Hace
ya algunos años que el director malayo James Wan se ha postulado como referente
dentro del cine de terror y parece que, pese a sus recientes devaneos con
blockbusters totalmente alejados del género (dirigió Fast&Furious 7 y actualmente está trabajando en Aquaman), no hay nadie capaz de hacerle
sombra. Se dice de él que revitalizó el género con la saga gore de Saw, que luego lo transformó hacia un
clasicismo mucho menos sangriento pero más aterrador con títulos como Insidious o Expediente Warren y ahora parece querer reinventarse de nuevo
alejándose de los sustos fáciles y los efectos musicales tramposos para ahondar
en un terror mucho más basado en el drama de los vivos que en devaneo con los
muertos. Esto le ha funcionado de maravillas en la excelente Expediente Warren: El caso Enfield y repite la jugada como
productor en Nunca apagues la luz.
El
origen de la película está en un corto con el mismo título que dirigió David F.
Sandberg hace tres años sobre un ente demoníaco que solo podía moverse entre
sombras. Wan lo vio, le encantó (o le aterró, mejor dicho) y le puso el
trampolín necesario para convertir su idea en un largometraje.
Como
film de terror, Nunca apagues la luz
funciona medianamente bien. Crea un posible nuevo icono para la galería de
villanos del género (esa Diana de dedos alargados y retorcidos) y le confiere
el suficiente mal rollo merced a unos juegos de luz bastante efectivos que
invita a que nos lo pensemos dos veces antes de apagar la luz a la hora de irnos
a dormir. Tampoco tiene mucho más, la verdad. Todo está ya inventado y el truco
que tan bien podía funcionar en el corto resulta ahora alargado y se hace algo
cansino, por más que la película no alcance siquiera la hora y media de
metraje.
Pero
sustos y apariciones aparte, es en su faceta dramática donde mejor funciona la
película, con el drama de dos hermanos de distintas generaciones (con la
hermana mayor, Teresa Palmer, como miembro más fuerte de la familia) ante la
degeneración metal de su madre (convincente Maria Bello), verdadero epicentro
de la locura que impregna a esa familia.
Por
eso, por encima de excusas argumentales que justifiquen la existencia del ente
diabólico de turno, la verdadera clave de la película está en la sensación de
desamparo por parte de un niño de ocho años cuyo mayor temor no es la aparición
fantasmal sino la amenaza de abandono por ya que ya ha sufrido en el pasado.
Así, Nunca apagues la luz termina
siendo un drama familiar intenso sobre
la dificultad de las relaciones, el miedo al compromiso y la lealtad familiar y
fraternal. Y ahí es donde se encuentran sus mayores méritos, más allá del mal
rollo que las luces parpadeantes puedan ocasionar o de los trucos tramposos a
los que recurre Sandberg para que la amenaza, en un mundo tecnológico como el
de ahora, resulte intimidante.
Valoración:
Seis sobre diez.
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