Al fin ha llegado el que, al parecer, ha sido el gran acontecimiento del año. Algunos dirían que de la década, incluso. Me estoy refiriendo, por supuesto, al estreno de la segunda parte de la quinta y última temporada (o eso nos quieren hacer creer) de La casa de papel.
Es
difícil hacer un análisis muy profundo sin caer en el spoiler (quizá en un futuro me lo plantee), así que me limitaré a
comentar que el entretenimiento está asegurado y, pese a carecer de un impacto
que supuso la muerte de Tokio, supera en calidad a ese arranque de temporada y,
sobre todo, a la prescindible (muerte de Nairobi aparte), cuarta tanda de
episodios.
Ya
comenté en mi crónica respecto a esa cuarta temporada que la verosimilitud de
la serie estaba por los suelos, y eso se mantiene en este tramo final, donde
cualquier atisbo de realismo se les ha ido totalmente de las manos y solo
importa el más difícil todavía.
Esto
provoca una cierta sensación de agotamiento, ya que la adrenalina de los
episodios (con un ritmo magnifico que, eso sí, recupera lo mejor de las dos
primeras temporadas) impide que uno pierda mucho tiempo pensando en lo ridículo
que es la mayoría de las cosas que nos están contando. Ya no vale la pena
tratar de adivinar los planes ocultos del profesor, pues es todo tan enrevesado
que no vale la pena encontrarle mucho sentido.
Por
eso, lo mejor es quedarse con el espectáculo pirotécnico que propone. Disfrutar
del artificio gracias al generoso presupuesto propiciado por Netflix. Y no darle muchas vueltas al
resto. Y contentarse con que algunas de las tramas abiertas sin mucho sentido en
episodios anteriores, como la constante aparición en formato flashback de Berlín (aparentemente una
mera excusa para seguir contando con el estupendo trabajo de Pedro Alonso) y la
presencia de su hijo, sirvan finalmente para algo, aunque sea para un giro
final más rocambolesco que nunca.
Eso
no significa que el final sea totalmente satisfactorio. Como todas las grandes
series (y se mire como se mire, hay que reconocerle al invento de Álex Pina
como una de ellas), es casi imposible que un desenlace satisfaga a todos (que
se lo digan si no a los seguidores de Lost o Juego de Tronos), pero de lo que sí
se les puede acusar es de la total falta de riesgo y la complacencia en la que
cae. Es un final que, tras tanto giro y quiebros argumentales, es lo más
previsible del mundo. Un final dulce que no está en la línea de lo que nos
venían anunciando y por lo que, sin entrar en muchos detalles, tengo serias
dudas de que estemos realmente ante el final de la serie. Si arrasa tanto como
se supone que tiene que arrasar, será cuestión de tiempo que los señores de Netflix saquen el talonario y juguemos a
eso de «donde dije digo, digo Diego».
Personalmente,
tengo un problema especial con los ¿simpáticos? atracadores del mono rojo y la
máscara de Dalí. Y es que si en las dos primeras temporadas se les disfrazaba
de una especie de Robin Hood modernos,
aquí las máscaras caen definitivamente y cualquier atisbo de revolución quede
en nada. Para mí (y para cualquiera con dos dedos de frente), ellos son los
malos de la historia y el dinero su único fin. Y todo lo demás es pura
palabrería. Y como tal, esperaba un final más acorde con ello.
Hay,
además, pequeños agujeros de guion, decisiones incomprensibles (estoy pensando,
por ejemplo, en Sierra) y errores varios, algo que ya se podía imaginar desde
que en esa cuarta temporada en la que todo empezó a ir cuesta abajo, pero está
claro que este final no está pensado para el espectador medio, sino para el
seguidor más fanático de la serie. Y, para ellos, la ficción funciona como un
tiro y la satisfacción está más que asegurada. Y, al fin de cuentas, de eso es
de lo que se trata, ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario