De nuevo nos encontramos ante una de esas películas que levanta pasiones, para bien o para mal. Y en esta ocasión, más que nunca, la obra de Andrew Dominik invita a amarla u odiarla, sin apenas espacio para las medias tintas.
Con
una composición singular (constantes cambios de formato y saltos del blanco y
negro al color algo caprichosos), lo primero que define a Blonde es el distanciamiento del biopic habitual. Blonde
no es, ni de lejos, una recreación fiel a la vida de Marilyn Monroe, ni nunca
lo ha pretendido. Basada en una novela de Joyce Carol Oates, la película inventa
todo lo que puede y más, haciendo que aquellos que quieran aproximarse a la
figura de la mítica actriz queden decepcionados y confundiendo a los más
profanos (que siendo Netflix su
escaparate, posiblemente sean los mayoritarios y la explicación de porqué la
película no está funcionando nada bien). Quitando de antemano el lastre del
escaso realismo, una decisión discutible pero asumible, queda por ver si, como
película de ficción, hay algo donde rascar o no.
Desde
mi punto de vista, hay dos maneras de entender Blonde. Por un lado, como una crítica sobre el Hollywood dorado (en
el que se pueden ver muchos reflejos de la sociedad actual) sobre el maltrato a
sus estrellas y como el abuso de poder estaba a la orden del día, convirtiendo
a sus estrellas en muñecas rotas fáciles de manipular. En ese aspecto,
considero la película un fracaso total, ya que la personalidad que se empeñan
en dar desde el principio a Marilyn Monroe la despojan de la condición de
víctima que se nos quiere mostrar en muchas ocasiones. Ella es, ante todo, una
víctima de sí misma, y eso nos lleva a la segunda manera de percibir Blonde.
La
película, despojada de su apariencia de crónica de una época, de la metáfora
social y de otros juegos de artificio que no sirven más que para entorpecer el
visionado, es, en realidad, un retrato doble una enfermedad. Marilyn hereda de
su madre sus problemas mentales y es esta enfermedad la que define todos sus
actos. Todo lo demás son excusas y trucos de baratillo para dar de qué hablar
(como las escenas incómodas de sexo o el aparente alegato antiabortista
desmentido por el propio Dominik). Es, si me permiten la comparación, el mismo
truco sucio que ya utilizara Todd Phillips para su Joker: utilizar una figura mítica del imaginario popular para
servirlo como vehículo para mostrar una enfermedad que, más allá de los valores
de la película, apenas habría interesado a nadie si hubiesen tenido como
protagonistas a un personaje anónimo. En el fondo, el Joker de Joaquin Phoenix
se parece a su homónimo de los cómics tanto como la Marilyn de Ana de Armas lo
hace con el personaje real, por lo que lo único que aporta la película es un
relato impactante e incómodo sobre cómo una enfermedad mental (aunque apenas
diagnosticada) puede condicionar cada uno de los pasos dados en la vida,
convirtiendo una historia de amor y glamour en un drama constante.
Ana
de Armas está estupenda como Marilyn, desde luego, y este es quizá el mayor
logro de una película que, una vez despojada de su aura mítica, no me interesa
en absoluto. Quizá soy ya muy mayor como para escandalizarme con sus desnudos
(que me importan más bien poco) y no le he sabido ver la gracia a eso de
inventarse datos biográficos sin más, agravado por el hecho de que lo
entremezcle con escenas históricas totalmente reales. Si cambias la realidad,
hazlo con un propósito, ya sea el dar un poco de luz y esperanza a este mundo,
como hace Tarantino con el final de Hitler y de Sharon Tate en Malditos Bastardos y Érase una vez en Hollywood
respectivamente, o por pura diversión, como cuando Timur Bekmambetov y Seth
Grahame-Smith convirtieron a Abraham Lincoln en un cazavampiros. Pero no para
ensuciar la memoria de unos personajes reales en una película que, cuando no escandaliza
o incomoda lo único que consigue es aburrir. Y esto último es, posiblemente, su
mayor defecto.
Valoración:
Tres sobre diez.
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