Sigo teniendo pendiente escribir alguna reflexión sobre la pasada gala de los Oscar, pero lo cierto es que me da una pereza terrible, en vista de los pobres resultados de la misma y de mi ya comentada indignación con las películas (ya sean ganadoras o nominadas). En lugar de eso he preferido refugiarme en la despreciada Netflix y disfrutar de dos de sus últimas joyitas, dos películas precisamente ignoradas por la academia.
Por un lado, confieso que me enfrenté a Diamantes en bruto con cierta desgana, pues Adam Sandler no es precisamente santo de mi devoción y me costaba verlo en un papel supuestamente serio. De hecho, la historia del dueño de una joyería, constantemente endeudado y adicto a los trapicheos y las apuestas suicidas no me atraía nada y no lograba conseguir la empatía que se supone se debía sentir con el protagonista. Vamos, que si en algún momento su vida corría peligro yo estaba deseando que lo machacaran. Sin embargo, con una estética malsana y un ritmo tan pausado como a la vez agotador, los directores Bennie y Josh Sadie logran crear algún tipo de magia que hace que, en determinado momento, termines por compadecerte primero del pobre diablo para simpatizar luego con él y he terminado sufriendo por su destino, atrapado en una carrera contrarreloj que si bien no invitaba al optimismo me hacía desear que, por una vez, se saliera con la suya.
Con un ambiente muy realista (hay momentos en los que más que una película parece una escena sacada de algún programa de casas de empeños de Mega), la interpretación de Sandler consigue imponerse a mi propia desconfianza, terminando por hacerme empatizar, cosa que, por cierto, sí le valió el premio al mejor actor en los Spirit Awars la noche antes de los Oscar y cuyo discurso de agradecimiento tuvo más inspiración que toda la gala de la Academia en sí.
Una película estresante y enfermiza que termina atrapando y cuya suciedad moral y espiritual termina por seducir, un descenso a los infiernos de un pobre diablo que, ante las adversidades de la vida y de sus propias decisiones, no le queda otra que huir hacia delante.
Y otro pobre diablo es el Dolemite de la última película de Eddie Murphy, otro actor encasillado en el humor facilón y al que creíamos ya perdido para siempre (aunque para ser justos, ya tuvo una primera “resurrección” con Dreamgirls que luego no significó nada).
En Yo soy Dolemite, de Craig Brewer, director que se dio a conocer con Hustle & Flow para caer luego en el mundo televisivo, Murphy da vida a Rudy Ray Moore, un tipo cuyas aspiraciones podrían resumirse en ser famoso. Tras probar suerte como cantante, artista de circo y monologuista, encuentra inspiración en las rimas picantes y soeces de un vagabundo borracho y compone un personaje, Dolemite, que le abre las puertas de la fama. Pero no contento con ello, decide apostarlo todo para producir, aun sin tener ni idea del medio, una película sobre su alter ego.
Basada en la demencial historia real del tal Rudy Ray Moore, la película tiene un aroma que recuerda en algo los casos, también reales, retratados en la soberbia Ed Wood, de Tim Burton, o The disaster Artist, de James Franco. En los tres casos, tres tipos guiados por sus sueños y su fe ciega en sí mismos luchaban para sacar adelante sus películas sin importar su total ineptitud para ello.
Aunque con ligeros puntitos de amargura, Yo soy Dolemite es una comedia realista donde Murphy está sobresaliente. Como en el caso de Jim Carrie en Sonic, todos sus excesos son bienvenidos y están perfectamente justificados y sirve la fábula de este supuesto artista para relatar la época del Blaxploitationy reflejar, de paso, como son los amigos (ya sean productores, distribuidores o amigos disc-jockey) que te ignoran cuando no eres nadie, pero corren a darte palmaditas en la espalda cuando la fama te rodea.
Con un buen número de caras conocidas alrededor, Murphy se redime de sus últimos años de ostracismo y compone, igual que Carrie y Sandler, una magnífica redención que ayudará a callar bocas a todos los que disfrutan haciendo leña del árbol caído.
Valoración (para ambas): Ocho sobre diez.
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