Ahora, cuando la carrera del popular Neo parecía
desaparecida, 47 Ronin, la leyenda del samurái
lo trajo de nuevo a la actualidad en una película que le permitió conocer el
cine oriental a la par que regresar a las artes marciales. Por ello no es de
extrañar que su debut como director lo haya hecho precisamente de la mano de
una productora china y con Tiger Hu Chen como protagonista en una clásica
historia sobre un luchador cuyo poderío amenaza con corromper su alma,
insistiendo en el mensaje de que ciertas artes marciales son un deporte que
sirve también como defensa, pero nunca como arma de ataque, algo así como lo
que ya nos dejaran hace algunos años en Karate
Kid.
No sé si a Keanu no le quedan amigos en Hollywood que confíen en él o si ha
sido idea suya la de concederse este capricho con la máxima libertad, pero es
evidente que aparte de las notables escenas de lucha la película carece del
nivel interpretativo necesario mientras que se denota demasiado la falta de
experiencia tras las cámaras. El tal Tiger ni es actor ni lo parece y tampoco
el resto del reparto tiene un ápice de carisma exceptuando al propio Reeves que
da el pego como villano aunque su papel no le exija demasiados registros.
Por lo menos, se agradece que el director no busque la poesía visual tan característica
en estas producciones que, o se hace con genialidad o queda pedante y
artificial, como en su anterior película como actor, y se limite a colocar la
cámara donde mejor luzcan las peleas, aunque no le habría ido mal pedir consejo
a algún guionista de verdad que le ayudara a definir los personajes o crear
alguna subtrama que dotara de cierto interés al argumento.
Al final, más de lo mismo. Peleas aderezadas con gotas de sabiduría
oriental que solo interesará a los amantes de las artes marciales.
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