Lo
primero que hay que reconocerle a Kong, la isla Calavera es que es una película Warner, con todo lo bueno y lo malo
que ello conlleva. Destinada a compartir universo con la insípida Godzilla de Gareth Edwards, esta nueva
recreación del simio gigante (la octava, si no cuento mal) comparte con su
némesis japonesa el estilo trascendental y casi epistolar que tanto gusta a la
compañía, aunque al menos han sabido rectificar los mayores errores de Edwards
(aunque alabados por algunos, hay que ser justos) y primar más la acción y la
espectacularidad.
El
arranque es casi de manual, con un ritmo endiablado y presentado a los
personajes con cuatro pinceladas suficientes como para saber situarlos en su
contexto, cosa que me recordó en algo al Escuadrón Suicida. La acción se pone en marcha de forma trepidante, mostrándonos
enseguida la imagen del Kong más gigantesco visto hasta ahora en pantalla y homenajeando
al film clásico (y a la escena más icónica del personaje) cambiando avionetas
por helicópteros. Lamentablemente, a partir de entonces todo empieza a ir
cuesta abajo.
Como
ya he dicho, la película reúne lo mejor y lo peor de la Warner, teniendo sus
últimas producciones superheróicas como referente más claro. Incluso parece
como si el director (con poquísima experiencia en cine, por cierto) Jordan
Vogt-Roberts quisiera imitar a Zack Snyder y ofrecer un par de horas de puro
espectáculo visual prescindiendo totalmente de un guion sobre en que
sostenerlo.
Efectivamente,
más allá de esa presentación inicial, los protagonistas van deambulando por la película
sin propósito alguno, siendo meras caricaturas cuyos buenos actores poco pueden
hacer para darles un poco de empaque. La oscarizada Brie Larson se limita a ser
la inevitable rubia mona de la peli (aunque el momento sensible de su encuentro
con Kong resulta muy descafeinado), Tom Hiddleston basa su papel en poner
posturitas molonas, siendo su momento cumbre justamente el de su presentación y
Samuel L. Jackson simplemente se reinterpreta a sí mismo, como suele ser
habitual en él.
La
acción es espectacular, insisto, y eso permite que la película no resulte en
ningún momento aburrida. Y hay varios momentos memorables en la cinta, más allá
de los homenajes evidentes a títulos como Apocalipsis
Now o incluso Depredador, pero
eso no basta para evitar sentir que la película no tiene alma, por más que al
final haya más lágrimas que en una peli de Bayona. Es, una vez más, el efecto
Warner, que aunque aquí mete algún chiste y tiene a John C. Reilly como alivio
cómico (algo cargante en algún momento) sigue buscando esa trascendencia que
demuestre que esto es mucho más serio y dramático de lo que podría parecer (y
lo que podría parecer –y tendría que parecer- es una peli de un mono gigante
dándose de leches contra otros bichos gigantes). Todo en la trama es demasiado
absurdo e insustancial, empezando por un rastreador que nunca llega a rastrear
nada, una misión científica en la isla que no he entendido todavía de que va,
un científico (John Goodman) cuya historia con los monstruos es muy ambigua, un
poblado indígena totalmente desaprovechado, un monstruo que vomita parte de su
comida en el momento y lugar más oportuno
y unos militares demasiado arquetipos.
Los
efectos especiales, por supuesto, están a la altura de lo que cabe esperar de
una superproducción de estas características, pero la necesidad de desmarcarse
de otras películas similares obligan a crear un repertorio de bichejos
totalmente novedoso que tampoco me terminan de entusiasmar, en especial esa
especie de bicho palo gigantesco o los verdaderos villanos de la película, esos
lagartos bípedos de rostro cadavérico que no mejoran en nada a los dinosaurios
a los que Kong se enfrentaba en la versión de Peter Jackson.
Si
ya comenté que el Godzilla de
Emmerich, pese a todo, era superior al de Gareth, lo mismo podría decirse entre
el King Kong de Jackson y este.
Además, de nuevo la necesidad de convertir al monstruo en el bueno de la
película (recuerden los aplausos los habitantes de San Francisco ofrecían al
“salvador” Godzilla después de destruir media ciudad) suena a rancio, aunque
aquí al menos se deja claro que, aun en defensa de su territorio, Kong mata sin
contemplaciones, y aquí está uno de los puntos fuertes de la película, que como
en si de un psicokiller se tratase (de nuevo me viene a la mente el Depredador de McTiernan) uno nunca sabe
qué protagonistas (quitando a los dos que todo el mundo se imagina) van a
sobrevivir y cuáles no, independientemente de la importancia de sus intérpretes.
Son estas muertes, de nuevo, algo que desconcierta, pues si bien en ocasiones
hay secuencias realmente potentes y violentas (empalamientos, amputaciones…)
como si de un homenaje al cine de serie B de hace unas décadas se tratase, por
otro lado la ausencia de sangre es casi total, temerosos de ser castigados con
una calificación R (cosa que, por cierto, a Logan no aprece estarle yendo nada mal). De nuevo la indefinición Warner.
Eso
sí, la banda sonora de la película está genial, aprovechando al máximo el hecho
de que la acción esté ambientada justo al terminar la guerra de Vietnam, con lo
que ayuda a mantener en ritmo de las escenas y compensa esas carencias
narrativas que culminan en un epílogo durante los títulos de crédito
definitivamente anticlimáticos (y atención, que hay escena postcréditos que prácticamente
nadie ha visto).
En
fin, entretenimiento puro y duro y un buen espectáculo visual al que no hay que
exigirle mucho si no queremos que todo se venga abajo.
Valoración:
Seis sobre diez.
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