Yo personalmente no lo tengo tan claro pues, mejores o peores toda la
filmografía de Allen camina en una dirección, mientras que las metas hacia las
que se dirige la película firmada por John Turturro son tumultuosas,
haciéndonos dudar sobre si se trata de una comedia, una sátira social o una
cruel crítica a la sociedad judía más radical.
Sí hay en Aprendiz de gigoló
muchos elementos característicos de Allen, eso es innegable. Ahí esta Nueva
York como telón de fondo, los diálogos ingeniosos y el amor (o el sexo) como
eje sobre el que gira todo. Sin embargo, me da la impresión de que Turturro lo
que hace realmente (como hacía también Torregrossa en La vida inesperada) es jugar a ser Allen, copiar sus tics y manías
y, para más inri, invitarlo a la fiesta.
El argumento no puede ser más desquiciante. Murray (Allen) tiene graves
problemas de dinero, y a su amigo Fioravante (Turturro) no es que le vaya mucho
mejor. La casualidad quiere que la dermatóloga de Murray, Parker (espectacular
Sharon Stone para la que no parecen pasar los años) le comente sus deseos de
realizar un trío con su amiga Selima (Sofía Vergara, sobran las palabras), a lo
que Murray propone a su colega como candidato. Así será como Fioravante se
convertirá en inesperado gigoló y Murray en su chulo, pero la cosa se
complicará cuando entre en la ecuación Avigal (Vanessa
-quedientesmáshorriblestienes- Paradis), viuda de un importante rabino y
miembro de una rama ultraconservadora de judíos ortodoxos. Cierra el círculo un
iracundo policía de barrio secretamente (o no tanto) enamorado de Avigal al que
pone rostro el siempre efectivo Liev Schreiber.
Con todo este elenco tan variopinto la cinta avanza con complacencia
mientras Turturro y Allen se enzarzan en discusiones dispares sobre la
conveniencia o n de entrar a formar parte del negocio del amor y las primeras
experiencias del inexperto gigoló, se pierde en la confusión de una historia de
amor aburrida y que no lleva a ninguna parte (esto coincide con la parte de
metraje en la que apenas aparece Allen) y trata de levantar el vuelo durante un
extraño juicio judío que no termina de estar bien explicado para aquellos a los
que los recovecos más radicales de esta religión nos resultan desconocidos.
Lo mejor de la función reside sin duda en sus intérpretes. Turturro es un
grande que aquí parece algo comedido mientras que siempre es agradable ver a
Woody allen haciendo de Woody Allen. La química entre ellos es innegable y se echa
en falta más duelos entre ellos sin molestas interrupciones. La historia
naufraga sin embargo al querer alejarse de una simple comedia romántica con
ingenio y meterse en otros menesteres que enturbian la marcha de la acción y
deja una sensación de desazón en el espectador, como si no entendiésemos lo que
está pasando ni porqué los acontecimientos han tomado semejantes giros.
Y es que al final, como ya sucediera con la película de Torregrossa, la
conclusión es que se le puede odiar o se le puede amar, pero Woody Allen no hay
más que uno.
Por mucho que se empeñen en imitarlo.
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