Última noche en el Soho, la nueva película de Edgar Wright tras Baby driver, es una película extraña, una mezcla incoherente de estilos y géneros que, en manos de cualquier otro autor, podría acabar en desastre pero que en manos del realizador británico es casi una obra maestra, un cuento de terror que no reniega de las muchas influencias de las que bebe el director y en las que no se encuentra ni un ápice del humor que definía la celebrada «trilogía del cornetto».
Arranca
el film con Eloise, magistralmente interpretada por Thomasin McKenzie (Jojo Rabbit, Tiempo), una joven dulce y encantadora que se traslada desde un
pequeño pueblo hasta Londres para estudiar moda y cumplir su sueño de ser
diseñadora, aunque pronto encontrará diversos tropezones en su camino, algo que
la enlaza a planteamientos como Cisne
Negro, Showgirls o The Neon Demon, aunque cuando la cosa se
vuelve turbia con quien más paralelismos hay es con la Supiria de Dario Argento. Por motivos que nunca se llegan a explicar
(ni falta que hace), la chica –que ya nos habían advertido de que podía llegar
a ver al fantasma de su madre muerta-, al caer la noche e irse a dormir, se
aparece en la Londres de 1960, encarnándose en la figura de Sandie, una
aspirante a cantante a la que da vida, de manera totalmente arrebatadora Anna
Tylor-Joy. A partir de entonces, Eloise vivirá dos vidas en paralelo,
alimentándose la una de la otra, hasta que la fantasía del pasado se empieza a
oscurecer y los límites entre realidad y fantasía se empiezan a quebrar.
Así,
lo que empieza como un drama de superación y sueños se torna en una historia de
fantasmas, con un terror propio del giallo italiano en el que Wright no
escatima en sangre cuando el guion así lo requiere.
Sin
llegar a ser una película de marcado tono feminista, Última noche en el Soho se engloba en esas películas capaces de denunciar
la toxicidad del patriarcado sin recurrir al lenguaje panfletario, consiguiendo
Wright una colección de secuencias alucinógenas que, en ocasiones, rompen con
el canon académico para establecer sus propias reglas.
Muchas
son las armas a las que el director recurre para firmar la que sin duda es su
mejor obra, aparte de su propio talento, como es la utilización, una vez más,
de una banda sonora brillante o el deslumbrante trabajo de sus protagonistas,
con la turbia presencia de Matt Smith y las aportaciones míticas de Diana Rigg
y Terence Stamp. Pero las que de verdad dan el do de pecho son las dos
protagonistas, consiguiendo McKenzie contagiar con su mezcla de inocencia e
ingenuidad y siendo Anna Taylor-Joy una fuerza de la naturaleza aparentemente
imparable.
Con
todo ello, Wright logra redondear una historia que nace en lugares muy comunes
pero va desconcertando y retorciéndose para terminar de nuevo en tierras
apacibles y conseguir una más que probable película de culto nostálgica y
aterradora por igual.
Valoración:
Nueve sobre diez.
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