Hace unos días escribía por aquí mi descontento ante las medias tintas que el gobierno español parecía adoptar de cara a enfrentarse al Coronavirus dichoso. Siempre he dicho, por activa y por pasiva, que yo no soy médico, así que no estaba en disposición de afirmar si el pánico era exagerado o fundado, pero me daba miedo el terreno intermedio en el que nos estábamos moviendo.
Ahora, los peores presagios se han hecho realidad. Tan solo unas horas después de mi entrada, el gobierno de Pedro Sánchez decretó el estado de alarma y se instó a que todos los ciudadanos se quedasen confinados en casa para evitar un contagio que, ahora sí, parecía imparable.
Llevamos cinco días de “arresto domiciliario” y, aunque se nos avisa que lo peor está por llegar, podemos intuir que se empieza a ver la luz al final del túnel. En estos cinco días ha habido buenos momentos, como los emotivos (y merecidos) aplausos a los sanitarios que lo están dando todo por conseguir que reine algo de cordura en medio del caos que son estos días los hospitales y ambulatorios (aplausos que se han extendido a vendedores, policías, personal de limpieza y demás), pero también veo muchas lagunas. Y es que, ahora que ya nadie duda de que estamos ante una de las crisis sanitarias más graves de la historia moderna, las medidas para contrarrestarlas me siguen pareciendo pocas. Ridículas, incluso.
Mientras se debate sobre la necesidad de cerrar fronteras, cosa que me parece superfluo, al fin y al cabo, el virus ya es mundial, me hace gracia la insistencia para que nos quedemos todos en casa. Parece ser que esa es la manera más eficaz, en espera a que se confirme la noticia de que los chinos han desarrollado una hipotética vacuna, de erradicar el problema. Un confinamiento que afecta a la gran mayoría de los españoles. ¿O no?
Pues lo cierto es que no, y quien diga lo contrario o engaña o se deja engañar. Lo cierto es que la mayoría de fábricas no han cerrado a causa de la crisis, y lo que lo han hecho no ha sido por motivos de salud, sino por falta de material que les permita seguir produciendo. Empresas que no deberían considerarse de primera necesidad, como componentes eléctricos, textiles, etc. obligan a sus trabajadores a enfrentarse cada día a la aventura que supone en estos momentos tomar un tren o autobús para sus sufridas ocho hojas de jornada. Muchas empresas de servicio han demostrado, una vez más, lo poco preparado que está este país para apoyarse en la tecnología y han visto frustrados sus intentos de enviar a sus trabajadores a casa para que gestionen a sus clientes desde allí, así que lo del teletrabajo, en muchos casos, también es una quimera. Y, por último, está el tema de los comerciantes, que deben arriesgarse a dar la cara ante sus clientes en algunos casos sin siquiera las medidas de seguridad idóneas.
No voy a hablar ahora de lo ridículo que me pareció en un primer momento que lavanderías y peluquerías permanecieran abiertas, pues en algo se llegó a recular, pero creo que ante la gravedad de la situación el cierre debería haber sido total. Si se ha obligado a cerrar a los restaurantes, pero se les permite hacer pedidos a domicilio, ¿porqué no seguir exactamente la misma directriz con los supermercados? Hoy en día, quien más y quien menos ha comprado alguna vez por Amazon. E, incluso para quien nunca haya comprado online, las plataformas de los principales supermercados del país son tan intuitivas que cualquiera puede apañárselas para hacer la compra desde casa. Cierto es que la gente mayor que viva sola puede tener problemas para ello, pero también se supone que son quienes menos deberían salir de casa, así que la ironía de la situación está servida.
La realidad es que tenía la idea de que este lunes Barcelona, así como cualquier otra ciudad, amanecería desértica, casi como en el escenario de una película apocalíptica (Los últimos días sería un buen referente), pero en lugar de eso he visto gente paseando sus mascotas, abuelos haciendo la compra y, lo que me parece ya más grave, niños paseando en patinetes. Y el tráfico, aunque más ligero de lo habitual, tampoco es algo extinto. En mi barrio, sin ir más lejos, cada día parece un domingo cualquiera. Tampoco nada del otro mundo.
En fin, que al final, como suele suceder en estos casos, la solución va a depender más de la propia debilidad del virus y de una posible intervención divina que de las medidas adoptadas. Correctas, sí. Pero insuficientes. Si echo un vistazo a mi ambiente personal, cuento más personas que tengan que trabajar fuera de casa que las que se puedan permitir el confinamiento. Y así no vamos bien.
Excepto para los autónomos, claro. Esos siempre van a ser los que más tengan que perder.
Resumiendo. Que si de verdad queremos parar esto por la vía rápida, creo que se debería haber aportado por un cierre total. Nadie fuera de casa excepto repartidores (con unas medidas de protección extremas), personal sanitario (que deberían ser los únicos héroes de la historia) y fuerzas del orden.
Si en pleno siglo XXI no podemos dejar que la tecnología (venta on-line, gasolineras sin empleados, autoservicio en supermercados…) nos ayude cuando más la necesitamos, es que algo estamos haciendo mal…
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