Resulta
complicado diferenciar la calidad propia de esta película con la faraónica
producción que la ha hecho posible. La mayoría de los medios no han sido
capaces de hacerlo y voy a tratar de no caer en ese error. Así que, para quien
no sepa de qué va la cosa, lo explico brevemente y me lo quito de encima.
Boyhood comenzó a rodarse hace doce años. Richard Linklater,
guionista y director, quería contar la historia de un chico desde que era un
niño pequeño hasta su marcha a la universidad, y convertir sus aventuras en un
reflejo de la vida. Y para ello, en lugar de recurrir a diversos actores o a
poco efectivos maquillajes, decidió rodar la película en tiempo real,
reuniéndose con los intérpretes unas pocos días cada año hasta llegar a la
culminación en 2014.
Y
dicho esto, y sin dejar de maravillarme por tan peligrosa y valiente idea, voy
a tratar de olvidarlo pues me parece injusto que se hable más de como se hizo
la película que de sus valores propios.
Y
es que Boyhood es una película
deliciosa. Quizá no me he dejado cegar tanto por ella como otros colegas que la
califican como una absoluta obra maestra (algunos momentos resultan algo
tediosos y el peligro de querer identificar a todos los adolescentes en los
rasgos del protagonistas puede llegar a molestarme) pero no voy a poner en duda
lo magistral que es, cómo Linklater ha conseguido hacernos partícipes de los
pensamientos y los deseos y frustraciones de un niño y cómo una parte de
nosotros ha aprendido a crecer a su ritmo.
Uno
de los peligros a los que se enfrentó Linklater en su epopeya fue la de
trabajar con niños que, quizá, no tuviesen las mieles del éxito y la fama como
aspiraciones futuras (eso precisamente le sucedió con Lorelei Linklater, la
hermana del protagonista, que no ha seguido su carrera como actriz y que de no
ser hija del director quizá los hubiese dejado en la estacada) o, simplemente,
al crecer, no diesen la talla como actores. Por eso, la interpretación de Ellar
Coltrane en el papel de Mason, el protagonista, es correcta pero no
especialmente destacable, y muestra de ello es lo poco activo que ha estado en
los últimos años.
Por
fortuna, para compensar estas debilidades, Linklater recurrió a dos apuestas
seguras para interpretar a los padres separados de Mason, Patricia Arquette y
Ethan Hawke, viejo conocido del director con quien ya ha participado en otro
experimento menos arriesgado como fue describir la vida de una pareja a lo
largo de tres películas (Antes del
amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer).
Pero
en realidad, los actores son casi lo de menos. La vida es, permítanme la
cursilería, la gran protagonista de la película. Los sueños, las aspiraciones,
las dudas y temores… Todo aquello a lo que se debe enfrentar un adolescente al
llegar a esa maravillosa/terrible edad en la quede alzar el vuelo y alejarse
del nido y cuyos resultados de sus aciertos/errores pueden verse reflejados en
las vidas de sus propios padres.
Esa
búsqueda de la identidad, ese primer amor, ese sueño artístico… Todas las
facetas por las que pasa Mason están perfectamente definidas alrededor de casi
tres horas de películas durante las cuales el chico creará un universo propio
que, por mucho que pretenda mantener cerrado en una burbuja, se verá
constantemente afectado por elementos externos (la relación casi a distancia
padre-hijo, las diversas parejas de su madre, las mudanzas continuas…).
Pero
Boyhood no solo es una obra de guion,
sino que Linklater se luce tras las cámaras, con una fotografía maravillosa en
las que consigue que el paisaje forme parte de la historia, contribuyendo a la
soledad, alegría, emoción… que pueda sentir el protagonista.
Utilizando
de manera sutil la tecnología para demostrarnos el paso de los años y no
desorientar demasiado con tanta elipsis (la mejor manera de situarse en el
tiempo es viendo con que consola juegan los niños si hablan sobre Facebook o
utilizan washapp), lo que más se echa de menos en pos a esta unión con la
realidad de la que nunca quiere desprenderse la película es el destino de
algunos personajes secundarios que, como en la vida, desaparecen de la historia
dejándonos con un extraño sabor de boca. Eso y algunos diálogos algo pedantes
del Mason más adulto, son los pocos detalles negativos de un film para
disfrutar que invita a salir de la sala con una sonrisa en el rostro y e
incluso invita a la reflexión a todos aquellos que, a lo largo de la vida,
hemos actuado como padres o como hijos.
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