Atención, este artículo contiene spoilers de Érase una vez en… Hollywood, lo cual no es necesariamente un impedimento para poderlo leer si no se ha visto aún la última película de Quentin Tarantino.
De hecho, esperaba a escribir esta a haber visto por segunda vez la película, cosa que aún no me ha sido posible. Y es que pienso que, de conocer ese giro final (que cualquiera que navegue un poco por la red ya debe haber descubierto) quizá la cosa me habría funcionado mejor. Y eso que ya dije desde el primer momento que esta podría ser la mejor película del director de Knoxville (aunque quiero ser muy cauto con esta afirmación, recuerdo que en cines me encantó Malditos bastardos y desde entonces no he sido capaz de revisionarla por el aburrimiento que me produce). Y es que el hecho de no estar de acuerdo con el final, en el fondo una simple decisión artística del director, no debería desmerecer a la propia película.
Este artículo es, pues, para tratar de explicar porqué me indignó tanto ese giro final y el error que creo que ello supone para la propia película.
Y no es que sea un purista absoluto de la historia. A fin de cuentas, el cine es ficción. Pero creo que hay una serie de normas que no se deben saltar a la torera. Al menos, no sin avisar de antemano. Pongamos un ejemplo del mundo de los comics (aunque también ahora del cine) como es el personaje del Capitán América. Por supuesto, el Capitán América es un personaje de ficción, y aunque la ciencia no respalde la existencia de un suero del supersoldado o la posibilidad de sobrevivir congelado bajo las aguas varias décadas sin envejecer un ápice es algo que debemos aceptar como parte del juego que se nos propone. Sin embargo, el Capitán América “existe” en un mundo real, y por ello los guionistas siempre han tenido cuidado (con muy buen criterio, por cierto) para convertirlo en un héroe de guerra sin alterar la historia en sí misma. Por ejemplo, el Capi puede haber ayudado a los aliados en el desembarco de Normandía, pero nunca ser la clave del éxito de la operación, pues eso desmerecería a los verdaderos soldados que dieron sus vidas por la caída del III Reich. Así, tampoco se ha imaginado nunca al Capi liquidando a Hitler, aunque con sus poderes quizá lo podría haber hecho con facilidad. Simplemente, no lo ha hecho porque la historia nos ha dicho que la caída de Hitler fue de otra manera. Ese es, para mí, el acierto de crear personajes de ficción interviniendo en la historia (Forrest Gump es, quizá, el ejemplo más explícito). Sí, ya lo sé, todo esto ya lo había hecho el propio Tarantino al reinventar, precisamente, la muerte de Hitler en Malditos Bastardos, pero al menos en esa ocasión le servía para dar más sentido a la trama de su película, cosa a la que ya llegaré más adelante.
Vayamos ya, pues, al quid de la cuestión. Y es que en la película de Tarantino los acólitos de Charles Mason no llegan a asesinar a Sharon Tate y sus invitados la fatídica noche del nueve de agosto de 1969. Cuando “la Familia” se dirige a su casa deciden (de manera algo aleatoria, por cierto) cambiar de planes e ir primero a la de su vecino, Rick Dalton (el personaje interpretado por DiCaprio), cambiando así de objetivos. Lo que no esperaban era con encontrarse allí con Cliff Booth (Brad Pitt) quien frustra sus planes dando pie (una cosa no quita a la otra) a una de las mejores secuencias de la película, una orgía de sangre y violencia que encumbra un film que, hasta el momento, estaba siendo casi una rara avis de la filmografía de Tarantino.
Volviendo a mi teoría sobre la relación entre historia y ficción, es un acierto hacer una película sobre unos personajes ficticios como Dalton y Booth como símbolos de una generación, y aunque un investigador avispado podría llegar a averiguar la identidad de los verdaderos vecinos de Polanski y Tate en aquella época, el inventar a estos vecinos no afecta a nada relevante de la historia. Sin embargo, pese a haberse advertido que la película no iba sobre Charles Mason, sino que su historia solo servía como telón de fondo, toda la trama está construida para desembocar en el fatídico crimen, y el giro argumental llega a resultar muy frustrante. Hay un momento, cuando ya ha pasado la tormenta, en que la propia Sharon Tate invita a su vecino, un afectado Rick Dalton, a terminar la velada en su casa y explicar detalles de lo sucedido. Por un momento, pensé que iba a haber un giro sobre el giro y que un segundo grupo de adoradores de Mason se iban a presentar al fin en la casa de los Polanski para rematar la faena (asesinando, de propina, al propio Dalton como cruel broma macabra), pero no fue así.
Parece claro que Tarantino escribe la historia tal y como a él le hubiera gustado que sucediera, alterando la realidad a su conveniencia, de manera que el film, más que Érase una vez en… Hollywood bien podría haberse titulado como aquella comedia tan resultona de Woody Allen: Un final made in Hollywood, ya que eso es lo que tenemos aquí, una alteración de la realidad con final feliz tal y como, volviendo al ejemplo de Marvel, se hace en la serie de comics (y próximamente serie de Disney+) llamada What if.
Pero esto es solo la primera parte de mi descontento, ya que creo que el falso final no es solo una decisión artística, sino que traiciona a la película, lo cual la convierte en un error más allá de lo simplemente subjetivo. Me explico: una de las bases de Érase una vez en… Hollywood es la de retratar una época en decadencia. La propia historia de Rick Dalton, condenado a vagar como secundario por series de televisión hasta que decide dar el salto a producciones italianas de medio pelo, es una buena muestra de ello. Efectivamente, el final de la década de los sesenta supuso también el final de la era dorada de Hollywood, y aunque el asesinato de Sharon Tate no fue tan relevante como para ser el motivo principal (eso habría que achacárselo a la guerra de Vietnam, que cambió a la sociedad en general, y a la crisis de los grandes estudios, que provocó una manera diferente de hacer producciones de cine), si sirvió como punto de inflexión y metáfora perfecta.
Por ello, era importante que el final de Érase una vez en… Hollywood terminara con el final de la inocencia, con la muerte de la ingenuidad representada en la hermosa sonrisa de Tate (hermosa también la sonrisa de Margot Robbie). De hecho, hay quien ha criticado el personaje de Tate en el film, limitándose a lucir su cara bonita por todas partes sin aportar nada a la historia. Por mi parte, creo que la aportación del personaje, así como la interpretación de Robbie, es magnífica para reflejar esa magia, encarnándose en ella toda la belleza y la adoración por una época ya extinta, pero precisamente el cambio de su destino provoca que pierda sentido y quede, a la postre, como un personaje vacío y desaprovechado. Esta es, para mí, la gran diferencia con el caso de Malditos Bastardos, que pese a traicionar a la historia real, al menos es coherente con la historia que propone Tarantino. Aquí, sin embargo, echa por tierra en mensaje es pos a imaginar una realidad alternativa más feliz y que, por lo visto, cuenta con la aprobación del propio Polanski, que sin duda lamentará no haber tenido a Rick Dalton y Cliff Booth de vecinos.
Todo eso, insisto, sin olvidar que se trata de una gran película que, si habéis osado leer esto antes de ver, no puedo dejar de recomendarla. Más si cabe ahora que os he destripado el gran giro que contiene. Sigo con la sensación de que, sabiendo hacia donde se dirige (y aceptándolo) puede disfrutarse mejor todavía.
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