Si nos olvidamos por un momento de su pasado hollywoodiense y vemos a Grace
Kelly tan solo como la protagonista de un cuento de hadas que tras casarse con
su príncipe azul descubrió que los finales felices no existen y que las
perdices no eran su plato preferido, embajadora de causas perdidas y obras de
beneficencia varias y condenada a un desenlace trágico (con accidente
automovilístico por medio) resulta inevitable encontrar similitudes entre su
vida y la de Diana de Gales, por lo que es tentador pensar que esta Grace de
Mónaco va a ser la otra cara de la moneda del insulso film de Oliver
Hirschbiegel Diana.
Casualidad o no, ambas producciones están protagonizadas por las
amiguísimas Nicole Kidman y Naomi Watts, que a la larga resultaron ser lo mejor
de los respectivos films , y en ambos casos se contó con directores europeos
con algún título notable en su pasado.
Afortunadamente, y sin que Grace de Mónaco sea una gran obra, las
similitudes con Diana finalizan aquí. Cierto es que las dos películas se
centran en un episodio concreto de la vida de las respectivas princesas
cenicientas (bueno, en el caso de la Kelly no tan cenicienta, que tenía un Oscar
en su haber y ofertas de hasta un millón de dólares por película) y el
desencanto que la presión de la realeza causa en sus deseos e inquietudes es el
motor de arranque de las tramas, pero mientras Diana se convertía en un pasteloso
telefilm romántico aburrido y sin más interés que comprobar si milagrosamente
iba a surgir en algún omento algo de química entre sus protagonistas, en el
caso que nos ocupa hay una trama política como telón de fondo, con un juego de intrigas
palaciegas más o menos reales que, cuanto menos, entretienen y ayudan a digerir
mejor la historia de la joven y guapa actriz que no logra encajar en su nuevo
rol.
Aunque el matrimonio entre Grace Kelly y el príncipe Rainiero no pasa por
su mejor momento y parte de la trama consiste en averiguar si la pareja puede
salir adelante o no, hay una subtrama de traiciones y un enrarecido ambiente de
hostilidad que logran mantener la intriga del espectador, y aunque no voy a
negar que Nicole Kidman enla gran estrella dela función alrededor de la que
gira todo, el conflicto entre Rainiero y Charles de Gaulle acapara suficiente
la atención como para adivinar que el director Olivier
Daham pretendía
coquetear con una trama coral, a la que se apuntan un Hitchcock brillantemente
interpretado por Roger Ashton-Griffiths que da cien vueltas a la pantomima del
año pasado perpetrada por Anthony Hopkins y la pareja Aristotle Onassis/Maria
Callas a los que dan vida Robert Lindsay y Paz Vega con corrección.
Y después tenemos a los inmensos Frank Langella y Derek Jacobi cuya
presencia en un reparto convierten la película en imprescindible.
Quizá por evitar posibles demandas (la casa Grimaldi ha estado siempre en
contra de esta película), el film comienza con un rótulo que reza, más o menos,
que se trata de una historia de ficción basada en la realidad, y esto es el
primer punto negativo de Grace de Mónaco,
pues pone en duda su propia verosimilitud e invita al espectador a sentirse
descolocado ante lo que va a contemplar. Así, el decisivo papel de la princesa
ante la crisis con Francia puede quedar como simple anécdota cuando debería ser
el plato fuerte del film y lo que defina al personaje, más allá del proceso de
aprendizaje al que se somete para lograr integrarse en la sociedad, un
aprendizaje tardío y difícil de entender si tenemos en cuenta que han pasado ya
más de seis años desde el matrimonio y que fruto del mismo hay ya dos hijos
monegascos.
Aunque el parecido físico no sea exactamente un calco, Tim Roth cumple con
creces como Rainiero III y Kidman, aunque ni de lejos tan guapa como la Kelly
original y con mucha más edad que su personaje, recupera el glamour que parecía
haber perdido en los últimos años y seduce lo suficiente como para poderla
imaginar como la rubia preferida de Hitchcock o la protagonista de Mogambo.
Grace de Mónaco no gustó en su paso por
Cannes, pero habría que preguntarse si los abucheos son para su calidad
artística o por la imagen que ofrece de los franceses. No voy a aplaudirla a
rabiar hasta que me sangren las manos ni me pelearé con nadie por defenderla,
pero personalmente la encontré entretenida e interesante. La parte histórica me
ayudó a descubrir algunas interioridades de un país que es más que un Casino y
un premio de Fórmula 1 y la personalidad de la actriz está bien definida, convenciéndome
la metáfora de que la transformación a princesa debe ser visto como un papel
más en su carrera.
Infinitamente superior a Diana, más entretenida que Hitchcock y
posiblemente comparable con aquella simpática Mi semana con Marilyn con la que
comparte muchos recursos, aunque aquí el glamour de Hollywood no pueda ser más
que intuido.
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