Una frase (“amar significa no decir nunca lo siento”) y una empalagosa melodía de Francis Lai convirtieron a Love Story en una de las películas de amor más populares de la historia del cine. No fue la primera, pero sí la que marcó un antes y un después y que provocó un aluvión de copias de amores imposibles donde la enfermedad, no el apellido (como les pasaba a Romeo y Julieta) se interponía entre los amantes. Hasta el punto que cada generación tenía la suya propia. Están las revisiones más clásicas, como Elegir un amor, con Julia Roberts, las que le daban un giro hasta el absurdo, como Mientras dormías, las que camuflaban esa enfermedad en forma de metafóricos vampiros, como Crepúsculo, o incluso las que funcionaban como Epitacio post-morten, al estilo Postdata, te quiero o Mi vida.
Pero de entre todas, lo más efectivo es la enfermedad pura y dura, y cuanto más terminal, mejor. Salvo honrosas excepciones, son películas bastante simples, que buscar la lágrima fácil del espectador y que abusan de la pornografía sentimental para tocar la fibra sensible con más mala fortuna que talento. Hay honrosas excepciones en el cine actual, como la simpática Amor a medianoche o la emotiva Bajo la misma estrella, pero por desgracia A dos metros de ti no se encuentra entre ellas.
Dirigida por Justin Baldoni, un actor metido a realizador de documentales, y con Mikki Daughtry y Tobias Iaconis firmando el guion (sí, los mismos que escribieron el infame libreto de La llorona), A dos metros de ti no es capaz de proponer nada novedoso al género, siendo casi una fotocopia de un esquema arquetípico y con un desarrollo narrativo que es incapaz de emocionar por lo previsible que es.
Tan insuficiente como otra medianía reciente, Antes de ti, me resultó toda una sorpresa escuchar sorbidos de mocos y ver pañuelos secando lágrimas tras un final de película que ni siquiera llega a ser un final, prueba de que estamos ante uno de esos géneros que siempre tendrá adeptos independientemente de la calidad resultante del producto. Aquí se demuestra esa gran verdad que dice que es más difícil hacer reír que hacer llorar (y que por algún motivo los académicos no consiguen llegar a entender), y Baldoni consigue, con prácticamente nada, emocionar a una tribuna que venía demasiado preparada para sufrir, aunque la película no le llegue a dar argumentos para ello.
Con la fibrosis quística como telón de fondo y un pare de actores poco conocidos (ella era una de las víctimas de Múltiple), la película recae en los tópicos de siempre (el tercer amigo en discordia, elemento cómico del film hasta que deja de serlo) para recaer más en una historia de amor tan impersonal como sosa que en el drama propio de la enfermedad, rematando la tontería con un hospital donde las medidas de seguridad y los controles a los pacientes parecen estar diseñados por el Inspector Clouseau.
En fin, una película insoportablemente aburrida, con personajes sin gracia que deambulan a su suerte en espera de su muerte, entre risas y lloriqueos, que podrá emocionar a aquellos que hayan venido explícitamente buscando eso, pero totalmente insuficiente para un espectador que solo aspire a ver una buena película.
Valoración: Tres sobre diez.
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