Basada en una novela de Ian McEwan que el mismo guioniza y dirigida por Richard Eyre, El veredicto (la ley del menor) narra la historia de la jueza de la corte Fiona Maye, que debe implantar justicia sobre un delicado caso en el que un menor puede morir de leucemia por su negativa (y la de sus padres) de aceptar una transfusión de sangre por ser Testigo de Jehová mientras trata de lidiar con un complicado bache de su matrimonio.
Apoyada sobre todo en el trabajo interpretativo de Emma Thompson (bien arropada por nombres como Stanley Tucci o Ben Chaplin), la película plantea un dilema moral relacionado con la dificultad entre saber elegir entre la entrega a la Fe y la propia supervivencia, agravando el caso al tratarse de un menor, reflexionando además con el planteamiento alrededor de como la vida personal de un juez puede llegar a influir en sus decisiones. Sin embargo, más allá de este interesante planteamiento, la película amenaza en numerosos momentos en diluirse ante una pretenciosa carga de trascendencia de la que su director no logra salir bien parado.
Lo que a priori parece un ejercicio bien planificado y ejecutado con la precisión de un mecanismo de relojería cae en ciertas ínfulas de pretenciosidad que derivan su drama en algo gélido que se termina por apreciar desde la distancia.
Es todo tan señorial y formal en esos pasillos de la Corte Suprema, con sus togas y pelucas, que a la película termina por sucederle exactamente lo mismo que al matrimonio de la jueza, que le falta pasión para mantenerla con vida. Por eso, pese al esfuerzo de la Thompson, resulta todo demasiado artificial, desde la naturalidad con la que su marido le anuncia que va a serle infiel hasta la posibilidad de que ella misma se vea con la posibilidad de pagarle con la misma moneda, sin acabar de quedar claro si lo que Eyre y McEwan pretenden con esta historia es presentarnos la deconstrucción de un matrimonio, denunciar el fanatismo mortal de ciertos cultos o reflexionar sobre los límites del poder, comparando el poder superior de Dios con el poder superior de un Juez de la Corte. Y lo peor de todo es que todos estos planteamientos se hacen sin invitar al espectador a tomar partido en el debate, dando la sensación de que lo que se pretende no es invitar a la reflexión, sino mostrar unas posiciones preestablecidas.
Así, aunque no niego el atractivo de una historia que mantiene su interés hasta su resurrección final, permitiendo incluso obviar algún momento ligeramente ridículo, tampoco consigue dejar el poso que posiblemente pretendían sus autores, resultando ser finalmente un drama judicial del montón, solo mantenido por el talento de sus protagonistas, y sin la absorbente pasión que desprenden, por ejemplo, las adaptaciones de Grisham.
Valoración: Cinco sobre diez.
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