jueves, 1 de noviembre de 2018

HUNTER KILLER: CAZA EN LAS PROFUNDIDADES

Que la carrera cinematográfica de Gerard Butler está en claro declive es una evidencia. Alejado ya del papel de galán en comedias románticas, sus últimos trabajos se reducen a repetir siempre el mismo personaje de tipo duro en situaciones extremas en producciones de dudosa calidad, como aquella olvidable Geostorm. En la misma linea se estrena ahora Hunter Killer: Caza en las profundidades, película que ha llegado sin apenas promoción y que probablemente sea un nuevo traspiés en la taquilla. A las pruebas me remito: decidí verla anoche debido a que la sala en la que ofrecían Bohemian Rhapsody estaba a reventar. A cambio, pude “disfrutar” de esta Hunter Killer absolutamente solo en mi sala. Mal presagio...
El caso es que una vez puestos en harina y aceptando todas las debilidades que sin duda me iba a ofrecer esta película de Donovan Marsh, un tipo de esos que ves su filmografía y piensas “¿de donde han sacado a este tipo?”, la cosa no está tan mal como podía parecer en un principio.
Sí, de acuerdo, esto es una versión extraña de La caza del Octubre Rojo, recuperando viejos tics de la Guerra Fría entre Rusia y Estados Unidos en pleno siglo XXI con submarinos de por medio, pero, dejando de lado todo lo absurdo de su guion, no se le puede negar a la película un notable sentido del espectáculo.
Con unos efectos digitales bastante superiores al bochorno de Geostorm y una dirección bastante dinámica y efectiva, Hunter Killer es una historia de persecuciones submarinas, peleas entre machitos y diálogos políticos rancios que aspira a contener un mensaje político sin conseguirlo. Es como jugar a ser Tom Clacy pero partiendo de una de esas novelitas que se leen en el aeropuerto para matar las horas muertas. El discurso político es ridículo y el tradicional postureo patriótico necesario para aderezar este tipo de films cae esta vez por el lado soviético, resultando igual de empalagoso e inverosímil. Pero claro, verosimilitud es lo último que se le debe pedir a una película de Gerard Butler, un tipo que debió haber nacido dos décadas antes y que domina mucho mejor el arte del postureo que el interpretativo. Así, teniendo en cuenta todos estos elementos que, de pillarnos por sorpresa podrían haber arruinado la película, lo que queda es un divertimento absurdo y muy entretenido que se puede disfrutar sin complejos y que gracias a su falta de pretensiones, consigue resultar verdaderamente estimulante y hasta emocionante.
Butler nunca será el John McLaine que a él le gustaría (basta verlo en su saga compuesta, hasta ahora, por Objetivo: la Casa Blanca y Objetivo: Londres para reconocer ahí una Jungla de Cristal de marca blanca) pero sigue conservando suficiente carisma como para soltarlas bravuconadas que lanza en pantalla sin sonrojarse ni provocar sonrojo. 
Al final, el espectáculo pirotécnico supera la colección de despropósitos (lo de Gary Oldman haciendo por enésima vez de tipo histriónico es de traca) consiguiendo que el resultado final sea una estupenda serie B de lujo, una de esas películas que antes denominábamos como carne de videoclub pero que se disfruta mejor en pantalla grande como pasatiempo fugaz de fácil consumo y olvido rápido.

Valoración: Seis sobre diez.

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