¿Recuerdan
a Jason Patric, ese chico moreno de irada penetrante que en los noventa parecía
que iba a comerse el mundo codeándose con estrellas como Brad Pitt, Dustin
Hoffman, Robert De Niro o Kevin Bacon en Sleepers
y sustituyendo a Keanu Reeves en la secuela de Speed? Pues bien, el chico se ha hecho mayor, ahora tiene la mirada
cansada y se ha debido conformar con ir apareciendo en pantalla de forma
vagamente regular en papeles secundarios y olvidables.
Empiezo
así mi comentario porque quiero constatar que The Prince es una película protagonizada por Jason Patric y sólo
por Jason Patric, por más que una tal Jessica Lowndes (una total desconocida
para mí, aunque parece ser que apareció en ese absurdo remake de Sensación de Vivir) cope casi tantos planos
como él.
The Prince es una historia previsible y tópica de padres con
turbio pasado buscando a sus hijas desaparecidas dispuestos a llevarse por
delante a todo aquel que le impida rescatar a su pequeña. Vamos, de esos papeles
que hace unos años le venían que ni pintados a Mel Gibson y que ahora parecen
reservados para Liam Neeson. El problema es que las películas a las que pueden
evocar este argumento solían ser grandes divertimentos cargados de adrenalina,
alguna dosis de humor y, en ocasiones, hasta con diálogos afortunados, mientras
que esta cosa dirigida por un ineficaz Brian A. Miller, es un cúmulo exagerado
de despropósitos, desde su inicio lento y cansino que nos hace pensar que
estamos ante un telefilm de sobremesa hasta su final excesivo que, en su clímax,
roza la estupidez con un enfrentamiento ridículo y hasta patético con el
villano de turno.
La
película podría definirse como una historia de perdedores. Tanto, que no es
fácil empatizar con ninguno de los personajes, ni el padre atormentado con cara
de pena que en ningún momento consigue ofrecer un atisbo de credibilidad a su
personaje (desde aquí le recomendaría echar un ojo a The Equalizer a ver si aprende de su colega Washington cómo parecer
perdido y duro a la vez), la chica que lo acompaña que duda entre ir de lolita
salida o de vecinita guay y encantadora y, sobre todo, la hija dichosa, una
heroinómana que no inspira en el público ninguna necesidad de proteccionismo
paternal.
Pero
ahí no acaba la cosa. Para culminar el grupito de losers nos encontramos con dos perdedores de altísimo nivel. Y no
me estoy refiriendo a ningún personaje de la historia, sino a los actores que
los interpretan, dos decadentes estrellas de Hollywood a los que llegué a
admirar hasta el infinito y que en cada nueva película parecen empeñados en lanzar
sus carreras por la taza del wáter. Y eso que sus aportaciones en este film son
tan mínimas (y aun así espantosas) como destacables en el poster promocional
(de ahí mi insistencia de resaltar que Patrick es el prota único y verdadero).
Y es que estoy refiriéndome, ni más ni menos, que a Bruce Willis y John Cusack,
que me revuelven el estómago además de partirme el alma cada vez que aparecen
en escena.
Pese
a todo, y una vez rebajadas al mínimo las exigencias, la película tiene un
punto de acción que aspira a entretener mínimamente, lo cual no la convierte en
una ruina total pese a lo desafortunado de su final. No consiguen ser una de
esas pelis de justicieros memorables a los que antes me he referido pero sí
habría servido para pasar el rato entremezclada con esas cutreces de serie B de
finales de siglo cuando los videoclubs ofrecían una segunda oportunidad a esos
títulos que no conseguían (ni merecían) su éxito en cines.
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