Escrita
y dirigida por Marc Crehuet, El ReyTuerto es la adaptación de su propia obra teatral, y esto es un problema
que la película arrastra durante casi todo el metraje (sobre todo en la escena
de la cena) pero que luego se convierte en virtud en su tramo final, en un
curioso ejercicio de metalenguaje con el que se busca la implicación del
espectador de manera nada sutil.
Inspirada
en algunos incidentes tristemente célebres entre policías antidisturbios y
protestantes antisistema en unas recientes manifestaciones en Barcelona, la
película pretende abordar los dos puntos de vista antagónicos entre un mosso d’esquadra y una de sus víctimas, un
joven que ha perdido un ojo por el impacto de una bola de goma disparada por el
agente de la ley. Dos personajes a los que el destino une de forma caprichosa
cuando sus respectivas parejas resultan ser amigas de la infancia reencontradas
gracias a Facebook y se conocen en una incómoda cena que prometía ser uno de
los puntos álgidos del film y que al final resulta ser de lo más fallido de la
película. La tensión que se palpa entre los cuatro protagonistas es
desaprovechada y termina sabiendo a poco, siendo al final muy breve y superficial.
No es, desde luego, nada parecido a Un
Dios salvaje, de Polanski, aunque apuntaba en esa dirección, además de ser
en el momento en que más se peca de teatralidad (los dos protagonistas
masculinos, además, son los mismos que habían representado la obra sobre el escenario),
con momentos en los que los actores llegan a quedarse estáticos en espera a una
interacción con el público imposible de alcanzar. Tenía además, hasta el
momento, otra dirección la película, que parecía apostar más por reflexionar
sobre la incomprensión o falta de comunicación entre las parejas (ninguna de
las dos pasa por sus mejores momentos) que hacia la crítica social. Sí que
funciona, no obstante, la cena como punto de inflexión para el primer giro de
la película, donde se empieza a apostar más por una comedia casi surreal y un
desarrollo esperpéntico de los personajes que recuerdan que, por encima de
lecturas sociales y propuestas de debates, estamos ante una comedia. Y es en el
terreno del humor donde mejor se mueve Crehuet, consiguiendo trasladar a la
pantalla grande la química entre Miki Esparbé y Alain Hernández y permitiendo
que la diversión impere por encima de la denuncia.
Y
es que la denuncia nunca termina de funcionar del todo por culpa, sobretodo, al
posicionamiento claro del propio Crehuet, que parece más interesado en dirigir
al espectador para que reflexione en la dirección que él quiere que no en que
se forjen sus propias opiniones. No parece, sobre el papel, que esta deba ser
una película de buenos y malos, sino de puntos de vista, pero lo es. Por más
que se caricaturice al bueno y se pueda llegar a sentir compasión del malo, lo
es. Y eso desvirtúa en gran medida esa magnífica escena final en la que,
disfrazada de definitivo descenso a la locura del protagonista, se implica de
forma directa al espectador. David, el mosso interpretado por Hernández,
recorre el camino que le lleva a ser verdugo, juez y hasta víctima del sistema.
Al espectador no se le permite hacer lo mismo.
Valoración:
Seis sobre diez.
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