Viendo en increíble éxito de Ocho
apellidos vascos y el buen funcionamiento de las recientes Tres bodas de más y La gran
familia española cualquiera diría que la comedia española se encuentra en
estado de gracia. Ello no significa, sin embargo, que todo valga y nos quieran
hacer comer cualquier mamarrachada del montón. Y es que, sintiéndolo mucho, eso
es Amor en su punto, una comedia sin
gracia, mal escrita y peor dirigida, casposa y desfasada.
Con el nada original punto de partida de conjugar amor y gastronomía (algo
que alguna vez pudo parecer original pero que hoy en día es casi un subgénero
propio, a la vista de títulos como Chocolat,
Fresa y chocolate, Dieta mediterránea, Sin reservas o la extrema El
cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, entre muchas otras) esta
coproducción hispano irlandesa ambientada en Dublín narra la historia de amor y
odio entre Oliver, un prestigioso escritor gastronómico cuyo mundo gira
alrededor de la comida, y Bibiana, idealista, amiga de las causas perdidas y,
posteriormente, vegetariana. También en el amor son polos opuestos: mientras él
huye de las relaciones que amenazan con tornarse en compromisos ella busca
siempre el afecto en el hombre equivocado, consciente de que están destinados
al fracaso pero sin poderlo remediar.
Sin querer ser demasiado exigentes, lo cierto es que esta trama podría
haber funcionado bien, ya que las bases para el conflicto están bien definidas
y el tema gastronómico puede dar mucho juego. El problema es que los directores,
a la par que guionistas, Dominic Harari y Teresa Pelegri ni saben aprovechar el
potencial de la idea ni construyen unos personajes con algo más que un simple
esbozo. Nada sabemos de Bibiana aparte de su relación obsesiva con un hombre
casado mientras que conocer la infancia de Oliver no es suficiente para
entender un personaje que no terminas nunca de creerte.
Además, el matrimonio Harari-Pelegri busca el elemento cómico con tanta
torpeza que lo único que consiguen es crear situaciones grotescas que encaminan
la película hacia el ridículo más espantoso. Por cierto, que las
interpretaciones caricaturescas de los actores (en especial un sobreactuado
Richard Coyle) tampoco es que ayuden demasiado, debiéndonos conformar con la
calidez de Leonor Watling, de la que se podría decir que es lo mejor de la
película sin que ello tampoco signifique mucho.
Pero lo peor de todo, quizá, es que se intuye una presuntuosidad
intencionada, una sensación de que sus autores, en lugar de limitarse a querer
hacernos pasar un buen rato, pretenden obsequiarnos con su sabiduría,
trascender con un mensaje que está por encima del bien y del mal y darnos una lección
filosófica sobre sentimientos que desborda pomposidad y puede llegar incluso a
ofender al espectador.
Algún gag bueno tiene, pero no es bastante para compensar tanta
artificiosidad, tanta manipulación y, en fin, tanta decepción.
Si debemos cruzar fronteras para hacer estas operetas que parecen sacadas
de otros tiempos más paupérrimos cinematográficamente hablando, mejor nos
quedamos en casa.
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