El
sueco Lasse Hallström lleva ya unos cuantos años buscando encontrar la buena
senda que perdió en algún momento de su carrera, cuando después de destacar con
títulos como ¿A quien ama Gilbert Grape?,
Las normas de la casa de la sidra o,
sobre todo, Chocolat, su carrera fue deambulando
entre títulos menores como Querido John,
El hipnotista o Un lugar donde refugiarse.
Con
Un viaje de diez metros Hallström
busca reconciliarse con ese cine intimista que lo llevó a la fama, recurriendo,
como en su mayor éxito, a la gastronomía como excusa argumental para confabular
un cuento que hable delas diferencias culturales, la intransigencia y, en
última instancia, de la elección de la fama a cambio de perder la sencillez y
la deliciosidad delas cosas más simples y naturales de la vida.
Sólo
en los últimos meses –no sé si por culpa de la proliferación de realities de
cocina en las televisiones y de la aparición de papanatas como Chicote y
compañía- el tema de la gastronomía como base de fondo ha sido un recurso
recurrente, viniéndome ahora mismo a la memoria títulos como la excelente #Chef o la olvidable Amor en su punto.
Protagonizada
por Manish Dayal, aunque con Helen Mirren en plan robaescenas, Un viaje de diez metros cuenta la
historia de una familia india que decide aventurarse por Europa en busca de un
lugar idóneo para montar un restaurante y a la que el destino conduce hasta una
hermosa villa francesa donde encontrarán un lugar perfecto para su negocio si
no fuese porque se encuentra justo enfrente (los diez metros del título) de una
elegante restaurante tradicional con una estrella Michelín.
Comienza
entonces una lucha de egos entre la estirada dueña del restaurant y el cabeza
de familia mientras que el hijo mayor de la familia de inmigrantes (que, como
no, empezará a tontear con una de las empleadas del restaurante rival) se
revelará como un gran chef de cualidades innatas.
Excesiva
en su duración (dos horas es demasiado para una comedia romántica) Un viaje de diez metros es una fábula
bienintencionada y simpática, de esas que te invitan a mostrar una sonrisa
durante todo su visionado, y con unas buenas interpretaciones, pero que, una
vez finalizada, apenas aporta nada más que una cansina sensación de
previsibilidad.
Todo
en la película es demasiado agradable, demasiado bonito. El conflicto termina
resultando mínimo y todo el mundo es tan bueno y comprensivo que termina por empalagar
más que los insistentes planos culinarios, que por otro lado comienzan a
resultar ya agotadores por su falta de originalidad.
Hallström
parece demasiado acomodado y ha perdido esa sensibilidad de sus primeros
tiempos, consiguiendo que una película donde se redunda en el tema de las
especias y dónde todo está cardado de curry resulte, curiosamente, empalagosamente
dulce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario