Aunque la crítica en general parece haberse puesto
de acuerdo en alabar a la última película de Kathryn Bigelow, no ha faltado la
controversia alrededor de Detroit debido a los valores de las misma.
Aunque no soy especialmente fan de la directora de
La noche más oscura, no cabe duda de que aquí hace un trabajo casi impecable,
con un montaje prodigioso y una puesta en escena que, pese a lo que me pueda
incomodar personalmente la cámara en mano nerviosa al estilo documental, aquí
juega en favor de la narrativa y transmite en el espectador los nervios que
viven los propios protagonistas. Ademas, sabe sacarle el máximo partido a sus
protagonistas, en especial a un John Boyega que todavía no había logrado ningún
papel destacable desde que se diera a conocer en Star Wars: El despertar de la
fuerza.
Dicho eso, parece necesario hacer una reflexión
sobre el transferido de la película, ya que Bigelow pretende hacer un retraso
social y no estoy seguro de que lo consiga por completo. Y no solo porque la
historia que cuenta sea una reinvención basada en testimonios no en los propios
hechos (tal y como confiesa al final del film), sino porque parece demasiado
encadenada a una corrección política que no llegue a enfadar a nadie, y por más
que se disfrace de dedo acusador se cuida mucho de que nadie salga totalmente
retratado. El sistema judicial, si acaso, aunque al final todos cumplen con su
trabajo.
La película arranca con las revueltas de 1967 que
sacudieron Detroit y provocaron grandes destrozos en barrios de negros y
numerosos enfrentamientos con la policía que derivaron en verdaderas batallas.
Sin embargo, Bigelow evita profundizar sobre el contexto para centrarse en una
historia más personal, la de un músico y su amigo (ambos negros) que se
encuentran en en lugar equivocado en el momento equivocado: un motel de mala
muerte donde conocen a dos chicas blancas y en el que por culpa de un grupito
de “pringados” que juegan con una pistola falsa terminan siendo asediados por
la policía y en manos de un joven y sádico oficial. A partir de entonces, la
película se asemeja más a un thriller con tintes de terror, a una home invasion
en toda regla. Incluso entonces, Bigelow se cuida mucho de criminalizar a
nadie, ni siquiera al policía Philip Krauss (personaje inventado pero inspirado
en un amalgama de policías reales), que pese a parecer el verdadero demonio de
la película queda ligeramente justificado en varios momentos (es un sádico, sí,
pero lo cierto es que tal y como se muestra en la película su problema es que
el asunto se le va de las manos sin poderlo controlar), y constantemente se
muestran a personajes blancos ayudando y amparando a otros negros, algo que sin
duda habría sido muy diferente de haber sido un afroamericano el director de la
película.
Con todo, Detroit funciona perfectamente como película
de suspense y drama social, como reflejo de una época complicada y como
alegoría de que, incluso a finales del siglo XX, el color de la piel seguía
siendo (y lo sigue siendo en la actualidad) determinante a la hora de
interpretar la ley.
Valoración:
Siete sobre diez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario