Decía
Christopher Nolan cuando presentó Interstellar
que quería rendir un homenaje a los soñadores espaciales, hablar sobre esa
época en la que la gente miraba hacia las estrellas en lugar de hacia la
tierra. Para ello, imaginó una fábula oscura y casi apocalíptica, con un
planeta muriéndose y el espacio (con imposibles teorías cuánticas de por medio)
como única esperanza.
Algo
parecido quiere contar la película de Brad Bird, en un claro homenaje a esa
época que Nolan añoraba donde ser astronauta era el sueño de todo niño y era
factible que todo era posible en esta vida. Pero para ello Bird, mucho más
optimista y colorido que su colega, prefiere empezar mirando al pasado,
viajando precisamente a esa época dorada no sólo de la carrera espacial sino de
los avances técnicos en general. Un viaje al pasado tanto argumental como
estilístico (algo así había ya en su versión animada de los superhéroes en esa
maravillosa película que es Los
Increíbles), concibiendo una película que, toda ella, supone un homenaje a
la magia que imperaba el cine de finales de los ochenta. Tanto es así, que toda
la primera hora inicial desprende un aroma nostálgico que recuerda al mejor
Spielberg, desde la mirada de fascinada inocencia que aporta el personaje de Frank
Walker en su versión infantil como el regusto de aventura juvenil (nada que ver
con el pretensioso y trágico trascendentalismo habitual en las sagas modernas
tipo Los Juegos del hambre y demás)
que supone la presentación de Casey. Es por eso que Tomorrowland, con sus excesos digitales y su gran despliegue
tecnológico, esconde en su fondo un homenaje a clásicos como E.T., los Goonies o Regreso al
futuro (en todas ellas estaba la mano de Spielberg, de una manera u otra),
con lo que el visionado de esta Tomorrowland
podría completarse en una magnífica sesión doble con la recuperación de Super8, de J.J.Abrams, que pretendía
jugar, a su manera, a lo mismo. Incluso comparten ambas al mismo compositor
musical, el gran Michael Giacchino que se rebela de nuevo como el más avanzado
sucesor de John Williams.
Dice
por ahí que la película no está arrasando en taquilla y que ya la califican
como la “nueva John Carter” de
Disney. Y con todo el pesar de mi corazón debo añadir que no me sorprende en
absoluto. Y es que el espectador actual, tal y como la sociedad a la que la
película acusa, está demasiado acostumbrada a la oscuridad como para aceptar un
poco de luz. O quizá hayan olvidado incluso esa época (liderada por la propia
Disney) donde era posible hacer un cine de entretenimiento sin realizar,
necesariamente, un aparatoso y monumental blockbuster. Y es que no creo que Tomorrowland haya sido concebida para
batirse en duelo con títulos como Los
Vengadores, Mad Max o la
inminente Jurassic Word (hombre,
hacer dinero sí que quieren, claro, que son la Disney), sino más bien para
hacer pasar un delicioso rato en familia con un puntito de mensaje de fondo.
Una de las muchas y entretenidas superproducciones Disney alejadas de las
franquicias Marvel o Star Wars, como fuera en su momento (hasta que la convirtieron en saga y
la estropearon) Piratas del Caribe.
Nada más ni nada menos.
Tomorrowland cuenta la historia de un grupo de genios que un buen
día decidió unirse para crear un mundo mágico, un prodigio tecnológico, una
ciudad del futuro ubicada en una dimensión paralela que representara el resurgir
de una nueva civilización. Hasta que un día Frank, uno de sus miembros más
jóvenes, inventa algo que pondrá en peligro el futuro de todo.
Por
otro lado, la joven y soñadora Casey, defensora de causas perdidas como la
demolición de una planta de lanzamiento espacial de la NASA en Cabo Cañaveral,
recibe un misterioso pin que, a su contacto, la transporta a ese misterioso y
mágico lugar.
De
personalidades opuestas (aparentemente) pero condenados a entenderse, Frank y Casey
deberán formar equipo para cambiar el desolador futuro de la humanidad.
Con
una sorprendente química entre George Clooney y Britt Anderson (pese a la
diferencia generacional) y la tremenda revelación que supone el descubrimiento
de la hipnótica Raffey Cassidy interpretando a un personaje que supone el nexo
de unión entre ambos mundos, Bird (en colaboración con Damon Lindelof, uno de
los guionistas bandera de Perdidos
que firma la historia junto al propio director) propone una fábula futurista
(supuestamente ambientada en la atracción homónima de los parques Disneyland,
aunque apenas toma de ella el nombre y el concepto básico) con tintes pre
apocalípticos, con la sana intención de advertir a la sociedad de los peligros
de no rebelarnos contra nuestro propio futuro aciago y limitarse a esperar de
brazos cruzados a que todo llegue al final. Con un planeta destinado a la
oscuridad, Bird se refugia en la luz y el color para ofrecer un mensaje
optimista a todo aquel que quiera escucharlo, aprovechando la ocasión para aderezarlo
con trepidantes persecuciones, peleas frenéticas y constantes cambios de ritmo
cual si de una montaña rusa se tratase hasta desembocar a la sorprendente
revelación final, cargada de una profundidad poco dada en productos que podrían
ser tildados a simple vista como puramente palomiteros.
No
todo es perfecto en este mundo del mañana, pues la magia a la que me refería al
principio se va desinflando a medida que avanza el metraje y se torna rutinaria
en su acto final, en un desenlace demasiado atado a los convencionalismos del cine
de acción que poco (aparte de una significativa escena “de lagrimita”) aportan
al mensaje final. Con un agotador derroche de efectos visuales que, por
exigencias argumentales, van también de más a menos en la película, la
sensación al salir de la sala puede ser un poco descompensada, culpa de poner
toda la carne en el asador en unos sesenta minutos iniciales completamente
geniales que eclipsan al resto del film, provocando que incluso la supuesta
importancia del papel de Robertson se nos quede algo desdibujada.
Pese
a ello, la experiencia ha sido plenamente satisfactoria, y sólo la posibilidad
de imaginar un futuro como el de Tomorrowland
ya invita a creer de nuevo en la magia de que todo es posible. Rodada (e
inspirada) en la Ciudad de las Artes y la Ciencia de Valencia, Tomorrowland es todo lo que una película
apocalíptica actual no es. Y quizá por ello no es entendida por mucha gente,
que echa en falta las muertes, los desastres o incluso los zombies. A todos
ellos les digo que no se preocupen. En unas semanas llegará a las carteleras Sant Andreas y el mundo volverá a irse
al carajo como la mayoría desea, con terremotos y destrucción. Yo, por mi
parte, me he cansado un poco de tanta oscuridad amarga y prefiero disfrutar de
un futuro como el de Tomorrowland.
¡Qué
le voy a hacer si viví los ochenta…!
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