miércoles, 14 de mayo de 2014

AMOR EN SU PUNTO (3d10)

Viendo en increíble éxito de Ocho apellidos vascos y el buen funcionamiento de las recientes Tres bodas de másLa gran familia española cualquiera diría que la comedia española se encuentra en estado de gracia. Ello no significa, sin embargo, que todo valga y nos quieran
hacer comer cualquier mamarrachada del montón. Y es que, sintiéndolo mucho, eso es Amor en su punto, una comedia sin gracia, mal escrita y peor dirigida, casposa y desfasada.
Con el nada original punto de partida de conjugar amor y gastronomía (algo que alguna vez pudo parecer original pero que hoy en día es casi un subgénero propio, a la vista de títulos como Chocolat, Fresa y chocolate, Dieta mediterránea, Sin reservas o la extrema El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, entre muchas otras) esta coproducción hispano irlandesa ambientada en Dublín narra la historia de amor y odio entre Oliver, un prestigioso escritor gastronómico cuyo mundo gira alrededor de la comida, y Bibiana, idealista, amiga de las causas perdidas y, posteriormente, vegetariana. También en el amor son polos opuestos: mientras él huye de las relaciones que amenazan con tornarse en compromisos ella busca siempre el afecto en el hombre equivocado, consciente de que están destinados al fracaso pero sin poderlo remediar.
Sin querer ser demasiado exigentes, lo cierto es que esta trama podría haber funcionado bien, ya que las bases para el conflicto están bien definidas y el tema gastronómico puede dar mucho juego. El problema es que los directores, a la par que guionistas, Dominic Harari y Teresa Pelegri ni saben aprovechar el potencial de la idea ni construyen unos personajes con algo más que un simple esbozo. Nada sabemos de Bibiana aparte de su relación obsesiva con un hombre casado mientras que conocer la infancia de Oliver no es suficiente para entender un personaje que no terminas nunca de creerte.
Además, el matrimonio Harari-Pelegri busca el elemento cómico con tanta torpeza que lo único que consiguen es crear situaciones grotescas que encaminan la película hacia el ridículo más espantoso. Por cierto, que las interpretaciones caricaturescas de los actores (en especial un sobreactuado Richard Coyle) tampoco es que ayuden demasiado, debiéndonos conformar con la calidez de Leonor Watling, de la que se podría decir que es lo mejor de la película sin que ello tampoco signifique mucho.
Pero lo peor de todo, quizá, es que se intuye una presuntuosidad intencionada, una sensación de que sus autores, en lugar de limitarse a querer hacernos pasar un buen rato, pretenden obsequiarnos con su sabiduría, trascender con un mensaje que está por encima del bien y del mal y darnos una lección filosófica sobre sentimientos que desborda pomposidad y puede llegar incluso a ofender al espectador.
Algún gag bueno tiene, pero no es bastante para compensar tanta artificiosidad, tanta manipulación y, en fin, tanta decepción.

Si debemos cruzar fronteras para hacer estas operetas que parecen sacadas de otros tiempos más paupérrimos cinematográficamente hablando, mejor nos quedamos en casa.

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