Nos encontramos ante un
nuevo ejemplo de que el cine patrio sigue apostando por películas de género, con
pretensiones más o menos internacionales (aunque en esta ocasión rodando en
español) y con Belén Rueda convertida en una auténtica especialista en el tema.
Situada en la ciudad de
Buenos Aires (de hecho se trata de una coproducción con Argentina), Séptimo explica la historia de una
pareja en proceso de divorcio cuyos hijos desaparecen misteriosamente mientras
bajaban por las escaleras de su comunidad. No es la primera vez que Rueda
pierde a un hijo (todos recordamos El
Orfanato), pero en lugar de actuar como una madre coraje y desesperada en
esta ocasión deja que sea el padre, sufrido Ricardo Darín, quien tome las
riendas de la situación y haga lo imposible por recuperar a sus vástagos. Con
las entrañas del edificio como escenario principal comienza una búsqueda
contrarreloj en la que, como si de una partida de Cluedo se tratase, se van
sucediendo los sospechosos: una antigua canguro obsesionada con los niños, un comisario de policía (siempre hay algún
policía implicado en un secuestro, afirma el padre), un vecino de extraña
conducta, el conserje, un empresario al que el personaje de Darín, abogado de
profesión, tiene contra las cuerdas, o incluso el propio padre.
Hasta este punto la
película muestra una factura impecable, con una sensación claustrofóbica
acompañando a la creciente tensión y con unas interpretaciones excelentes, entregándose
ambos al sufrimiento y al temor pero con la suficiente moderación para no caer
en el histerismo exagerado, siendo capaces de traspasar su angustia al
espectador.
El problema estriba en que
el director, Patxi Amezcua, que tenía la opción de inclinarse hacia la
vertiente más dramática de la historia, decide entregarse al thriller puro y
duro, queriendo componer un puzle plagado de pistas falsas y giros de guion,
pero olvida hacer partícipe al público. Siendo como son automáticamente
descartados todos y cada uno de los sospechosos el resultado final es un camino
demasiado lineal, donde a poco que apliquemos un poco de lógica daremos con la
solución antes de lo debido.
Además, y esto es lo que
más me molesta, Amezcua abre muchas puertas por el camino, algunas meras
distracciones con la intención de que los árboles no nos permitan ver el
bosque, pero se olvida luego de cerrarlas. Sin desvelar nada crucial pondré
como ejemplo ciertas acciones que el abogado realiza en un momento dado para
conseguir dinero que deberían tener graves consecuencias, pero que caen totalmente
en el olvido. Un recurso habitual en el cine de intriga son los finales
abiertos; esto, sin embargo, es más buen un final inacabado.
Insisto en que esto me
podría parecer bien en un drama, donde quedan preguntas en el aire para que el
espectador las reflexione más tarde en la soledad de sus pensamientos, pero
aquí estamos ante un juego, un enigma en el que, una vez descubiertas las
máscaras, se desinfla como un globo con un poro.
Una lástima, porque quizá
hubiera bastado un último epílogo para cerrar las tramas, aunque eso obligaría
al director a concluir su película con un tono que sin duda no era el deseado.
Pero hacer trampas tampoco es lo deseado, querido Amezcua, por más que a cambio
nos regales una hermosa panorámica de Buenos Aires.
Una vez más, algo que
podría haber sido y se queda a las puertas.
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