miércoles, 16 de enero de 2019

EL VICIO DEL PODER

Después de dejar atrás un currículo plagado de comedias tontas, con La gran apuesta Adam Mckay se ganó el derecho de ser considerado un autor serio y políticamente comprometido. Esa podría ser una buena definición de su siguiente película, El vicio del poder, una sátira sobre los tejemanejes de Dick Cheney desde que es un simple becario en la era Nixon hasta llegar a ser el amo del cotarro como vicepresidente de George Bush Jr. 
Para ello, McKay juega a mezclar el batiburrillo de estilos narrativos que hicieran grande a El lobo de Wall Street de Scorsese (hay mucho de Scorsese en la película) con la crítica política antirrepublicana de Michael Moore. Incluso repite trucos que él mismo había inventado para tratar de hacer comprensible la reciente crisis económica en La gran apuesta, con personajes hablando directamente a cámara y metáforas visuales acompañando a la historia (en esta ocasión, una pila formada por tazas de café en precario equilibrio). Sin embargo, la principal diferencia entre ambas películas es su sentido del humor. Pese a tratar temas tan dramáticos como el 11S o la Guerra de Irak, McKay se las apaña para construir unos personajes que rozan la caricatura sin llegar nunca a traspasar la línea de la verosimilitud y compone, a base de resaltar la parte más terriblemente surrealista de la propia realidad, una comedia que, sin ser tan disparatada como ojos ejemplos de historias reales como la que se narraba en Dolor y dinero, de Michael Bay, o la ya mencionada El lobo de Wall Street, suponen un alivio muy refrescante anta la gran cantidad de datos y referentes políticos que ofrece, que pueden llegar a agotar (e incluso despistar) al espectador no estadounidense.
Con una caracterización impresionante y una gran labor actoral, los cuatro principales cómplices de Mckay (Christian Bale, Amy Adams, Steve Carrell y Sam Rockwell), junto a Brad Pitt como productor, ayudan al director (que también firma en solitario el guion) a narrar la descabellada ascensión al poder de Cheney, logrando incluso que empaticemos con personajes totalmente negativos sobre el papel y que lleguemos a sentir incluso cierta admiración. No es descabellado, de hecho, considerar que sus metas, por detestables que puedan llegar a ser, son a la vez muy meritorias.
El tono de la película viene marcado desde el primer momento, tanto con el propio título del film (un chista, el doble juego con la palabra Vice que se pierde en su traducción al español) como con el rótulo inicial advirtiendo que esto es una aproximación a la realidad, pese a lo hermético que ha sido siempre Cheney, por lo cual han tenido que “currárselo como cabrones”.
Más allá de la supuesta fidelidad ante los hechos reales descritos, no hay duda de que la película no puede considerarse imparcial, aprovechando la ocasión para dar un rapapolvo a la américa más republicana, ridiculizando a Bush hijo y convirtiendo a Cheney en un genio de la manipulación y un conspirador en las sombras. Pero esa imparcialidad la aborda McKay con un ejercicio de sinceridad tan brutal que no se puede más que perdonarlo por ello. Incluso cede al protagonista, en una entrevista final que recuerda ligeramente a la que cierra el film El reino, de Rodrigo Sorogoyen, la oportunidad de justificar sus actos mirando directamente a la cámara y dirigiéndose al propio espectador, al cual convierte en juez y parte de la historia.
Es, quizá, ese toque de árbitro moral, que se permite incluso burlarse del propio público al acusarlo de ponerse una venda en los ojos y mirar hacia otro lado más trivial en lugar de preocuparse por las cosas verdaderamente importantes, lo que más me chirría de la película, en un ejercicio de ligera soberbia por parte de McKay, creedor de tener en su poder la verdad absoluta.
Esta es, en definitiva, la primera gran película del año y una firme candidata a los Oscar del mes que viene, un ejercicio imprescindible para comprender el porqué de algunos acontecimientos de la historia más reciente, mínimamente manipuladora, que resulta tan educativa como divertida.
Es una gran película, señor McKay, desde luego. Pero decir esto no me impide decir también que espero con muchas ganas la nueva de Fast&Furious. Y quien se quede hasta la brillante escena postcréditos entenderá mis palabras.

Valoración: Ocho sobre diez.

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