Dirigida
por Alberto Rodríguez, quien ya sorprendiera en el 2012 con Grupo 7, y protagonizada por unos
excelentes Javier Gutierrez y Raul Arévalo, que rompen aquí con sus
interpretaciones habituales (más dirigidas a la comedia) para componer unos
personajes complejos y reflexivos, La
Isla Mínima es un excelente ejercicio de autor, una obra milimétricamente
calculada para que todo cuadre con una precisión milimétrica, consiguiendo que
una historia angustiosa y perturbadora no sea en realidad más que el telón de
fondo para indagar en la personalidad de dos hombres contrapuestos y, por extensión,
en la realidad de una sociedad, la española, que en aquel lejano ya 1980
luchaba todavía por encontrar su sentido en una época de transición y cambios.
La
trama arranca cuando Juan y Pedro, dos policías completamente fuera de su
ambiente, llegan a un perdido pueblo ubicado en las marismas del Guadalquivir a
investigar la desaparición de dos niñas. Rodeados por un ambiente que, pese a
sus espacios abiertos, resulta claustrofóbico, los agentes deberán mimetizarse
con un pueblo cerrado y hostil donde nada será lo que parece y los secretos
parecen aflorar en cada esquina, incluso entre ellos mismos.
La Isla Mínima es un relato sobre la España rural, esa España
alejada de las grandes urbes para la que el tiempo parece transcurrir de forma
diferente a la del resto de la sociedad y donde sus habitantes están dispuestos
a hacer lo que sea con tal de escapar del lugar. Algo parecido a los relatos sobre
la América Profunda que tanto gustan al otro lado del charco y sobre la que la
semana anterior tuvimos un buen ejemplo con Joe.
Por ello, el primer elemento que destaca del film es la espectacular fotografía
de Alex Catalán que consigue mostrar la hipnótica belleza del lugar mediante
planos cenitales para luego arrastrarnos en un paisaje radicalmente contrapuesto cuando nos lleva a
pie de suelo.
Muchos
han querido ver referencias de Paul Schrader o John Sturges, pero yo no me voy
tan lejos y reconozco en Rodríguez dejes del mejor David Fincher, con retazos
de Zodiac y alguna imagen que evoca a
la inminente (y esperada) Perdida.
Pero el mayor hándicap con que se va a encontrar La Isla Mínima (tal y como le sucediera hace unos años a la Blancanieves de Pablo Berger con
respecto a The Artist) es la
inevitable comparación con la serie de la HBO True Detective. Y no es para menos. No cabe duda que es cuestión de
casualidad y suerte (mala) el haber coincidido en el tiempo, y aunque ninguna
de las dos ha podido mirarse en la otra las similitudes son apabullantes, como
si pertenecieran a las caras opuestas de un mismo espejo.
Ambas
versan sobre la relación de dos policías de caracteres e ideologías
contrapuestas, se basan en una atmósfera malsana y enfermiza para explicarnos
una historia de asesinatos de chicas jóvenes y, lo más importante, en ambos
casos la investigación policial no es más que una mera excusa para enseñarnos esas
historias secundarias, esos relatos que no están totalmente presentes pero se
palpan en el ambiente, contagiándonos y angustiándonos. Sin embargo, mientras en aquella la relación entre los personajes se establecía mediante conversaciones en ocasiones interminables y a menudo cargadas de una pomposidad y pedantería extrema, en esta se suple con silencios y miradas. Tal es la genialidad de los actores que no necesitan más.
Podríamos
hablar de la muerte de la inocencia, de la depravación del ser humano,
centrándonos para ello en una trama criminal que, quizá sea lo que más flojea
en su resolución final, pero, como en la serie de Nic Pizzolatto, hay cosas más
importantes que contar. Y todo ello teniendo en cuenta que apenas sabemos nada
de los protagonistas y lo poco que se nos explica es a pinceladas ligeras que nos
deja con ganas de saber más, aunque no lo necesitemos para poder comprenderlos.
Ligeramente
inspirada en el caso de las Niñas de Alcácer, La Isla Mínima remite a esa época postfranquista donde cada uno
está buscando todavía su lugar en la nueva sociedad, en una ruptura entre lo
viejo y lo nuevo, que se define de forma metafórica en las identidades y
pensamientos de Juan y Pedro.
Para
ello, los actores demuestran encontrarse en estado de gracia, con
interpretaciones contenidas llenas de matices e intenciones cargadas de claro
sombras, llegando a desconcertar por momentos. Junto a ellos, destacan también
Antonio de la Torre, inquietante, y Jesús Castro, que como ya le sucediera en El Niño, consigue transmitir lo que su
personaje le pide pero demostrando sus limitaciones hasta el punto que sus tics
en ambas películas son prácticamente los mismos.
En
resumen, La Isla Mínima va más allá
de una simple historia de asesinatos. Es adictiva y emocional y tiene algunas
secuencias bestialmente arrebatadoras, consiguiendo conformar una película
indudablemente excelente, casi de lo mejor del año.
Pero
claro, siempre habrá el que siga diciendo que el cine español solo son tetas y
Guerra Civil… En fin…
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