Hace un par de años participé en el concurso de relatos cortos de Ayerbe (Huesca) con el Canfranero como tema de fondo.
Cree una historia sobre una de las enfermedades más aterradoras que existen y le dote de unas gotitas de esperanza. Al final, en una fiesta en la que se rememoraban los ecos del apsado con fisfraces y actividades diversas, me llevé el primer premio del concurso y se me ha ocurrido que este podría ser un buen lugar para compartirlo con vosotros.
Espero que os guste:
EL ABUELO.
Acudió a su casa como cada tarde desde hacía varios
veranos. Acostumbraba a subir los escalones que llevaban al tercer piso de dos
en dos, silbando una jovial melodía a su paso, pero esa tarde no había espacio
para la alegría y su caminar era lento y melancólico.
Las palabras del doctor Franquesas, por
esperadas que resultaran, le habían hecho mella. Nunca es agradable saber que
una vida está a punto de apagarse, por más que todos sepamos que el reloj con
la cuenta atrás se pone en marcha en el mismo momento de nuestro nacimiento.
Sin embargo, ni siquiera el peso de la evidencia servía para consolarlo.
-Abuelo, ya estoy en casa -gritó cuando abrió
la puerta y una oscuridad con aroma rancio lo recibió. Trató de imitar el tono
despreocupado habitual, aunque fracasó en el intento. Tampoco es que importara
demasiado. Su abuelo era ahora apenas una sombra más que decoraba el salón
principal, sentado en un sillón, contemplando el relieve de la ciudad a través
de la ventana sin ver nada en realidad. El chico podría haber arrastrado el sillón
por la estancia, colocando al abuelo de cara a una pared, y no habría habido
reacción alguna por parte del viejo.
Su madre emergió de la cocina, delantal en
mano, y besó a su hijo en la frente.
-No hay buenas noticias, ¿verdad?
Era más una afirmación que una pregunta, y él
se limitó a negar con la cabeza.
-Me lo llevo -le dijo con determinación.
La madre lo miró sin entender, pero unas
patatas a medio freír comenzaron a protestar tras ella y tuvo que volver a
centrar su atención en los fogones.
-Me lo llevo -repitió el joven, esta vez más
para convencerse a sí mismo que para otra cosa.
Tomó al anciano por los hombros e hizo fuerza para
levantarlo. Sin la ayuda del hombre le costó bastante hacerlo, pero al fin lo
consiguió, dejándolo de pie en medio del comedor, en un equilibrio precario,
mientras iba a por su abrigo.
-¡Venga, abuelo! Nos vamos a dar una vuelta
-dijo a la figura de cera.
No le supuso demasiado esfuerzo arrastrarlo
hasta el coche. El anciano era como un autómata al que habían dejado de dar
cuerda. Se dejaba llevar, pero sin ánimo ni convicción. Un fantasma que
arrastraba sus pies guiado por un nieto al que no reconocía.
El trayecto desde Barcelona hasta Huesca le
supuso casi tres horas, las cuales amenizó con música de jotas. Las favoritas
del abuelo eran las de José Oto, al cual el anciano había llegado a conocer en
sus años de juventud en un recital improvisado al calor de unos vinos de
Sotomanto. El chaval no era demasiado aficionado a este canto, aunque tras una
infancia junto a su abuelo algo se le había quedado, y cuando sonó La Fiera no puedo evitar canturrearla
como hacían ambos entre risas años atrás.
El abuelo, por su parte, ni se inmutó, la
mirada permanentemente perdida en el infinito.
No sabe ni conoce. Así es como su madre definía
la enfermedad del abuelo, como si no se atreviese a decir en voz alta
Alzheimer. No se apagó de golpe, más bien como una brasa al finalizar la
hoguera, como si se resistiese a agotar el último destello de luz. Pero cuando
al fin lo hizo, la misma esencia del abuelo pareció desaparecer, quedando
convertido en una simple carcasa vacía.
Empezó olvidando cosas sin importancia, pero
cuando se levantaba confundido y asustado, sin reconocer su propio dormitorio,
su familia empezó a sufrir por él de veras. Eso fue hace un año. En apenas unos
meses sencillamente desconectó del mundo, convirtiendo a su hija y a su nieto
en dos extraños primero para pasar a ignorarlos después, como si simplemente no
existieran, como si esas siluetas y esas voces que trataban de insuflarle
ánimos procediesen de un lugar muy remoto, totalmente inalcanzable para él.
El abuelo se ha rendido, les dijo el doctor
Franquesas. Dejó de caminar, dejó de comer y, poco a poco, dejó de vivir. Pero
su nieto no se rindió con él. Nunca. Le cantaba jotas mientras lo lavaba, le
hablaba despacio, como si fuese un niño, mientras trataba de hacerle comer
algo, y le cubría de besos y abrazos sin saber cuál de ellos iba a ser el
último.
Pasó de largo Huesca y dirigió el coche por la
A-132 hacia Ayerbe, ese pueblo donde había pasado tantos veranos felices,
bañándose en las aguas del Gállego y recorriendo sendas a través del Reino de
los Mallos, con su abuelo de guía, regando la caminata con apasionantes
historias sobre su juventud y sus años como maquinista ferroviario.
Aparcó junto al Palacio de los Marqueses y
recorrieron a pie el trecho que había hasta la estación, no sin antes detenerse
en una panadería a comprar unos refollaos.
Cuando llegaron a la estación el ambiente era
espectacular, con gente ataviada de época recorriendo el pequeño andén en espera
de la llegada del tren. El Canfranero, lo llamaban, como tantas veces le había
explicado el abuelo. Algo especial impregnaba el ambiente, aunque el chico no
supo determinar qué era. Al fin y al cabo, él no había vivido la época que ese
día rememoraba.
Se sentaron en un banco, donde el joven dio buen
recaudo al último de sus refollaos, mientras les invadió una música al son de
la cual danzaban alegres gigantes. Cerró los ojos y creyó viajar hasta esa época
del pasado en la que su abuelo era un apuesto ferroviario y hacía sonar la
bocina del tren a medida que se acercaba a la estación de Ayerbe. Oyó la voz de
una criada llamando a un niño que se alejaba, a un vendedor de globos y dulces,
a caballeros con acento francés preguntando por el horario del próximo tren
hacia Jaca, a soldados cortejando a alegres señoritas… Se trasladó, como por
arte de magia, a la II Guerra mundial, cuando el Canfranero estaba en su máximo
esplendor, uniendo los puertos de Portugal con Suiza. Rememoró las historias
sobre nazis y franquistas que el abuelo le narraba de crío (probablemente
muchas de ellas ficcionadas), relatos sobre importantes cargamentos de oro y
wolframio, y, ¿cómo no?, los flirteos con damas de buen ver (y otras de más
dudosa calaña) del maquinista antes de conocer a la que a la postre sería la
abuela, esa tímida chica de ciudad que no había viajado nunca en tren sin ir
acompañada y que tras pedirle ayuda al
abuelo no volvió a estar sola nunca más, hasta su prematura defunción.
Revivió toda esa época embrujado por los
disfraces y los bailes de las gentes de Ayerbe y se emocionó. Y un temblor le
sacudió el corazón cuando sintió que alguien le oprimía la mano, embriagado por
el momento.
No quería girarse por miedo a que fuese fruto
de su imaginación, pero al fin lo hizo. Miró a su derecha, donde había sentado
al abuelo sin mente ni historia, y confirmó que era la mano del anciano la que
apretaba la suya propia, nerviosa, mientras sus ojos volvían a ver por primera
vez en mucho tiempo. No solo mirar, sino ver. Si presente o pasado, eso poco
importaba. Sus pupilas se contraían y dilataban como queriendo absorber toda la
información visual que la enfermedad degenerativa le había privado esos últimos
meses, sus iris bailaban descontrolados en el blanco amarillento de sus ojos y
una lágrima floreció para dejarse caer por su rostro, esquivando los surcos que
la edad y el sol habían provocado en sus mejillas, como grietas en tierra de
secano.
Su nieto lo contempló como quien lo veía por
primera vez. Y el abuelo giró la cabeza por su cuenta para devolverle la
mirada. Por un instante, el chico apenas pudo reconocer al hombre que tanto le
había dado y al que tanto quería, intuyendo en su lugar al atractivo joven que
fue, con su gorra de maquinista bien calada y el silbato en la boca.
Una bocina rompió la magia del momento y un
estruendo de vítores y aplausos los ensordeció cuando el Canfranero al fin hizo
su aparición en Ayerbe. Los visitantes corrieron a apelotonarse ante las vías
para recibir a la máquina, que impregnaba el ambiente con un aroma a madera
vieja y metal, y el muchacho creyó ver una sonrisa dibujándose en los labios de
su abuelo.
“Lo he traído de vuelta”, pensó. Fue solo un
segundo, fugaz y marchito ya, pero un segundo, al fin y al cabo. La fiesta
continuó, el tren se llenó de pasajeros y partió, la banda tocó música y los
voluntarios del Ayuntamiento comenzaron a prepararse para la comida popular que
no tardaría en llegar. Pero todo eso el abuelo ya no lo vio. Había regresado a
ese lugar vacío y solitario en el que había residido al final de sus días y su
mirada volvía a perderse en el infinito.
Pero había podido despedirse. Aún quedaban
restos de una mueca que había sido sonrisa y un reguero salado se dibujaba en
sus pómulos.
Y satisfecho con su excursión, feliz porque
había podido volver a ver a su abuelo una última vez, el joven inició el
regreso a Barcelona.
En el camino de regreso no hubo música. Ya
había pasado el tiempo de las jotas y los recuerdos. Porque en el fondo de su
ser, el joven sabía que, ahora ya definitivamente, su abuelo se había quedado
en Ayerbe, a los mandos de ese tren donde fue tan feliz y en el que conoció al
único amor de su vida.
FIN
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