lunes, 19 de agosto de 2019

ÉRASE UNA VEZ EN... HOLLYWOOD

Puede que no sea la persona más objetiva al tratar una película de Tarantino. Admiro su buen trabajo como director y más todavía como guionista, pero debo reconocer que, más allá de la frescura que supuso Reservoir dogs y la originalidad narrativa de Pulp fiction, la mayoría de sus películas terminan por flojearme tras segundos y terceros visionarios (la última vez que traté de recuperar Malditos bastardos la abandoné a medias encontrándola sumamente aburrida). Eso vale también para sus últimas producciones, un Django desencadenado y un Odiosos ocho que mostraban un apego tan excesivo a lo que podríamos denominar como el estilo Tarantino que resultaba difícil valorar por sí mismas.
 Pese a ello, las ganas por ver Érase una vez en… Hollywood eran tremendas. No solo trata uno de mis temas favoritos, el Hollywood dorado, sino que lo hace con dos de los mejores actores de su generación, unos Leonardo DiCaprio y Brad Pitt en estado de gracia que, junto a una indispensable Margot Robbie completan un reparto de gran nivel, algo a lo que, por cierto, el director de Knoxville ya nos tiene acostumbrados.
Se había dicho de todo sobre esta novena (y algunos dicen que última) película de Quentin Tarantino, desde tacharla de aburrida (fue recibida con mucha frialdad en Cannes) hasta tildarla como su mejor película, rayando la maestría. Aquí me encuentro yo en una dicotomía a la hora de dar mi opinión, ya que una vez mas encuentro grandes diferencias entre los valores que aporta y los sentimientos que me produce, siendo para mi una película durante sus primeras dos horas y llegándome a indignar con su acto final. Como sea que esta es una opinión sin spoilers, voy a tratar de mencionar lo mínimo posible ese tramo final y quizá me desahogue en una entrada posterior.
El caso es que, salvo ese obstáculo que podría ser algo muy personal, sí coincido en que esta puede ser la mejor película de Tarantino, en la que, al contrario de lo que sucede en su filmografía anterior, veo relucir más sus dotes de director que de guionista. No hay aquí los grandes diálogos cargados de misticismo a los que nos tiene acostumbrados (que no se entienda esto como que hay diálogos malos, por favor; hay frases magistrales, solo que mucho menos de lo habitual). Sin embargo, se aprecia mucho más la intencionalidad de sus movimientos de cámara, su incidencia en el ritmo (lento pero firme) y sus dotes como director de actores. Un buen ejemplo de ello es la interpretación de la Robbie en el papel de Sharon Tate. Vista de forma superficial, se podría llegar a pensar que la protagonista de El lobo de Wall Street se limita a lucir palmito, paseando por la película con su sonrisa angelical sin aportar nada relevante a la trama. Craso error. Si bien es cierto que el peso narrativo no va nunca con ella, es el símbolo perfecto de esa pérdida de la inocencia que la película pretende reflejar, convirtiendo su figura en la magia de un cine que, en ese preciso año, amenazaba con desaparecer.
Pese a lo que pueda dar a entender algún tráiler, ya había quedado claro que la película no trataba sobre los asesinatos de Charles Mason y su grupo de adeptos, sino del Hollywood en el que se movía, un Hollywood que todavía conservaba algo del idealismo de antaño (un idealismo también mitificado, en contra de lo que la leyenda pueda insinuar, el dinero siempre ha sido lo que ha movido a esta industria), y los asesinatos en el domicilio de los Polanski no serían más que el punto de inflexión que dieron pie a una nueva etapa, más amarga y oscura. Algo parecido pasó, más allá del propio mundo del cine, con la imagen, bucólica y pacífica, del propio movimiento hippie, que empezó a decaer tras estos sucesos y cuyas voces serían acalladas por la llegada de los primeros muertos de Vietnam, haciendo que el país entero despertara del sueño americano.
En medio de todo esto se encuentran Rick Dalton y su mano derecha, el especialista (aunque a la postre chofer, manitas y, en fin, amigo) Cliff Booth, los personajes de DiCaprio y Pitt, una estrella de cine venida a menos que, anclado ya como secundario televisivo, se ve obligado a realizar spaghetti-westerns en Europa para tratar de mantener su lustro y un héroe de guerra marcado por un pasado oscuro y sospechoso. En con ellos con los que Tarantino nos invita a pasear por las calles de cartonpiedra de ese Hollywood engañoso, donde los actores no son gente real, sino mentirosos que se limitan a leer lo que les escriben otros, consiguiendo hacer una crítica a la vez que un homenaje.
Suena demasiado tópico incidir en eso de que estamos ante una carta de amor al mundo del cine, pero con sus claroscuros nada disimulados, esto es precisamente lo que Tarantino pretende, homenajear a sus ídolos y desnudarnos este mundillo mediante una serie de personajes maravillosos y unas cuantas secuencias de verdadera maestría para mostrarnos, a través de un par de sutiles metáforas, la realidad en contraposición a la ficción.
Y todo eso con unas dosis mínimas de violencia, siendo la película más pausada del director, hasta el punto de que, rozando las dos horas de metraje, estamos ante la película menos tarantiniana de Tarantino. Y, desde luego, la mejor.
Pero luego sale el espíritu de enfant terrible del guionista y hay un giro final que lo cambia todo. Por algún motivo, Tarantino se cree más listo que nadie y se dedica, en un clímax final, ahora sí, violento y salvaje, a inventar cosas que contradicen sus propias normas. No estropean la película, ya que visualmente todo sigue siendo impecable y, como obra de ficción que debería ser esto, la verdad es que el giro funciona bastante bien. Pero como clave para resumir todo lo que el autor nos quiere mostrar (o parecía que nos quería mostrar), reniega de su propio concepto inicial, desconcertando para mal al espectador. Y es por esto que, llegando incluso a enfadarme, no soy capaz de terminar de sentirme satisfecho con una película que, en todo lo demás, rallaba la perfección.
Por cierto: he dicho al principio que esta iba a ser una reseña sin spoilers y quizá alguien pueda pensar que he hablado demasiado al hablar de la masacre que Charles Mason provoca en casa de Roman Polanski. En mi defensa, diré por un lado que esto no es parte de la película, sino de la historia. Y por otro, que el propio director ya cuenta con el hecho de que el espectador conoce de antemano ese relato cruel y desmedido, ya que en la película se insinúan cosas sin llegarse a explicar con claridad y aquel que desconozca totalmente el tema podría llegar a desconcertarse.
En fin, que lamento la decisión creativa del director en su tramo final, aunque me niego a que eso me empañe el disfrute del resto del film. Quizá esta vez, para cambiar las tornas, un segundo visionado, ya alertado del giro final, me resulte más satisfactorio.

Valoración: Ocho sobre diez.

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