fin hallé la solución. Estaba ahí, en Todocolección.com,
casi como una reliquia del pasado a precio de ganga. Puzle de la Sagrada
Familia de los años ochenta, rezaba el título, Y sí, era ese, el mismo que
décadas atrás me regalara mi madre (o los Reyes Magos, todo es posible) y en el
que, por sorpresa, aparecía Teófila en su salida de misa, tal y como si fuese
una figurante de la película de Eduardo Jimeno Correas.
Y,
ahora sí, con los merecidos cuidados y una correcta conservación, por fin la abuelita
pequeñita, Doña Teófila Rodríguez Nieto, será eterna.
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