Normalmente
cuando una franquicia es capaz de alcanzar su octava entrega se le puede
suponer ciertos síntomas de cansancio y abuso de repetir continuamente la misma
fórmula, normalmente agotada. Lo lógico es que eso ocurra incluso mucho antes,
como lo demuestran sagas tipo Rambo, Rocky o Bourne, y cuya única excepción que me viene ahora mismo a la mente
es Misión Imposible.
En
el caso de Fast & Furious es
justamente lo contrario: cada entrega aspira (y normalmente lo consigue) a
superar a la anterior. Aparentemente condenada a la extinción tras sus tres
primeras secuelas (en la última de las cuales tuvieron que recuperar al
“difunto” Vin Diesel para tratar de salvar las naves, tal y como han intentado,
sin demasiado acierto, hacer también en la mediocre xXx), la saga supo reinventarse tras el quinto episodio,
casualmente con la entrada de Dwayne Johnson en el equipo, haciendo que las
carreras de coches sean más una marca de la casa a las que se le buscaba
cualquier excusa para colar una escenita de coches tuneados rugiendo, chicas de
shorts imposibles y música de hip hop que como verdadero motor de la acción.
Justin Lin supo convertir una franquicia aparentemente agotada en un
espectáculo tan argumentalmente ridículo como aparatosamente divertido, y
anulando todo signo de verosimilitud en favor del más difícil todavía sus
películas conformaban todo un cúmulo de escenas imposibles de las que era
imposible no disfrutar.
James
Wan tomó el relevo en Furious 7 y la
taquilla rompió récords, tristemente ayudada por el fallecimiento de Paul
Walker, y el nuevo cambio de cromos en la silla de director, ocupada ahora por F.
Gary Gray sin que el estilo se haya resentido lo más mínimo. Tan asentado está
el aspecto visual de la saga que con Gray (que curiosamente ya había dirigido a
Diesel en Diablo, a Theron y Stathan en
The italian job y a Johnson en Be cool) apenas se ha apreciado cambio
alguno desde la mencionada quinta entrega.
La
gran duda en Fast & Furious 8estaba en ver como sobrevivía la película a la ausencia de Paul Walker. Su
personaje formaba una “extraña pareja” con el de Vin Diesel y se hacía difícil
que el hinchado actor pudiese sobrellevar por sí solo el peso de la acción. Y
si bien es cierto que la trama argumental se centra sobre todo en su figura,
podría ser esta la película en la que menos minutos de metraje ocupa, mientras
que sus limitaciones actorales son suplidas con creces por la otra “extraña
pareja” que forman Dwayne Johnson y Jason Stathan, dos tipos que se comen la
pantalla cada vez que aparecen en ella.
La
trama casi es lo de menos. Con el tema de la familia de nuevo como estribillo
machacón, la cosa va de una supervillana que quiere controlar el mundo mediante
hackeos informáticos o algo así. La verdad, es lo que menos importa. Lo
verdaderamente importante aquí es conseguir escenas antológicas, momentos de adrenalina
pura que ahora mismo parecen imposibles de superar en futuras entregas si no
fuese porque en las anteriores ya había pensado eso mismo. Las escenas de la
bola de demolición, los “coches zombies” o todo lo relacionado con el submarino
son apabullantes, y el único pero está en que parte de la sorpresa se ha
estropeado por culpa de un tráiler que mostraba demasiado.
El
verdadero éxito de la serie, aparte de la espectacularidad, está en el carisma
que desprenden sus personajes. Y para ello resulta imprescindible contar con
una retahíla de actores que quitan el hipo. Pese a las bajas que ha ido
sufriendo el equipo a lo largo de las ocho películas, las incorporaciones no
han sido moco de pavo, y aquí la cosa ronda el imposible. Kurt Russell repite y
parece que lo hace para quedarse, todo indica que Scott Eastwood va a ser la
nueva incorporación a la familia y Charlize Theron logra componer una villana
de altura, un personaje que en manos de cualquier otra actriz podría haber
caído en el ridículo. Se suele decir que en el cine de principios de siglo hay
carencia de buenos villanos (y las pelis Marvel o DC son un buen ejemplo de
ello, Loki aparte), pero la mezcla de cinismo, demagogia y maldad con que
impregna Theron a su personaje la hacen destacar por encima de todo.
Y
eso sin contar con alguna otra sorpresa actoral que prefiero reservarme.
Fast & Furious 8 está a la altura (si no por encima) de las
anteriores, siendo un espectáculo visual, una descarga de diversión con toques
muy acertados de humor y las clásicas gotitas de trascendentalismo dramático.
Una delicia donde todo vale y donde nada se puede analizar con demasiada
seriedad. Estamos en una fiesta, y lo único que importa es pasárselo en grande.
Y de nuevo lo consiguen.
Además,
hay un nuevo homenaje para Paul Walker, los cuales nunca serán suficientes.
Ya
estoy deseando que empiecen a haber noticias sobre la novena entrega. Yo, desde
luego, no me la perderé.
Valoración:
Ocho sobre diez.
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