Dirigida por Barney Elliot con claras reminiscencias al cine social de
Iñarritu, La deuda es una alegoría de
cómo funciona nuestra sociedad, regida por intereses económicos en beneficio
del capitalismo y siempre a merced de los más poderosos, pero apuntando también
con el dedo al débil que no dudará en aprovecharse para su propio beneficio
cuando la ocasión le sea propicia.
Utilizando como excusa la deuda externa de Perú, objeto del deseo de los
tiburones de Nueva York, la trama se divide en tres historias tan, a priori,
diferentes como los problemas de una enfermera por conseguir cita para que
operen a su anciana madre, la negativa de un campesino de Pampacancha de vender
sus tierras a un lugarteniente del lugar que promete grandes beneficios y
bienestar y la historia de un ejecutivo americano y su compañero de orígenes
peruanos que tienen como objetivo comprar todos los bonos del país andino muy
por debajo de su valor real.
Con un planteamiento interesante y una puesta en escena enérgica y
atractiva, Barney Elliot, guionista y director debutante, comete el mismo
riesgo que el mencionado Iñarritu en títulos como Babel o 21 gramos, donde
el empleo de diversos argumentos pueda provocar que alguno de ellos chirríe en
consonancia con los otros, tal y como sucede aquí con la historia ambientada en
Lima, que pese a la importancia capital que tiene en la conclusión forzada y
moralista que unifica los tres argumentos, es por si sola la más inconsistente
e irregular.
Una de las mejores bazas con las que cuenta Elliot para su película es la
recuperación de Stephen Dolff, bastante desaparecido últimamente, junto a la
siempre interesante aportación de David Strathairm, además de la correcta interpretación
de Alberto Ammann, la aparición breve de Carlos Bardem o la presencia de
desconocidos pero cumplidores intérpretes oriundos.
Coproducida entre Estados Unidos, España y Perú, la intención de Elliott es
exteriorizar el problema de la deuda externa peruana para hacerla universal, en
un cuento en el que el malo no es el rico, sino el poderoso, demostrando que
cualquiera puede ser egoísta en pos de su propio beneficio sin reparar en que
cada acción tiene su consecuencia, lo cual es ya de por sí una loable
intención, por más que a la postre el mensaje de redención quede algo
maniqueista y forzado, lo que junto a una imagen (a mi entender) algo triste
del país andino (echo de menos una mejor utilización de los paisajes, quizá con
alguna panorámica algo más generosa que las que nos ofrece Elliot) deslucen el
resultado final de la obra.
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