Pululan
por Hollywood algunos grandes actores de increíble talento que se ven relegados
a un solo personaje que parece impedirle hacer otro tipo de interpretación.
En
ese sentido, el magnífico y reinventado Robert Downey Jr. Es un claro ejemplo,
pues tras su redención tras una época oscura y olvidable su Tony Stark de Iron Man lo convirtió en todo un
fenómeno de masas y uno de los actores mejor pagados de la industria (basta con
ver lo que va a embolsarse por aparecer en la tercera parte de El Capitán América). Pero el carisma del
propio Tony Stark es el precio a pagar, y hasta en su otra franquicia estrella,
Sherlock Holmes, se adivina algo del
descaro y la prepotencia del engreído millonario de Marvel.
Por
eso aplaudo la aparición de una película como esta, un drama intenso aunque con
ligeros alivios que invitan a la sonrisa, donde Downey Jr. tiene un papel a su
medida (no es casualidad que él y su esposa sean productores) en el que pueda coger
a Tony Stark y desnudarlo hasta lograr humanizarlo, lanzándolo al lodo y
enseñarnos que también sabe sufrir.
El juez arranca con la presentación de un abogado, Hank
Palmer, que podría ser un calco del mencionado Stark, descarado, excesivo y muy
pagado de sí mismo, que al conocer la muerte de su madre debe regresar a su
pueblo natal, Carlinville, donde, aparte de enfrentarse a un error de su pasado
(y la presencia de su hermano es un recordatorio constante) y a una exnovia con
un posible secreto sobre él, se encontrará con su padre, juez del condado, con
el que no se ha dirigido la palabra en años.
Al
ser el juez Palmer acusado inesperadamente de homicidio, Hank debe prolongar su
estancia en la tierra de su infancia para encargarse de su defensa, hecho que
provocará que la relación entre padre e hijo avance, quien sabe si hacia una
posible reconciliación o hacia el abismo definitivo.
Con
un plantel de secundarios de lujo (ahí están Vera Farmiga, Vicent D’Onofrio y
Billy Bob Thornton), la película aborda diversos argumentos relacionados con el
pasado de Hank para terminar decantándose por dos tramas vitales: el juicio y
su relación con su padre. No cabe duda de que, por encima de todo, ese es el
quid de la cuestión, cómo un padre e un hijo pueden llegar a convertirse en dos
desconocidos llenos de odios y reproches y el camino que debe conducirlos,
irremediablemente, bien a la redención, bien a la condenación.
Aunque
podrían buscarse segundas lecturas a la trama (en esta época convulsa que
vivimos de corrupción y desfalcos puede verse como un soplo de aire fresco
saber que también un juez puede caer bajo el peso de la ley), es evidente que
toda la película gira en torno al abogado y al juez, a sus disputas, gritos y
lágrimas. Y por ello eran necesarios dos actores capaces de estar a la altura,
dos monstruos interpretativos que, por encima de guiones y escenificaciones,
supieran cargar con el peso de la trama en sus espaldas.
Y
si Downey Jr. está genial en su papel de hijo, Robert Duvall está sublime en el
de padre. Este veterano actor, al que creí ver algo perdido y agotado en la
reciente Una noche en el viejo México,
de Emilio Aragón), está aquí más en forma que nunca, posiblemente camino al Oscar
(al menos en forma de nominación) y comiéndose a todos sus compañeros de escena
sin aparente dificultad.
Con
una duración algo excesiva (media hora menos habría sido de agradecer), la
película es una lucha constante entre dos grandes actores cuya química traspasa
la pantalla y que consiguen que el
juicio alrededor de lo que gira todo sea algo secundario y que la incertidumbre
de si van a terminar abrazándose o abofeteándose sean más interesante que el
veredicto de inocencia o culpabilidad.
Intensa
y emotiva, El Juez invita a reflexionar sobre las cosas sencillas de la vida. Y
sobre con quién debemos compartirla. Y pocos mensajes hay más importantes que
estos…
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